Personas y Valores
Cada vez que se cuestiona la educación de nuestros
niños y de nuestros adolescentes, es casi imposible no acabar aludiendo a los
valores que les hemos ido inculcando desde su nacimiento.
Si analizamos los cambios que ha ido experimentando
nuestra sociedad en las últimas décadas y cómo éstos han ido repercutiendo en
nuestros estilos de vida y en nuestros sistemas familiares, no es extraño que
hayamos desembocado en la supuesta crisis de valores de la que nos quejamos
tanto. Entre los factores que nos han llevado a esta situación, encontramos la
incorporación generalizada de la mujer al mundo laboral, la dificultad de
compaginar el cuidado y la educación de los hijos con jornadas de trabajo que
han estado siempre demasiado lejos del ideal de la conciliación laboral y
familiar o el influjo del consumismo que nos ha hecho creer que no podemos
prescindir de demasiadas cosas que nuestros padres seguramente sacrificaron en
pro de dedicarnos más tiempo y poder inculcarnos esos valores que ahora
nosotros no tenemos tiempo de inculcarles a nuestros jóvenes y pretendemos que
se los inculquen sus profesores o incluso sus primeros jefes.
Con frecuencia confundimos los sustantivos
CANTIDAD con CALIDAD y los verbos SER con TENER.
Pese a que las crisis económicas son cíclicas y ya en
la Biblia se hablaba de siete años de vacas gordas que venían seguidos de siete
años de vacas flacas, a estas alturas, los humanos ya deberíamos haber
aprendido algo de ellas. Todo lo que sube, en algún momento tendrá que empezar
a bajar. Como seres biológicos que somos, nuestros propios cuerpos son los
primeros en experimentar esas fases de crecimiento que, irremediablemente,
vienen seguidas de fases de descenso en que nuestros órganos internos, nuestra
piel, nuestros músculos y nuestros huesos empiezan a perder su vigor. Es ley de
vida, tenemos fecha de caducidad, como todo lo que está vivo. ¿Por qué creemos,
entonces, que no iban a tener esa misma fecha de caducidad nuestras creaciones,
nuestras ideas o nuestras empresas?
Los peces, como organismos vivos,
también tienen fecha de caducidad, pero contribuyen con su breve existencia
al funcionamiento óptimo del mundo submarino. Seguramente desconocen que hay
más mundo más allá del medio acuático en el que viven y no se cuestionan su
existencia. Simplemente fluyen en perfecta armonía con sus iguales y con la
realidad que habitan.
|
Desde el inicio de la era industrial, las empresas han
evolucionado muchísimo y se han ido haciendo cada vez más complejas, al tiempo
que también se han ido deshumanizando. Los avances en mecánica, electrónica y
nuevas tecnologías han hecho que cada vez se necesiten menos operarios para
realizar el mismo trabajo. Esto ha provocado que se abaraten los costes de
producción y que las empresas puedan competir en mayor número de mercados. El
fenómeno de la globalización ha hecho el resto, pero también ha acabado
excluyendo del mercado laboral a muchísimas personas que coinciden en unas
características que contribuyen a ponerles las cosas demasiado difíciles:
mayores de 45 años, escasa formación, actitud muy negativa, fuerte oposición a
la idea de cambiar y reciclarse y experiencia laboral reducida o en sectores
que en los últimos años se han profesionalizado mucho y requieren personal
mucho más cualificado que años atrás.
Si la revolución industrial supuso el éxodo masivo de
los campesinos a las grandes ciudades en busca de mejores oportunidades de
trabajo, también supuso un cambio radical en su calidad de vida, al confinarse
cientos de obreros en espacios muy reducidos durante jornadas maratonianas que
les dejaban escaso tiempo para estar con sus familias. A cambio de salarios que
dejaban mucho que desear, entraban en las fábricas de noche y salían cuando el
sol ya se había vuelto a esconder, tal como ahora les sucede a los obreros que
realizan los mismos trabajos en países emergentes. Se pasaban la totalidad de sus
jornadas realizando idénticos movimientos infinidad de veces, cual robots que
se han fabricado sólo para realizar esa función. Se limitaban a cumplir órdenes
de jefes a quienes nunca llegaban a conocer. No les pagaban para pensar, sino
únicamente para producir cuanto más mejor y al mìnimo precio. Su única opción
era callar y obedecer, porque la necesidad de llevar dinero a casa para
mantener a sus familias se les imponía como su única alternativa. Y se
conformaban con ella, porque les parecía mucho mejor que la de plantearse
volver al campo y vivir al son de las inclemencias del tiempo y de las plagas.
