Sentimientos en Diferido

El instinto de supervivencia es la fuerza que nos empuja siempre hacia adelante. Gracias a él, somos capaces de sobreponernos a la peor desgracia que pueda acontecer en nuestras vidas. Pero ese instinto no explica, por sí solo, nuestra evolución. Para que tenga éxito y nos acabe llevando a buen puerto, ha de conjugarse con muchos otros factores que resultarán determinantes. Uno de estos factores, quizá el más importante, es la creatividad.

Como bien argumentaba Darwin, no sobreviven los más fuertes, sino los que se adaptan mejor al medio en el que viven”. De acuerdo que el coraje y la mayor fuerza física pueden ser claves para derrotar a un enemigo o para impedir que este nos acabe sometiendo a su voluntad, pero ese coraje y esa fuerza no son suficientes para mantenernos a salvo por mucho tiempo. Para garantizarnos cierta seguridad, hemos de recurrir al ingenio, a la inventiva. Y estos recursos siempre precisan de la creatividad para desarrollarse.

Son precisamente nuestros inventos los que nos han permitido llegar hasta el mundo en el que estamos ahora mismo. Un mundo en el que la fuerza física ha acabado relegada a un segundo plano y lo que impera es la inteligencia artificial.

Imagen de Geralt en Pixabay

Nuestras mentes han acabado sometiéndose a la voluntad de sus productos, obligándonos a reinventarnos cada vez con mayor frecuencia, hasta el punto de revolucionar el modo de comunicarnos entre los de nuestra propia especie.

La comunicación siempre ha sido nuestra asignatura pendiente, porque parece que le tenemos más miedo a las palabras que a las balas. Freud decía que “somos dueños de lo que callamos y esclavos de lo que contamos”. Pero, ¿de qué nos sirve ser los dueños absolutos de un puñado de palabras nunca pronunciadas que nos acaban envenenando la vida?

Muchas personas de la generación que sufrió la guerra civil española y luego la larga dictadura franquista educaron a sus hijos y a sus nietos en el miedo a la palabra, transmitiéndoles sentencias tan lapidarias como “vales más por lo que callas que por lo que cuentas” o “en boca cerrada no entran moscas” o “los trapos sucios se lavan en casa”.

Todo el mundo parecía guardarse mil secretos de los que nunca se hablaba abiertamente, pero sí se insinuaban, dando pie a elucubraciones y rumores que nadie confirmaba, pero tampoco desmentía.

Si tenemos en cuenta que los adultos son los espejos en los que se miran los niños para afianzar su autoconcepto, hemos de admitir que el ejemplo del silencio y los rumores en voz baja no nos garantizaba una buena salud comunicativa en nuestra vida adulta.

Viendo cómo nos comunicamos en el siglo XXI los que no vivimos una guerra ni tampoco una postguerra, también hemos de reconocer que tampoco las generaciones que sucedimos a la de nuestros abuelos hemos sido capaces de perderle el miedo a las palabras.

Es curioso cómo nos pasamos el día criticando en voz alta lo que no nos gusta de los demás, pero somos incapaces de sentarnos delante de las personas que queremos y soltarles todo aquello que sentimos por ellas mirándolas a los ojos.

También es muy sorprendente cómo a veces permitimos que esas personas se alejen de nosotros por no dar nuestro brazo a torcer y pedirles que se queden, que a veces puede ser justamente el gesto que la otra persona está esperando de nosotros, aunque nos haga creer con sus actos que ya no nos quiere.

¿Por qué damos por hechas tantas cosas en lugar de preguntarlas abiertamente cuando tenemos dudas?

¿Por qué malgastamos tanta vida en desvivirla, negándonos a nosotros mismos, callándonos lo importante y verbalizando lo insignificante?


Imagen de Alexas-Fotos en Pixabay

Hace poco más de treinta años el teléfono fijo se consideraba un lujo que no todas las familias se podían permitir. No existían las tarifas planas ni las llamadas gratuitas y su uso se limitaba a cosas urgentes o conversaciones cortas, pues la factura se disparaba a la mínima que te despistases un poco. Fue entonces cuando empezaron a verse los primeros móviles, que en comparación con los actuales, eran enormes y sólo se utilizaban para hablar. Con el auge de internet, las compañías de telefonía emprendieron un viaje sin retorno que nos ha llevado a desembocar en el mundo de las aplicaciones móviles y del internet de las cosas, encontrándonos ante la paradoja de que para lo que menos se usa un teléfono ahora mismo es para hablar.

