Consumidores Pasivos o Prosumidores

 

Hoy en día damos por hecho que todo el mundo sabe leer y escribir, aunque sepamos que no es cierto, puesto que, en nuestro propio país, sigue habiendo un porcentaje de personas mayores que nunca adquirieron esas competencias en su niñez y, en sus largas vidas, nunca supieron encontrar el momento para ocuparse de aprenderlas. En el resto del mundo, desgraciadamente, también hay demasiadas personas que nunca han tenido acceso a la educación ni han aprendido a conducirse guiados por las letras. Muchas de esas personas son niños y niñas.

Sin embargo, no es ese tipo de analfabetismo el que más preocupa, sino el analfabetismo digital. Ya no basta saber leer y escribir para poder no sentirnos excluidos de un mundo que no deja nunca de cambiar ni de sorprendernos. Tampoco basta con tener buena memoria y haber sabido guardar en ella muchos conocimientos. El qué ya no importa tanto como el cómo:

¿Cómo comunicamos lo que sabemos a otros?

¿Cómo somos capaces de captar su atención, de convencerles con nuestro mensaje, de lograr que se involucren en estudiarlo más allá de las formas y que lleguen a cuestionar su contenido, contrastándolo con otras fuentes de información, corrigiendo los posibles errores, mejorando la idea inicial entre todos?

Imagen hallada en Pixabay

A  diferencia de los profesores de décadas anteriores, que se limitaban a ser transmisores de la información que contenían los libros de texto, los profesores del presente tienen una ardua tarea que desempeñar. Porque ya no se trata de formar consumidores pasivos de unos conocimientos que no siempre les servirán para gran cosa a sus alumnos, más allá de para aprobar unos exámenes que no evalúan otra cosa que su capacidad de memorizar o su destreza para copiar y esconderse micro apuntes bajo la manga. Ahora se trata de dotar a los alumnos de unos recursos y unas competencias que les permitan, no ya ser meros consumidores de información, sino convertirse también en prosumidores, al ser capaces de analizar esa información que reciben, cuestionar su veracidad, contrastarla con otras fuentes, enriquecerla con nuevos matices y compartirla con otros para seguir aprendiendo y creciendo en equipo. El auge de las redes sociales y de los teléfonos inteligentes ha contribuido a potenciar que sus usuarios sean cada vez más creativos, convirtiendo en creadores de contenido a personas que nunca antes se habían planteado desarrollar ninguna actividad relacionada.

Hace unas décadas, para grabar un vídeo se precisaba de una cámara, de unas pequeñas cintas que luego debían pasarse a cintas más grandes, de un reproductor de vídeo y de una televisión. Antes de reproducirlo, ese vídeo debía editarse, recortando los segundos o minutos que no habían quedado bien, añadiendo subtítulos, cambiando el sonido original por un fondo musical, etc. Todo ese trabajo previo a su visualización implicaba invertir demasiado tiempo y tiempo es lo que parece que ahora no tenemos, porque vivimos la era de la inmediatez. Hacemos una foto con el móvil y, al momento, ya la tenemos colgada en Instagram o se la hemos enviado por whatsapp a un montón de gente. Y lo mismo nos ocurre con los vídeos. Con un simple smarphone, podemos convertirnos en creadores de contenido audiovisual sin invertir apenas tiempo, ni dinero en equipos especializados ni en formación específica. Aunque este acceso tan asequible a este mundo digitalizado no está exento de peligros que deberíamos conocer antes de embarcarnos en él.

La mayoría de redes sociales son plataformas en las que cada día millones de usuarios publican millones de mensajes en forma de fotografías, vídeos, artículos, podcasts o escritos personales. Se presupone que todos estos contenidos son originales y que respetan una serie de normas establecidas por los administradores de dichas plataformas. Pero no siempre es así y muchas veces, entre esos mensajes que los usuarios comparten en sus redes, se cuelan mensajes que difunden información falsa o simplemente manipulada para propiciar un cambio de sentido en la opinión de las personas a quienes van dirigidos esos mensajes. Se valen de estas estrategias los partidos políticos, los departamentos de marketing de las empresas, los centros de inteligencia de los distintos países, departamentos de algunas universidades para realizar experimentos sociológicos, los analistas bursátiles y otros muchos sectores de la población que acaban ejerciendo una importante influencia en el resto.

