Injusticia Social y Pasividad
Se habla mucho de
injusticia social y de familias que han agotado todas las prestaciones
contributivas e incluso las no contributivas, pero lejos de las manifestaciones
y de las protestas que tomaron muchas de nuestras calles en el año 2011, cuando
surgió el movimiento del 15M, ahora nuestras calles parecen haberse sosegado.
En privado, son muchos los que siguen criticando las políticas que aplican
quienes nos gobiernan, pero da la impresión de que hemos aprendido a resignarnos
con la realidad que tenemos. Nos quejamos de lo que nos falta, de aquello que
merecemos y no tenemos y de lo mucho que nos roban unos y otros. Pero no
presentamos batalla, no exigimos responsabilidades, y seguimos permitiendo que
todo siga igual, como si en el fondo ya no nos importase nada.
Lo peor que le puede pasar a un pueblo es
dejarse convencer de que su situación no tiene solución alguna. Que haga lo que
haga, todo va a seguir igual porque sus ciudadanos somos meras marionetas
manipuladas al antojo de los intereses de un sistema al que no le importamos lo
más mínimo. Simplemente nos utiliza como instrumentos para conseguir sus fines.
Y en tanto que instrumentos, todos somos sustituibles.
Eso explica que nos quedemos igual ante la
corrupción de nuestros políticos o ante las estafas perpetradas por quienes han
sido miembros de la casa real contra los fondos públicos, fondos que nos
pertenecen a todos y que podrían haberse utilizado para evitar que se cerrasen
alas de hospitales o para construir escuelas en mejores condiciones que las que
ofrecen los barracones provisionales o para evitar que muriera mucha gente
esperando una intervención quirúrgica o un tratamiento que le denegaron por
falta de recursos en la Seguridad Social, que dicho sea de paso, también
pagamos todos los que trabajamos con lo que nos descuentan cada mes de nuestras
nóminas.
Es curioso ver cómo ya nadie habla del
caso Noos. Qué pronto se ocupan los divulgadores de noticias de esconder o
ensombrecer lo que no interesa que la gente recuerde. El truco está en
bombardear a esa opinión pública con nuevas noticias que desprestigien a las
personas o personajes que al sistema le interese más hundir en cada momento. Y
así nos tienen, igual de distraídos que tenía la dictadura a nuestros padres y
abuelos con la televisión o con el fútbol. Porque, mientras la gente desconecta
de la realidad con la llamada tele basura o con la euforia de las pataditas al
balón o de la fórmula 1, a nadie le va a dar por pensar en lo que el sistema
considera que no se debe pensar. Con nuestra abstracción, le estamos dando
carta blanca y total impunidad a todo el entramado político y socioeconómico
que está dirigiendo nuestros destinos. ¿De qué nos va a servir quejarnos de la
situación que vivimos si seguimos de brazos cruzados, aceptando de buena gana
lo que nos echen?
Para cambiar algo de verdad, a veces
tenemos que empezar por cambiarnos nosotros. Por concienciarnos más de hasta
qué punto estamos conectados a ese sistema que no nos gusta.
El movimiento 15M y otros movimientos que
tuvieron lugar por la misma época en diferentes lugares del mundo, desembocando
en lo que se dio en llamar “Primavera Arabe”, fue un ejemplo del poder que
pueden llegar a tener los ciudadanos cuando se unen para luchar por una causa
común. Ese poder se ha traducido en un cambio de color en el mapa político
español, aunque no de gobierno. Seguimos gobernados por los mismos. Han perdido
mayoría absoluta, pero ahí siguen. En el camino se han descabezado partidos
como el PSOE y han desaparecido otros como Convergencia i Unió y las ciudades
más importantes del país están en manos de personas muy cercanas a Podemos.
Aunque, en sus primeros momentos, Podemos
representase un soplo de aire fresco para mucha gente, los pasos que les han
ido trayendo hasta el presente han demostrado que tampoco ellos son la solución
para este país, porque no se puede liderar un pueblo del siglo XXI con los
mismos discursos rancios y la misma desconfianza hacia los empresarios que ya
airearon otros políticos al inicio de la democracia. Aquel momento no se
corresponde con el de ahora. La gente de entonces, aunque muchos de ellos
sigamos viviendo ahora, ya no somos las mismas personas, porque nuestras experiencias
nos han modelado al discurrir por distintos cauces. En cuarenta años España y
el mundo en general han dado un giro radical y la globalización y la irrupción
de internet en nuestras vidas han contribuido a que ya no tenga sentido alguno
seguir hablando de las dos Españas, ni de castas, ni de obreros oprimidos, ni
de patrones que les explotan.
