Urbanitas o Aldeanos

Cada determinado tiempo, aprovechando una campaña electoral o alguna noticia relacionada con los bajos índices de natalidad o con la falta de servicios esenciales en los pueblos más pequeños, en la televisión nos recuerdan que tenemos muchos pueblos en riesgo de desaparecer de los mapas, mientras las principales ciudades no dejan de crecer.

El auge de las nuevas tecnologías, el aumento de estudiantes en las universidades y los nuevos empleos contribuyen a que los jóvenes que se han criado en pueblos o ciudades pequeñas sueñen con vivir y trabajar en grandes ciudades que satisfagan todas sus necesidades básicas y de ocio. Pero muchos de ellos, acaban pagando un precio desorbitado por ese empeño en cumplir sus retos.


Ser joven y mudarse a una gran ciudad implica pagar mucho más por todo o casi todo. Se tienen más servicios, más opciones de empleabilidad, más recursos para seguir formándose, más oportunidades de conocer gente interesante y mayor sensación de independencia en todos los sentidos. Pero, al mismo tiempo, también los nuevos urbanitas están más solos, se sienten menos apegados a las cosas y a las personas que les importan y pierden intimidad al tener que compartir techo con perfectos desconocidos que no siempre entenderán sus costumbres a la hora de comer o de limpiar o de divertirse.

Pero, pese a los inconvenientes de unos salarios que dejan muchísimo que desear y de unas exigencias en los entornos laborales que rozan tantas veces la ilegalidad, la mayoría de los jóvenes quieren abandonar sus pueblos para dejarse engullir por esas grandes urbes que enmarcan los escenarios de sus sueños. Casi ninguno quiere quedarse a vivir para siempre en las mismas calles por las que paseó su infancia, entre otras cosas, porque no le ven futuro a esas calles, a esos viejos comercios, a esas industrias caducas, a esos vecinos que siempre se quejan de las mismas cosas, pero no mueven un dedo para solucionarlas y pasar página y poder quejarse de cosas nuevas. Creen que su futuro les está esperando muy lejos y que conseguirán cuanto se propongan porque no conocen el fracaso y se creen ciegamente todas las promesas de los anuncios y de las ofertas de las universidades que les invitan a estudiar en sus aulas, sin preocuparse de si sus padres podrán costearles esos estudios y el techo bajo el que vivir durante los años que sean estudiantes. Cuando se gradúen y llegue la hora de volver a casa, querrán seguir viviendo en la ciudad, con la excusa de estudiar el máster o de hacer las prácticas en una buena empresa que, en el mejor de los casos, les contratará como becarios y les pagará un sueldo simbólico que no les alcanzará ni para pagarse el alquiler de la habitación. Pero todo lo soportarán por seguir sintiéndose mejores que los que se quedaron en el pueblo y por perseverar en alcanzar sus particulares metas. Los que corran mejor suerte, llegarán a trabajar de lo que han estudiado, pero con contratos tan precarios que les harán envidiar a la compañera que no quiso seguir estudiando, se quedó en el pueblo y ahora trabaja como cajera y reponedora en un Mercadona o al amigo que cursó un ciclo de grado medio de mecánica de automoción y ahora trabaja en un taller en el pueblo y parece encantado de la vida.

Los que no tengan tanta suerte, tendrán que conformarse con trabajar como dependientes de grandes superficies o realizando tareas de telemàrketing  para alguna empresa subcontratada por un banco o una energética en la gran ciudad y serán muy afortunados si consiguen un contrato a jornada completa.

A veces, en nuestro afán por huir de lo conocido, por buscar lejos lo que creemos que nunca hallaremos en nuestro entorno más cercano, lo que estamos haciendo es intentar huir de nosotros mismos, de nuestros propios defectos, de nuestro miedo al fracaso, de esa sensación de vergüenza por no ser capaces de alcanzar más metas, de cometer menos errores, de gustarnos un poco más, en definitiva.


El éxodo a las grandes ciudades no es una práctica exclusiva de nuestro tiempo. Se lleva produciendo desde la llamada Revolución industrial, cuando los campesinos empezaron a cambiar las aldeas y los pueblos por las fábricas que necesitaban mano de obra en la periferia de las principales ciudades. Lo hacían huyendo del hambre y de las plagas que les arruinaban las cosechas y confiando en poder darles a sus hijos mejores oportunidades de futuro. Dejaron de ser pobres campesinos para convertirse en pobres obreros, hacinados en barrios cuyas condiciones de vida no eran precisamente mejores que las que dejaron en sus aldeas de origen.

Aquellos primeros éxodos y los muchos que les han seguido hasta el día de hoy han desembocado en un montón de pueblos fantasma, repartidos por toda la geografía española porque apenas vive nadie o casi nadie en ellos. Los pocos vecinos que aún habitan algunos de ellos se lamentan de que cada vez tienen menos servicios. No hay escuelas y los pocos niños que viven en ellos se han de desplazar cada día a muchos kilómetros para asistir a clase. No hay médicos y, cuando hay una urgencia, tienen que trasladar a los enfermos en sus propios vehículos hasta el centro sanitario más cercano, no llegando a tiempo muchas veces de que se pueda hacer nada por salvarles. No disponen de comercios, ni de sucursales bancarias. Los teléfonos móviles no siempre tienen cobertura. Internet falla o directamente no disponen de él. Las reclamaciones de los vecinos ante los órganos competentes son reiteradamente desoídas porque, desde la administración, se considera que no son significativas, al afectar sólo a un puñado de vecinos. Es la eterna historia del pez que se muerde la cola: si no hay suficientes habitantes en una población, no está justificado que los ayuntamientos, la diputación o el órgano correspondiente, incluyan en sus partidas presupuestarias la restitución  o la implantación de determinados servicios. Pero, sin contar con esos servicios, ninguna nueva familia se planteará mudarse a dichos pueblos buscando una mejora en la calidad de vida ni ninguna empresa se planteará instalarse en ellos para crear empleo y atraer más vecinos a la población.