Un recurso que tienen en común la mayoría de las redes sociales es la opción de compartir la información que se publica en otras redes y con otros usuarios. Esta opción que nos parece tan acertada y que nos simplifica tanto las cosas es, en realidad, un arma de doble filo. Porque a veces, esa presión por la inmediatez no nos permite pararnos a pensar por un momento si eso que acabamos de leer es cierto o, por el contrario, puede tratarse de un bulo para convencernos de que hagamos justamente lo que nos disponemos a hacer: difundirlo a cuantas más personas mejor. Lo mismo ocurre con las fotos y los vídeos. Hoy en día cualquiera lleva un móvil encima las 24 horas del día. Así es muy fácil hacer fotos o grabar vídeos de cualquier persona, a veces en situaciones comprometidas. Y es tan fácil compartir ese momento que nos ha hecho reírnos de la metedura de pata de otra persona limitándonos a hacer un simple clic en el teléfono… Pero no pensamos en las consecuencias que ese acto irreflexivo e impulsivo nuestro le podrá llegar a acarrear a esa persona. Si esas imágenes las ha grabado la propia expareja de esa persona en un momento de intimidad el daño causado aún es mucho mayor.

Ante un mundo que parece querer abrirnos la mente a tantas posibilidades, a veces es muy fácil perder el norte, ver algunos de los árboles, pero perder de vista el bosque. Internet ha supuesto en nuestras vidas contemporáneas lo mismo que en su día supuso la invención de la escritura. Para el hombre culto antiguo poder escribir le facilitó la vida en el sentido de que pudo darle cierto descanso a su memoria. Antes de que existieran los libros, los pensadores antiguos y los contadores de historias aprendían de forma oral los conocimientos que les transmitían sus padres, sus maestros o los jefes de sus tribus. Y tenían que memorizar cada historia para transmitirla después a quienes les sucederían. Se cree que los 15.000 versos de La Ilíada y los 12.000 de La Odisea se transmitieron de forma oral durante muchas generaciones hasta que alguien las transcribió al papiro cuando aprendió a utilizar el alfabeto griego.

Hasta hace unas décadas, la escolarización de los niños y los jóvenes se ha basado en instruir su capacidad de memoria para adquirir el conocimiento. Cultivar el sentido crítico, tener en cuenta la educación emocional, introducir los debates en clase, fomentar el trabajo en equipo o instaurar nuevas formas de evaluación en las que la memorización de contenidos no tenga un peso tan importante son premisas relativamente recientes. Aunque no han resultado suficientes para frenar los índices de fracaso escolar que seguimos padeciendo. Porque en un mundo tan complejo como el nuestro, que un chico o una chica de 12, 14 o 16 años se sienta incapaz de superar un curso de la ESO es un fracaso del que deberíamos avergonzarnos todos como sociedad que se pretende avanzada.

Si a los 15 años ya no te sientes capaz de adquirir unos conocimientos que se consideran básicos para enfrentarte al mundo, ¿de qué vas a ser capaz en el futuro? ¿De qué pretendes trabajar? ¿Quién crees que tendrá más paciencia en enseñarte lo que necesites aprender que esos profesores con los que hoy no te entiendes?

Si hacemos un ejercicio de memoria, nos daremos cuenta de que, lo que más nítidamente recordamos es aquello que aprendimos envueltos en una emoción. Ya sea ésta de sorpresa, de alegría, de rabia, de miedo o incluso de asco. Pero el caso es que nuestros recuerdos suelen estar ligados a emociones muy concretas. A veces nos basta oír una música o incluso percibir un olor para evocar episodios de nuestra niñez o de otro tiempo casi igual de lejano que nos devuelven imágenes que ya no recordábamos haber vivido, pero que nos parecen grabadas a fuego.

