Urbanitas o Aldeanos
Cada determinado tiempo, aprovechando una
campaña electoral o alguna noticia relacionada con los bajos índices de
natalidad o con la falta de servicios esenciales en los pueblos más pequeños,
en la televisión nos recuerdan que tenemos muchos pueblos en riesgo de
desaparecer de los mapas, mientras las principales ciudades no dejan de crecer.
El auge de las nuevas tecnologías, el aumento
de estudiantes en las universidades y los nuevos empleos contribuyen a que los
jóvenes que se han criado en pueblos o ciudades pequeñas sueñen con vivir y
trabajar en grandes ciudades que satisfagan todas sus necesidades básicas y de
ocio. Pero muchos de ellos, acaban pagando un precio desorbitado por ese empeño
en cumplir sus retos.
Ser joven y mudarse a una gran ciudad implica
pagar mucho más por todo o casi todo. Se tienen más servicios, más opciones de
empleabilidad, más recursos para seguir formándose, más oportunidades de
conocer gente interesante y mayor sensación de independencia en todos los
sentidos. Pero, al mismo tiempo, también los nuevos urbanitas están más solos,
se sienten menos apegados a las cosas y a las personas que les importan y pierden
intimidad al tener que compartir techo con perfectos desconocidos que no
siempre entenderán sus costumbres a la hora de comer o de limpiar o de
divertirse.
Los que no tengan tanta suerte, tendrán que
conformarse con trabajar como dependientes de grandes superficies o realizando
tareas de telemàrketing para alguna
empresa subcontratada por un banco o una energética en la gran ciudad y serán
muy afortunados si consiguen un contrato a jornada completa.
A veces, en nuestro afán por huir de lo
conocido, por buscar lejos lo que creemos que nunca hallaremos en nuestro
entorno más cercano, lo que estamos haciendo es intentar huir de nosotros
mismos, de nuestros propios defectos, de nuestro miedo al fracaso, de esa sensación de vergüenza por no ser
capaces de alcanzar más metas, de cometer menos errores, de gustarnos un poco
más, en definitiva.
Aquellos primeros éxodos y los muchos que les
han seguido hasta el día de hoy han desembocado en un montón de pueblos
fantasma, repartidos por toda la geografía española porque apenas vive nadie o
casi nadie en ellos. Los pocos vecinos que aún habitan algunos de ellos se
lamentan de que cada vez tienen menos servicios. No hay escuelas y los pocos
niños que viven en ellos se han de desplazar cada día a muchos kilómetros para asistir
a clase. No hay médicos y, cuando hay una urgencia, tienen que trasladar a los
enfermos en sus propios vehículos hasta el centro sanitario más cercano, no
llegando a tiempo muchas veces de que se pueda hacer nada por salvarles. No
disponen de comercios, ni de sucursales bancarias. Los teléfonos móviles no
siempre tienen cobertura. Internet falla o directamente no disponen de él. Las
reclamaciones de los vecinos ante los órganos competentes son reiteradamente desoídas
porque, desde la administración, se considera que no son significativas, al
afectar sólo a un puñado de vecinos. Es la eterna
historia del pez que se muerde la cola: si no hay suficientes habitantes en
una población, no está justificado que los ayuntamientos, la diputación o el
órgano correspondiente, incluyan en sus partidas presupuestarias la restitución
o la implantación de determinados
servicios. Pero, sin contar con esos servicios, ninguna nueva familia se
planteará mudarse a dichos pueblos buscando una mejora en la calidad de vida ni
ninguna empresa se planteará instalarse en ellos para crear empleo y atraer más
vecinos a la población.
Si la globalización nos ha enseñado que todos
habitamos una misma aldea global en la que, gracias a las nuevas tecnologías,
todos podemos estar interconectados, independientemente del lugar en el que nos
hallemos y del día del año o la hora del día que sea, ¿por qué seguir empecinados en hacinarnos en fríos bloques de cemento
en las grises ciudades a cambio de sueldos miserables y de renunciar a
sentirnos plenamente vivos?