Mientras en las grandes ciudades las personas viven masificadas y pagan cuotas de alquiler o hipotecas astronómicas por tristes habitáculos que a veces utilizan sólo para dormir durante los días laborables de la semana, huyendo despavoridos de ellos cuando llega el viernes para pasar el fin de semana en sus pueblos de origen, hay pueblos con todo el espacio del mundo deshabitado, abandonado a su suerte, prácticamente criando malvas. Y son esos pueblos olvidados los que, precisamente, más llaman la atención a esos urbanitas desesperados que, hartos de asfalto y hambrientos de oxígeno, buscan desconectar en fines de semana o vacaciones campando entre praderas desiertas y piedras a medio derruir.

Si la globalización nos ha enseñado que todos habitamos una misma aldea global en la que, gracias a las nuevas tecnologías, todos podemos estar interconectados, independientemente del lugar en el que nos hallemos y del día del año o la hora del día que sea, ¿por qué seguir empecinados en hacinarnos en fríos bloques de cemento en las grises ciudades a cambio de sueldos miserables y de renunciar a sentirnos plenamente vivos?

¿Por qué no apostar por hacer de nuestros pueblos originarios los lugares en los que, realmente, nos gustaría vivir?

Mentalicémonos: No somos sardinas enlatadas. Somos seres sociales, necesitamos comunicarnos unos con otros, querernos y querer a quienes nos quieren y disfrutar de nuestro espacio, poder movernos sin restricciones y oxigenarnos con aquellas cosas y sensaciones que nos hagan sentirnos agradecidos por estar vivos y por ser quienes somos.


Ahora ya no podemos seguir argumentando que vivir en un pueblo equivalga a resignarnos a trabajar como pastores, agricultores, granjeros, panaderos, boticarios, limpiadores, pescadores, o dependientes de algún colmado. Si en cualquier pueblo la administración se preocupase de invertir en mejorar las comunicaciones, tanto tecnológicas como las referidas al transporte de mercancías y de pasajeros, cualquier persona con estudios medios o superiores relacionados con las áreas de negocio que están más en auge como las nuevas tecnologías, el márqueting, la banca electrónica, el diseño, el comercio digital, la creación de contenidos web, la formación  online o la atención personalizada en general, podría plantearse teletrabajar desde su casa. Y estas personas, si llevasen consigo a sus familias, podrían contribuir a que esos pueblos crecieran y volviesen a tener escuela propia o incluso instituto de secundaria.  

Cuanto más crezca una población, más nuevos perfiles puede atraer, lo que conllevaría la creación de nuevos servicios para satisfacer las necesidades de los nuevos vecinos. Entre todos, se podría ir generando una nueva sociedad con mayores expectativas de futuro, al contar con las ventajas de vivir en un pueblo, pero sin renunciar a ninguno de los avances que tendría ningún urbanita en la ciudad.

La única manera de frenar los desorbitados precios que ha alcanzado el alquiler de viviendas en las ciudades es dejar de ver a esas ciudades como la única opción posible en la que vivir y trabajar. La ley de la oferta y la demanda es la que está detrás de muchas de las situaciones de esclavitud que vivimos en estos tiempos.

Si hay mucha gente deseando y dispuesta a pelear a muerte por el mismo objetivo, es lógico que éste se encarezca hasta límites insostenibles. Porque siempre que alguien esté dispuesto a comprar, habrá alguien que esté dispuesto a vender por el precio más alto posible. Pero, si razonamos un poco, antes de lanzarnos sin paracaídas, veremos que siempre hay más opciones de las que somos capaces de ver cuando nos ciegan la impotencia y la injusticia.


Si aprendemos a jugar bien nuestras cartas, no tenemos por qué conformarnos con un parque asfaltado en el que hayan pretendido recrear la naturaleza abandonada en los pueblos en pequeñas parcelas cuadradas o rectangulares de tierra en las que hayan querido trasplantar jóvenes árboles que no se aguantan solos porque sus raíces no se han aclimatado aún a una tierra agreste y ajena y les colocan una especie de muleta metálica de tres o cuatro pies para que les sujete y evite su caída.

No tenemos por qué resignarnos a respirar aire limpio sólo unos pocos días al año, ni a alimentarnos de comida que no sepa a plástico sólo cuando visitamos a nuestra familia, ni a tener intimidad sólo cuando estamos a muchos kilómetros de ese reducido habitáculo por el que pagamos gran parte de nuestro salario.

Sólo tenemos una vida y la mejor opción para disfrutarla no tiene nada que ver con obligarnos a luchar cada día por sobrevivir en medio de una jungla de cristal y cemento, cuando lo que desearíamos de verdad es sentirnos libres de decir, pensar y hacer lo que sintamos de verdad en cada momento, estando en un lugar que reconozcamos como nuestro y rodeados de las personas con las que, de verdad, queramos convivir.
       
                                                                       
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

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