A este modo de dirigir empleados se le ha denominado “Dirección por
instrucciones”.
En los años 60, emerge una nueva forma de dirigir
empresas: la “Dirección por objetivos”. Esta consiste en fomentar la
implicación de los empleados en la consecución de diferentes retos, que acabará
repercutiendo en sus retribuciones salariales o en futuras promociones. Ahora
estos trabajadores tenían algo más de libertad de movimientos y se sentían más
motivados en sus respectivos trabajos. Esta nueva forma de gestionar la empresa
no erradicó la dirección por instrucciones, sino que pasó a convivir con ella.
A día de hoy siguen habiendo empresas cuyos dirigentes siguen limitándose al
“ordeno y mando” en el trato con sus empleados y estos empleados, como los de
principios del siglo XX, siguen creyéndose sin derecho a proponer ideas que
impliquen mejoras y limitándose a cumplir con lo que se les ordena sin
cuestionarse nada de lo que hacen. No es difícil adivinar que estos
trabajadores, si se quedan sin trabajo, tendrán muchas dificultades para
encajar en otro ambiente laboral que les exija implicarse más, trabajar en
equipo, arriesgarse a tomar decisiones, tener iniciativa y ser capaces de
trabajar con autonomía.
De la dirección por objetivos estamos evolucionando a
la “Dirección por Valores”. Y ésta, ¿en qué consiste? ¿Qué la diferencia de las
anteriores?
En tiempos de crisis no es extraño que nos acordemos
de los valores y que intentemos recuperarlos para paliar nuestro malestar en
todos los niveles de nuestra existencia: personal, familiar y profesional.
Desde que empezase la crisis actual en 2008, no hemos
parado de oír muchísimas quejas dirigidas a la clase política, a los bancos, a
los organismos públicos, a las empresas y a todo aquello que a los ojos del
pueblo muestre un halo de poder. Entre esas críticas se ha repetido infinidad
de veces en las manifestaciones callejeras y por las redes sociales el lema “No
es una crisis, es una estafa”. Porque, después de tanto tiempo y tantos
recortes en derechos sociales, mucha gente se siente estafada, utilizada por el
sistema y luego abandonada a su suerte como si fuese un pañuelo de papel de
usar y tirar. Y tienen razón cuando dicen que no es una crisis, porque
realmente no lo es. Más bien es un cambio de paradigma que nos ha pillado a
todos por sorpresa. Mucha gente se ha hecho mucho más rica gracias al
empobrecimiento de la clase media, prácticamente desaparecida ahora mismo, y
los pobres son mucho más pobres de lo que ya lo eran hace ocho o nueve años.
¿Todo es culpa de los poderosos? Pues habrá que reconocer que no. Es evidente
que ellos saben aprovecharse de las situaciones de debilidad de los otros para
crecer más y hacerse más fuertes y también es palmario que saben cómo ponernos
los anzuelos adecuados para que caigamos en sus redes como hábiles pescadores
que son cuando las aguas del río vienen revueltas. Pero nada de eso nos exculpa
de responsabilidad. La burbuja en la que vivíamos tan alegremente a mediados de
la primera década del siglo XXI, un día u otro tenía que explotar. Porque no
era normal que un asalariado cualquiera se permitiese el mismo o mejor coche
que su propio jefe, ni que una empleada de la limpieza cambiase su piso ya
pagado por un adosado de unos cuantos millones más. Tampoco era normal que la
gente pidiese créditos para ir de vacaciones al Caribe ni que nos permitiésemos
el lujo de rechazar ofertas de trabajo por no aceptar trabajar en turno de
tarde o los sábados. Ahora nos quejamos de los muchos inmigrantes que tienen un
trabajo estable mientras que nosotros, que somos españoles, sólo encontramos
trabajos precarios. No queremos reconocer que ellos tienen ese trabajo porque
primero lo rechazamos nosotros, en años en que nos creímos superiores y
pensamos que España iría bien para siempre.