¿Por qué no apostar por hacer de nuestros pueblos
originarios los lugares en los que, realmente, nos gustaría vivir?
Mentalicémonos: No
somos sardinas enlatadas. Somos seres sociales, necesitamos comunicarnos unos
con otros, querernos y querer a quienes nos quieren y disfrutar de nuestro
espacio, poder movernos sin restricciones y oxigenarnos con aquellas cosas y
sensaciones que nos hagan sentirnos agradecidos por estar vivos y por ser
quienes somos.
Ahora ya no podemos seguir argumentando que
vivir en un pueblo equivalga a resignarnos a trabajar como pastores,
agricultores, granjeros, panaderos, boticarios, limpiadores, pescadores, o
dependientes de algún colmado. Si en cualquier pueblo la administración se preocupase
de invertir en mejorar las comunicaciones, tanto tecnológicas como las
referidas al transporte de mercancías y de pasajeros, cualquier persona con
estudios medios o superiores relacionados con las áreas de negocio que están
más en auge como las nuevas tecnologías, el márqueting, la banca electrónica,
el diseño, el comercio digital, la creación de contenidos web, la formación online o la atención personalizada en general,
podría plantearse teletrabajar desde su casa. Y estas personas, si llevasen
consigo a sus familias, podrían contribuir a que esos pueblos crecieran y
volviesen a tener escuela propia o incluso instituto de secundaria.
Cuanto más crezca una población, más nuevos
perfiles puede atraer, lo que conllevaría la creación de nuevos servicios para
satisfacer las necesidades de los nuevos vecinos. Entre todos, se podría ir
generando una nueva sociedad con mayores expectativas de futuro, al contar con
las ventajas de vivir en un pueblo, pero sin renunciar a ninguno de los avances
que tendría ningún urbanita en la ciudad.
La única manera de frenar los
desorbitados precios que ha alcanzado el alquiler de viviendas en las ciudades
es dejar de ver a esas ciudades como la única opción posible en la que vivir y
trabajar. La ley de la oferta y la
demanda es la que está detrás de muchas de las situaciones de esclavitud
que vivimos en estos tiempos.
Si hay mucha gente deseando y
dispuesta a pelear a muerte por el mismo objetivo, es lógico que éste se
encarezca hasta límites insostenibles. Porque siempre que alguien esté
dispuesto a comprar, habrá alguien que esté dispuesto a vender por el precio
más alto posible. Pero, si razonamos un poco, antes de lanzarnos sin
paracaídas, veremos que siempre hay más opciones de las que somos capaces de
ver cuando nos ciegan la impotencia y la injusticia.
Si aprendemos a jugar bien
nuestras cartas, no tenemos por qué conformarnos con un parque asfaltado en el
que hayan pretendido recrear la naturaleza abandonada en los pueblos en
pequeñas parcelas cuadradas o rectangulares de tierra en las que hayan querido trasplantar
jóvenes árboles que no se aguantan solos porque sus raíces no se han aclimatado
aún a una tierra agreste y ajena y les colocan una especie de muleta metálica
de tres o cuatro pies para que les sujete y evite su caída.
No tenemos por qué resignarnos a
respirar aire limpio sólo unos pocos días al año, ni a alimentarnos de comida
que no sepa a plástico sólo cuando visitamos a nuestra familia, ni a tener
intimidad sólo cuando estamos a muchos kilómetros de ese reducido habitáculo
por el que pagamos gran parte de nuestro salario.
Sólo tenemos una vida y la mejor
opción para disfrutarla no tiene nada que ver con obligarnos a luchar cada día por
sobrevivir en medio de una jungla de cristal y cemento, cuando lo que
desearíamos de verdad es sentirnos libres de decir, pensar y hacer lo que
sintamos de verdad en cada momento, estando en un lugar que reconozcamos como
nuestro y rodeados de las personas con las que, de verdad, queramos convivir.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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