En el siglo XXI, si lo que de verdad
queremos es construir entre todos un mundo más igualitario y más justo para
todos, no podemos dejarnos arrastrar por el primer “salva patrias” que reclame
nuestro apoyo, pero tampoco por ningún espíritu incendiario que amenace con que
dejemos de pagarle nuestras deudas a Europa o que pretenda expropiar
propiedades privadas para, supuestamente, entregarlas a los más necesitados. En
los países por los que se dejó sentir la “primavera árabe” ya hemos visto en
qué acabó todo: más represión, más muerte, menos esperanza de que cambien de
verdad las cosas.
Que no nos engañe el canto de las Sirenas
como le pasó al viejo Ulises. Pero tampoco nos quedemos de brazos cruzados,
resignándonos a aguantar nuestra pobre suerte.
Juntos, tenemos más poder del que
imaginamos. Lo demostramos con el 15M y lo hemos hecho cada vez que se han
recogido firmas para impedir que se aprobase una ley tan injusta como la de la
reforma del aborto o para lograr el indulto de alguien, o para conseguir que se
paralizaran muchos desahucios. Disponemos de recursos mucho más potentes de los
que hubiesen soñado nunca nuestros padres o abuelos. Tenemos las redes
sociales, tenemos los libros y vivimos en un mundo en el que todo está mucho
más al alcance de todos, aunque no se disponga de los medios para comprarlo.
Ahora lo que cuenta es tener acceso a lo que necesitamos. Ya no es necesario
comprar algo para poder beneficiarnos de su uso. Ahora podemos tomarlo prestado
en una biblioteca, o alquilarlo por horas o por días, o comprarlo de tercera o
cuarta mano en webs como ebay.
Si ellos lo consiguieron, ¿por qué no
podríamos hacerlo nosotros?
Quizá tenga que ver algo el clima. Los
islandeses viven en el hielo y de nosotros siempre se ha dicho que somos de
sangre caliente. Más nos valdría poner a enfriar nuestras pasiones antes de
preparar nuestras protestas y utilizar nuestro vocabulario para argumentar de
la forma más adecuada y convincente nuestras reivindicaciones. Alejémonos de la
verborrea fácil, de los insultos gratuitos y de las actitudes despreciativas
que tanto caracterizan a quienes pretenden ganarse nuestra confianza cuando
necesitan de nuestros votos para alcanzar sus sillas en el parlamento.
Aprendamos a leer entre líneas y a
descifrar los mensajes gestuales. Perdamos el miedo, porque peor de lo que
estamos ya no podremos estar. Nos están diciendo que peligran nuestras
pensiones de jubilación, que tendremos que trabajar hasta los 67 o 70 años, que
pronto no habrá presupuesto para pagar las pagas dobles de nuestros
funcionarios, que las tasas de la universidad de nuestros hijos no van a parar
de subir, que nos vamos a tener que acostumbrar a pagar la luz cada vez más
cara o que, si alguien nos deja una herencia, vamos a tener que vender nuestra
casa para poder hacer frente a los impuestos que se deriven de su aceptación.
¿Qué más nos tienen que decir para que despertemos de una vez?
Porque, mientras nos dicen todo eso, nos
siguen bombardeando con noticias de corrupción en cualquier ámbito: político,
financiero, sanitario, empresarial. No hay presupuesto para asegurar nuestros
servicios más elementales, pero en cambio, sí lo hay para pagar sueldos
astronómicos a asesores elegidos a dedo que muchas veces no tienen ni idea de
lo que tienen entre manos. También lo hay para pagar indemnizaciones
vergonzosas por pre-jubilación a banqueros que con cincuenta y pocos años ya se
pueden permitir vivir a cuerpo de rey sin darle un palo al agua. Ya no hablemos
de las jubilaciones de los políticos. Con siete u ocho años de servicio les
basta para cobrar una elevada pensión vitalicia, mientras que a un trabajador
cualquiera le exigen un mínimo de 37 años cotizados y haber cumplido los 67
años para obtener una pensión que muchas veces será ridícula. Y eso contando
que la lleguemos a tener.
¿Qué les hace pensar que un banquero, un
político o un futbolista son mejores que el resto de ciudadanos?