Poca gente mantiene conversaciones por teléfono si no es en el entorno laboral. Lo que prima ahora son los mensajes de whatsapp, donde los sentimientos ya no se describen con palabras, sino que se expresan con emoticonos y tendemos a abreviarlo todo, creando una jerga que en nada se parece al idioma o los idiomas que, teóricamente, dominamos.

No es de extrañar que tanta gente se sienta cada vez más sola en entornos que hemos dejado invadir por aparatos que se han acabado convirtiendo en prolongaciones artificiales de nuestras manos, pues no los soltamos ni para ir al lavabo.


La escritora Arantza Portabales se basó en esta nueva realidad para crear las tramas de su primera novela “Deje su mensaje después de la señal”. En ella nos presenta a cuatro mujeres que, al menos aparentemente, no tienen nada en común, salvo que todas prefieren hablar con un contestador automático a sentarse cara a cara con las personas a las que dirigen esos mensajes y tratar de arreglar sus diferencias con ellas.

En el caso de Viviana, los mensajes van dirigidos a su padre muerto, a quien en vida nunca se sintió capaz de explicarle lo que le pasó siendo una adolescente. Sí se lo explico a su madre, pero esta optó por guardar silencio y culparla a ella de su propia desgracia. Porque “los trapos sucios siempre se lavan en casa”.

Marina se dedica a llamar a su ex-marido en horas de trabajo, cuando sabe que él no responderá a sus llamadas, para contarle en interminables mensajes lo que no fue capaz de decirle durante los siete años que vivieron juntos. Se siente culpable de que él no pueda aceptarla como ella es.

Sara no se ve capaz de acudir a la consulta de su psicólogo, que antes fue su amigo y el depositario de su primer beso, y pacta con él que ella le dejará mensajes en el contestador que él le responderá por e-mail. Crearán así un extraño vínculo terapéutico que pasará por etapas espinosas y acabará cambiando la vida de los dos.

Carmela es la mayor de las cuatro. Tiene setenta y cinco años y se está muriendo de cáncer. Vive sola y su único hijo es médico en el Sahara. Lo último que quiere es hacerle sufrir. Por eso decide no contarle nada de su enfermedad. Pero no renuncia a dejarle mensajes en el contestador de su casa para que él conozca los detalles de la historia explicados por la propia protagonista cuando tenga lugar el fatal desenlace.

Las cuatro mujeres acaban conectadas de una forma sorprendente y casi mágica. Porque, de hecho, todas sabían de la existencia de las otras, pero nunca se habían dignado a hablar entre ellas. Marina es vecina de Carmela, quien conoce a los padres de Sara, con quien más tarde coincidirá en un comedor social, en el que ambas colaboran como voluntarias. Viviana, que en realidad se llama Alicia, fue novia de Manuel, el hijo de Carmela. Marina, además, también resulta ser la abogada que lleva el divorcio de los padres de Sara.

Una novela que nos hace ver lo absurdos que podemos llegar a ser y lo fácil que es todo cuando nos desprendemos del miedo y de los prejuicios y empezamos a poner de nuestra parte.

Arantza Portabales es, sin duda, una autora a tener muy en cuenta, con un estilo fresco y personal, que no deja lugar a dudas, porque transmite exactamente lo que quiere transmitir.

La buena literatura no es la que se viste con palabras engalanadas que le suponen al lector el doble esfuerzo de tener que buscar su significado en un diccionario o en el google. La buena literatura es la que sabe valerse de palabras sencillas para comunicar lo extraordinario, sin que nada se quede en el tintero, sin que el silencio acabe confundiendo los sentimientos de nadie.

 

Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749


Comentarios

  1. Excelente artículo! Felicidades! La comunicación está cada vez más en desuso y es una herramienta imprescindible en el desarrollo humano. Saludos!

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