Mujeres y Hombres o Personas

En demasiadas ocasiones, para denunciar cualquier situación de abuso de poder de unos hacia otros, acabamos abusando nosotros de una distorsión cognitiva denominada generalización. Incurrimos en ese error tantas veces y en tantas situaciones diferentes que ni siquiera somos conscientes de ello. Damos por hechas demasiadas cosas sin pararnos a pensar que quizá esas cosas puedan ser de otra manera, o simplemente sólo vemos la punta de un iceberg que esconde bajo la superficie una inmensa montaña de hielo que podría acabar desmontándonos todos los esquemas preconcebidos a los que elevamos tan alegremente a la categoría de verdades inmutables.

Nuestra cultura popular cuenta con innumerables refranes que nos avisan del peligro de caer en las trampas de los prejuicios, de las ideas preconcebidas y del peligro que podemos correr si tratamos de meter a todo el mundo en el mismo saco. 

“No es oro todo lo que reluce”
 “El hábito no hace al monje” 
 “El malintencionado lo bueno juzga por malo”

Cuando hablamos de diferencias entre géneros, estos errores cognitivos tienden a descontrolarse aún más. Hay personas que dejan escapar de sus bocas verdaderas barbaridades en contra de los supuestos vicios y malas artes del género opuesto al suyo para defender las supuestas bondades de su propio género. Es evidente que todo el mundo tiene derecho a opinar lo que le dé la gana de cualquier tema, pero tendríamos que aprender a dejar de generalizar, a centrarnos en cada persona y a no criminalizar a nadie sólo por su condición masculina o femenina.


Aunque los prejuicios y las versiones distorsionadas de las historias que nos han contado desde niños hayan podido hacer mella en nosotros y en nuestra capacidad de empatía, deberíamos ser capaces de romper una lanza en favor de esa igualdad de trato que todos perseguimos, pero al mismo tiempo todos boicoteamos todos los días con nuestra manía de encasillar incorrectamente a las personas con las que interactuamos.

Un hombre tiene todo el derecho del mundo a emocionarse, a llorar, a ocuparse de sus hijos, a ir a la compra, a preparar la comida, a limpiar su casa, a planchar su ropa y a disfrutar chismorreando con sus vecinos o vecinas. Puede amar a quien quiera, sea mujer u hombre y también tiene derecho a sentirse sobrepasado por su día a día, a creer que no va a poder con todo, a dudar de las decisiones que toma y a pedir ayuda cuando lo crea necesario. Nada de todo eso le va a restar hombría ni tampoco debería restarle fortaleza ante nadie. No tiene por qué aspirar a que le vean y le reconozcan como ningún héroe. Porque la vida no es un cómic. Es una carrera de obstáculos y de lo que se trata no es de salvar al mundo de los malos, sino simplemente de salvarnos nosotros mismos cada día, a base de no desistir en nuestro empeño de seguir estando vivos y de seguir siendo quienes somos.

De la misma manera, una mujer también tiene derecho a negarse a ser como la princesa o la reina de los cuentos que nunca la convencieron. Puede ser lo que le dé la gana ser, siempre que obre en consecuencia para conseguirlo. Puede estudiar, trabajar, crear una familia o decidir no crearla. Puede viajar, soñar, amar a quien quiera y en el momento de la vida que le apetezca. Se puede vestir o desnudar como le venga en gana y opinar y decidir lo que más le convenga en todas las cuestiones que afecten a su propia vida o a cualquiera de sus intereses. Porque su condición de mujer no tiene por qué condenarla a adoptar el rol de criatura débil ni dependiente. Y en un hombre o en otra mujer no ha de buscar a alguien que la proteja, sino a alguien que la acepte como es y quiera acompañarla en su proyecto de vida.

Vistos estos hombres y estas mujeres ideales, ¿tiene sentido seguir diferenciándonos por el sexo con el que nacemos? ¿Acaso es muy distinta la vida de los unos de la de las otras? ¿Acaso no podemos ser igual de independientes los unos de las otras y viceversa? ¿Acaso no somos todos PERSONAS?