Hay quien opina que las crisis unen más a las personas
y que, gracias a ellas, afloran valores en la sociedad que creíamos
abandonados. Uno de ellos es la solidaridad. Cuando la gente tiene mucho no le
da importancia y no se acuerda de los que tienen menos. En cambio, cuando tiene
dificultades para llegar a fin de mes, es más consciente de lo mal que lo
pueden estar pasando sus familiares, sus amigos, sus vecinos. La gente se ayuda
y es capaz de lograr verdaderos milagros.
Nos sorprende a veces oír a muchas personas relatar
las muchas privaciones que padecieron de niños, pero lo mucho que echan de
menos aquellos años por lo unida que estaba entonces su familia y lo felices
que eran capaces de ser con tan poco.
Nos preguntábamos antes qué es lo que hace diferente a
la Dirección por Valores de las estrategias de dirección por instrucciones o
por objetivos. Tal vez lo que la convierte en una estrategia esperanzadora sea
que se centra más en el SER que el TENER y en la CALIDAD que en la CANTIDAD. O
al menos, ésa es la teoría.
En la práctica, no nos tenemos que engañar: las
empresas se crean para ganar dinero, no para perderlo y los empleados, por
buenos que sean, no son insustituibles. Cuando no interesan, tenga la empresa
la política que tenga y sean cuales sean sus valores pragmáticos, éticos o
emocionales, irremediablemente son despedidos y sustituidos por otros que
puedan aportarles más rendimiento a menor coste salarial.
En los últimos años se ha puesto muy de moda
actualizar periódicamente la imagen corporativa de las empresas, para hacerlas
más atractivas a sus clientes potenciales y a sus futuros candidatos a
empleados. Y en muchas de esas imágenes corporativas se tratan de incluir los
valores de la empresa en cuestión. La mayoría de ellas incluyen grandes
palabras como CONFIANZA, TRANSPARENCIA, RESPONSABILIDAD, EFICACIA, RESPETO,
COMPROMISO o HUMILDAD. Y muestran a sus propios trabajadores en sus momentos
más felices, con grandes sonrisas Profidén y en actitud de comerse el mundo con
sus muchas ganas, su ilusión y su pasión. Todo eso está muy bien y transmite confianza
y profesionalidad a quienes interactúan diariamente o lo acabarán haciendo en
un futuro cercano con la empresa. Pero los verdaderos valores de las empresas
no están en sus imágenes corporativas ni en sus lemas. Están en sus empleados,
en sus actitudes diarias ante las múltiples situaciones complicadas a las que
se ven enfrentados sin contar con una palabra amable de aliento por parte de
sus superiores. Lo están también en cada uno de los sacrificios que estos
empleados hacen por conseguir los objetivos que les marca la empresa cada día,
privándose de poder atender a sus hijos cuando están enfermos o de ir a
esperarles al colegio para disfrutar con ellos un rato en el parque.
Encontramos esos valores también en la capacidad de reinventarse de esos empleados
ante cada dificultad, de poner buena cara cuando igual les apetecería no ver a
nadie porque están viviendo un drama familiar o se sienten enfermos, pero saben
mantener la entereza, disimular el dolor y transmitir lo mejor de sí mismos a
sus compañeros y clientes porque entienden que ellos no tienen que pagar por su
mal día.
En el mundo laboral actual, cuando se procede a
contratar a cualquier candidato o candidata, se le exigen una serie de
requisitos, que podríamos denominar valores, entre los que destacan los
siguientes: PROACTIVIDAD, CAPACIDAD DE TRABAJO EN EQUIPO, RESPONSABILIDAD,
CONFIDENCIALIDAD, INICIATIVA, EMPATÍA y AUTONOMÍA.
