Abriendo ventanas
A día de hoy, se nos hace casi imposible imaginar cómo
serían nuestras vidas si no tuviésemos móviles o acceso ilimitado a internet.
Pero, si nos detenemos por un instante a mirar atrás, enseguida comprendemos
que apenas llevamos veinte años utilizando estas nuevas tecnologías y que, en
estas dos décadas, hemos tenido que readaptarnos continuamente a todas las
transformaciones que éstas han ido experimentando, hasta llegar al punto de
hacerlo prácticamente todo a través de la red.
Veinte años atrás, a pocos de nosotros se nos hubiese
ocurrido la posibilidad de comprar, realizar trámites con las administraciones
públicas o estudiar por internet. Porque la mayoría desconocíamos su existencia
y el día que, finalmente, la descubrimos, supuso un antes y un después.
Por primera vez empezamos a oír hablar de buscadores,
de windows, de hardware y de software, de webs y de correos electrónicos. En la
red podíamos buscar información sobre cualquier tema, descargarnos archivos y
juegos y contactar con otras personas que estaban a muchos kilómetros de
distancia mediante los chats o el skipe. Nuestras vidas empezaron entonces a
experimentar una verdadera revolución y en nuestras mentes se empezaron a abrir
muchas nuevas ventanas que dejaron entrar nuevas luces y permitieron que se
renovase el aire viciado de la cueva en la que hasta ese momento se aburrían
nuestras neuronas.
Todo había empezado en los años 60, cuando Herbert M.
McLuhan acuñó el término “aldea global” para referirse a la interconexión
humana a escala mundial., generada por los medios electrónicos de comunicación.
En el año 1961 se envió el primer correo electrónico y en 1969 se creó ARPANET,
la primera red científica y académica del mundo, considerada el embrión de
internet. Sería en 1991 cuando Tim Berners crease la World Wide Web y la
navegación por la red se propagaría por todos los rincones del planeta.
Desde entonces, los cambios se han desarrollado
vertiginosamente y hemos visto abrirse nuevos horizontes mágicos ante nosotros
con nombres como Google, Facebook, Twiter, YouTube, Amazon, Wikipedia,
Linkedin, Whatsapp, etc. Hemos acabado integrándolos en nuestro día a día y nos
costaría un mundo prescindir de ellos. Sería como si, de golpe, se nos cerrasen
un montón de ventanas que nos hemos acostumbrado a tener abiertas de par en
par.
No debe ser casual que Microsoft eligiese la palabra
Windows para definir su sistema operativo.
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A
diferencia de hace dos décadas, ahora disponemos de toda la información que
necesitamos con sólo hacer un clic en el teclado del portátil o la pantalla de
la tablet o del móvil. Tenemos acceso ilimitado a infinidad de conocimientos y,
aun así, no siempre somos capaces de aprovecharnos de ese privilegio. Cualquier
persona de una o dos generaciones anteriores a la nuestra, habría tenido que
pagar a precios desorbitados la oportunidad de acceder a la información que
nosotros no valoramos ahora. Y seguimos quejándonos de nuestras pobres vidas y
algunos siguen escudándose en la excusa fácil de que no tienen estudios porque
sus padres no pudieron pagárselos. Esta justificación tendría credibilidad si
estuviésemos en 1960, pero en 2016 no se aguanta por ninguna de sus
palabras.
Lo más triste es que los que más tienden a utilizarla son a veces los más jóvenes, los que ya se criaron jugando con pantallas y repasaron tutoriales de matemáticas con vídeos del YouTube.
En el siglo 21, en plena globalización, no podemos
bajarnos del tren apenas iniciado el viaje hacia donde pretendíamos ir. No
podemos cerrar las puertas y las ventanas a los avances que se suceden cada día
delante de nosotros. No podemos rendirnos ante el primer obstáculo y correr a
escondernos a la cueva en la que creemos sentirnos seguros. Porque en esa cueva
nos acabarán atrapando la parálisis y el aislamiento. Muchos años antes de la
era cristiana, el filósofo griego Heráclito ya sentenció que “Lo único que
permanece es el cambio”.
Vivir es no parar de caminar, no dejar de readaptarnos a las nuevas circunstancias, no perder la capacidad de reinventarnos cada vez que alguien o algo tratan de impedirnos que sigamos adelante. Pararse, rendirse o conformarse siempre son maneras de empezar a morir. Hay muchas formas de morir, pero la más triste es, sin duda, la de morir en vida porque ya no te quedan ganas de vivir, porque has perdido la capacidad de sorprenderte, de emocionarte o de estremecerte al sentir en la piel el aire limpio y fresco que entra por la ventana.
Estrella Pisa
Psicóloga
col. 13749
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