La crítica negativa, cuando se ejercita por medio de la generalización descontrolada, siempre resulta un arma de lo más peligrosa. Sobre todo cuando se utiliza de forma arrojadiza para atacar a la pareja estando delante los hijos que se tienen en común. Un hombre puede darle motivos más que suficientes a su pareja para que ésta o éste llegue a aborrecerlo por sus actos, al igual que una mujer puede convertirse en la peor pesadilla para su compañero o compañera, quien puede llegar a odiarla y a maldecir el día en que se conocieron. Pero ninguno de esos conflictos abiertos entre dos personas pueden justificar que cualquiera de ellas trate de poner a los hijos en común en contra de la otra parte. Porque una pareja se puede romper. Igual que un día nos enamoramos, otro nos podemos separar y dejar de ser para la otra persona lo que durante tanto o tan poco tiempo hemos sido. Pero los hijos no se pueden borrar. Siguen teniendo el mismo padre y la misma madre de por vida y es de lo más lamentable que tengan que soportar que su madre les hable mal de su padre o su padre les ponga verde a su madre. Tales conductas, tan tristemente habituales en nuestra moderna sociedad del siglo XXI, son una de las peores salvajadas que podemos cometer las personas contra nuestra propia sangre.

Al margen del daño que nos hayan podido hacer o el que nosotros le hayamos hecho a la otra persona, deberíamos ser capaces de rechazar el rol de víctima y de reconocer nuestra parte de responsabilidad en nuestro fracaso sentimental. No se puede pasar página sin haber aprendido antes a perdonar y a aceptar el perdón de los otros. Conseguido este fin, lo mejor es desearle de corazón lo mejor de la vida a la persona que se va de la nuestra. Sin rencores, sin coacciones, sin represalias en las que tratemos de involucrar a niños inocentes que no entienden que sus padres ya no estén juntos.

No permitamos que nuestras hijas crezcan pensando que los hombres, en general, van a su bola y dejan tiradas a las mujeres cuando éstas menos se lo esperan. Tampoco permitamos que nuestros hijos piensen que las mujeres sólo buscarán de ellos el dinero y el prestigio y que, cuando éstos mengüen, les serán infieles con el primero que se tercie.     

Eduquémosles para que se enamoren de PERSONAS que no busquen en ellos ni en ellas un complemento, sino un ser completo que les acompañe durante un tramo de su viaje personal o tal vez incluso hasta el final del trayecto.

Dejemos de contarles a los niños batallitas de tiempos pretéritos en que los verdaderos hombres no lloraban y las mujeres honradas no daban un paso si no era en compañía de sus maridos o de sus padres. Dejemos de hablarles de reinos encantados, de príncipes valientes o de reinas malvadas.    


Hablémosles de PERSONAS que luchan cada día por seguir vivas, por superarse a sí mismas continuamente, por descubrir nuevos medicamentos para curar enfermedades, por finalizar unos estudios que quizá les darán la oportunidad de convertirse en grandes profesionales de sus respectivos campos, por ayudar a sus familiares y amigos a tener vidas más dignas, por seguir aprendiendo de todo lo que les pasa cada día, por corregir sus errores a tiempo de evitar males mayores y por conseguir desprenderse del miedo y de los complejos. Hablémosles de personajes de carne y hueso, que van vestidos como ellos, sin capas de superhéroes ni trajes de baile. Transmitámosles los valores de esos seres anónimos cuyo objetivo no es ser portada de revistas ni obtener una mención de sus gestas en el Wiquipedia, sino únicamente seguir adelante con sus sencillas o complejas vidas.

Enseñemos a los niños a detectar la presencia de la detestable generalización para que puedan rechazarla en cuanto aflore en sus mentes y puedan desarrollar sin interferencias valores como la empatía, el respeto y la tolerancia hacia las demás PERSONAS.


Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

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