De este hecho, ¿qué podemos deducir? Pues que, para tener éxito en nuestro cometido de transmitir conocimientos a los demás, lo primero que hemos de hacer es mentalizarnos de que lo importante no es qué les contemos, sino cómo se lo contemos.

Asignaturas como las matemáticas, la historia o la lengua pueden resultar de lo más aburridas y desmotivadoras para cualquier niño que se precie. Si ya lo eran hace cuarenta años, con más motivo lo han de ser ahora en que esos alumnos se pasan el día conectados a diferentes tipos de pantallas por las que fluye información que les resulta mucho más atractiva que esos números, esas fechas de batallas que ya no le importan a nadie o esas reglas gramaticales que todo el mundo parece saltarse, amparados en la inmediatez de los correctores del whatsapp, aunque acaben descorrigiendo más que corrigiendo. Si hemos de convencerles de que han de superar los contenidos de esas asignaturas, tendremos que aprender a hacerlo desde la emoción, invitándoles a que dejen de ser consumidores pasivos de esas cifras, de esas fechas o de esas letras y se animen a interactuar con ellas, cuestionándolas, contrastándolas en otras fuentes, creando contenidos nuevos a partir de ellas, sirviéndose de ellas en lugar de aprenderlas de memoria para pasar un examen y después olvidarlas para siempre.

Tan importante es adquirir conocimientos nuevos como saber dónde buscarlos y aprender a distinguir las buenas fuentes de las que están manipuladas. Para aprender esta nueva habilidad que en los últimos tiempos se está haciendo tan necesaria para sobrevivir en este mundo efímero de globalización y realidades paralelas, no ya sólo los niños y los jóvenes sino también el resto de la población debería adquirir lo que se ha denominado Competencia mediática. Y este reto pasa por incluirla en el currículum en los planes de estudios reglados, pero también en la formación permanente a la que deberían tener acceso los adultos de cualquier edad. Porque tener un teléfono inteligente no sirve de nada si luego no sabemos usarlo. Es una incoherencia comparable a disponer en casa de una gran biblioteca, pero luego no saber o no querer leer.

Tampoco sirve de nada saber buscar cualquier cosa en internet, si luego carecemos de sentido crítico, de principios éticos o de sentido de la responsabilidad.

Si bien es verdad que nunca como ahora habíamos podido afirmar con tanta convicción que tenemos todo el conocimiento del mundo a nuestro alcance con un solo clic, también hemos de reconocer que, sin una base de conocimientos previos, seríamos incapaces de disfrutar de todo lo que podamos descubrir después de ese clic. Podemos tener delante la historia más sorprendente jamás relatada, pero si no sabemos leer o no conocemos la lengua en la que está escrita, no nos provocará ninguna emoción. De ahí la importancia de los traductores o de los transformadores de formatos. Porque ahora la información ya casi no se guarda en papel, sino en formatos digitales que también tienen fecha de caducidad. Cada vez que adquirimos un dispositivo nuevo, corremos el riesgo de que los archivos que guardamos en memorias digitales o en discos duros externos, no se puedan abrir porque fueron grabados en formatos que el nuevo dispositivo ya no contempla o los tiene, pero en nuevas versiones que ya no resultan compatibles.

En esta era del acceso ilimitado al conocimiento, no podemos permitirnos la debilidad de dejar de aprender, confiados en que las nuevas tecnologías ya memorizan por nosotros. Hemos de acostumbrarnos a convivir con ellas, permitiendo que nos faciliten la vida, pero nunca que nos la gobiernen.

 

 

Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749

Comentarios

  1. "La gran biblioteca para quien no sabe o no quiere leer" és una definición magnífica del sentido de toda
    tu narración

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    1. Muchas gracias. EL ejemplo de la biblioteca puede servirnos también para entender la diferencia que hay entre ser o parecer.

      Un fuerte abrazo.

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