Porque las empresas actuales ya no precisan de
personas que imiten el funcionamiento de las máquinas, sino de personas capaces
de adelantarse a los problemas y de resolverlos en el menor tiempo posible.
Personas que se impliquen, que fluyan con el trabajo que realizan, que aporten
ideas, que toleren bien el estrés y sean capaces de canalizarlo de forma que
las lleve a ser más flexibles y productivas. Se buscan personas muy formadas
académicamente, pero de sus currículums no convencen sus logros académicos sino
lo que se puede o no se puede leer entre sus líneas: su potencial, lo que se
intuye que esa persona será capaz de hacer en el plazo de un año o de cinco
años. Pero muchas de esas personas, tras ser contratadas, acaban
desilusionándose al comprender que su buena predisposición, su flexibilidad
horaria y su amplia preparación no se corresponden en absoluto con su retribución
económica.
¿Podemos hablar de dirección por valores en una
empresa que desilusiona de ese modo a nuestros jóvenes mejor preparados?
Si de verdad nos importan tanto las PERSONAS y sus VALORES, ¿por qué las
valoramos tan poco?
Los que trabajamos en recursos humanos sabemos
lo importantes que son las PERSONAS en el desarrollo de las empresas y
consideramos que la implantación de la dirección por valores es un gran avance
en la mejora de las relaciones entre empleadores y empleados, pero siempre que
la estrategia no se reduzca a plasmar una imagen bonita o unas palabras de gran
significado en las paredes de nuestras oficinas. No por pregonar a los cuatro
vientos que somos los más guapos, va a tener que ser verdad. Hace años el mago
catalán Màgic Andreu ya hacía la broma de ponerse medallas a sí mismo diciendo
aquello de “Es que sóc bo” (Es que soy bueno).
A los empleados que contratamos tendríamos que
agradecerles siempre mirándoles a los ojos el hecho de que hayan elegido la empresa
que representamos para trabajar con nosotros. Y cada vez que alguno de ellos
decide dejarnos para emprender otro proyecto laboral o, por desgracia, tenemos
que finalizar nosotros la relación laboral, deberíamos ser humildes y volverles
a agradecer su esfuerzo y dedicación mientras han trabajado con nosotros.
Porque sin ellos, nuestra empresa no alcanzaría los objetivos de los que tanto
nos gusta enorgullecernos.
Si hay algo que decepciona a un empleado, sean cuales
sean las funciones que desempeñe en una empresa, es el hecho de tener delante a
su jefe/a o encargado/a y que este otro no recuerde o desconozca su nombre. En
la medida de lo posible, un jefe que se jacte de dirigir su empresa por
valores, debería conocer a todos y cada uno de sus empleados, sean cuatro o
sean dos mil. Porque a veces basta que se rompa una sola pieza de un engranaje
para que una máquina deje de funcionar. Un empleado descontento o decepcionado
a veces es suficiente para que una empresa deje de inspirarle confianza a
demasiada gente.
Los valores se aprenden. A veces tenemos la suerte de
gestarlos durante nuestra infancia. Otras, los aprendemos de mayores, a base de
afrontar fracasos y de levantarnos tras mil caídas. El caso es que no son algo
que se tiene, sino que SE ES. Y, cuando se es responsable, empático, humilde,
generoso, proactivo y positivo, podemos lograr que el día a día de cualquier
empresa en la que trabajemos, si nuestros compañeros son como nosotros, sea de
lo más positivo y que el trabajo fluya por sí solo, sin necesidad de que nadie
nos ordene y mande lo que tengamos que hacer. Pero no olvidemos que, si una
empresa consigue tener los valores que su lema dice que tiene, no es porque
alguien haya decidido que los tenga, sino porque la empresa ES esos valores
GRACIAS A LOS VALORES DE SUS EMPLEADOS.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
Comentarios
Publicar un comentario