Tampoco el resto de empresas se salva de
esas discriminaciones tan sangrantes. ¿Cuántas hay que pagan sueldos miserables
a empleados que llevan con ellos más de 15 o 20 años asumiendo infinidad de
responsabilidades y, en cambio, se dejan deslumbrar por el primer jeta que les
entra por la puerta y acceden a pagarle un sueldo astronómico sólo por el
supuesto prestigio que obtendrá su empresa de cara a la galería por tenerle en
nómina? Esas mega estrellas que ahora se conocen como influencers y que muchas
veces han surgido de la nada, simplemente porque han sabido estar en el momento
adecuado en el lugar que más les convenía, no suelen quedarse mucho tiempo en
las empresas porque no siempre saben demostrar más potencial del que les otorga
su propia imagen. Acostumbran a ser como flores de un día, pero mientras se
está bajo su influjo, provocan que se marchiten muchas otras flores de su
alrededor. Flores que de verdad merecen estar en ese jardín y ser admiradas.
Imitemos a Islandia. Atrevámonos a decir
basta y reclamemos nuestros derechos, pero sin dejar de ser educados, de
mostrarnos amables y de cumplir fielmente con nuestras obligaciones contraídas
con el otro. Esto no va de lucha de clases ni de bandos enfrentados. Va de
personas que sueñan vivir en un mundo que las trate con el respeto que se
merecen, sean de donde sean, tengan el color que tengan y crean lo que crean.
Pensar y encarrilar nuestro propio ideario, lejos de enfrentarnos a quienes
piensen de modo diferente, debería acercarnos más unos a otros.
Buscando el enfrentamiento, la diferencia
y los puntos flacos del supuesto adversario lo único que hacemos es darle pie
para que él acabe haciendo lo mismo con nosotros.
La unión hace la fuerza, pero en estos
casos, la fuerza no debería ir acompañada de la violencia ni de la amenaza de
huelga. Todas esas tácticas son recursos demasiado antiguos que no tendrían que
tener cabida en el mundo actual. Si logramos mantener la cabeza fría, somos lo
suficientemente civilizados como para sentarnos y hablar de tú a tú con
nuestros oponentes. Plantearles abiertamente nuestro descontento e intentar
renegociar las condiciones de nuestro acuerdo. Un acuerdo que las dos partes
suscriban sin coacciones de ningún tipo y que beneficie a ambas, porque una
empresa no funciona sin empleados y esos empleados tampoco podrían subsistir
sin la empresa.
Para lograr un cambio en quienes regentan
el poder, primero hay que cambiar los cimientos del sistema. Los cimientos que
sostienen nuestro sistema socioeconómico somos los trabajadores asalariados,
los profesionales autónomos y las pequeñas empresas. Si perdemos el miedo y
dejamos de resignarnos ante lo que nos parece injusto y empezamos a
replantearnos nuestra relación con las empresas o con los organismos de los que
dependemos, alguna cosa se moverá. Paulatinamente, los cambios irán ascendiendo
hacia todos los niveles de la jerarquía que aguanta el peso de todo el sistema.
Los de arriba no permitirán que se tambaleen los cimientos porque toda la
estructura se podría venir abajo. Algo tendrán que cambiar para convencer a sus
subordinados.
Cuando uno se hace valer, obliga de alguna
manera a su oponente a que le mire de otra manera y a que cuide más sus formas
y su estrategia a la hora de dirigirse a él.
Quizá esa economía sumergida tenga mucho
que ver con esa pasividad nuestra ante los graves problemas que padece nuestro
país. A los trabajadores y a las empresas que participan en ella no les
interesa que cambien las cosas, porque ellos saldrían perdiendo al tener que
pagar los impuestos y los seguros sociales que ahora no pagan. Por eso esa
gente no sale a la calle en masa para reclamar un cambio, porque a ellos ya les
va bien dejar las cosas como están. Aunque, eso sí, no están dispuestos a
renunciar a las ayudas sociales que da el gobierno porque “están en su derecho
de cobrarlas”.
Mientras no reeduquemos a la sociedad
desde su base, concienciándonos de la responsabilidad que tenemos cada uno en
el tipo de país que tenemos, por mucho que nos quejemos, por mucho que
escribamos o por mucho que intentemos convencer a nadie de que, así, no vamos a
llegar a ninguna parte, seguirán ganando las elecciones los mismos partidos y
nos seguirán robando a todos los mismos corruptos. Porque, aunque nos duela
reconocerlo, en España estamos a años luz de Islandia y llevamos la corrupción
y el pillaje en la sangre.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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