Combatiendo con Educación

El 11 de septiembre de 2001 dos aviones de pasajeros se estrellaron contra las torres gemelas de New York, otro en el pentágono y a un cuarto lo hicieron estallar en pleno vuelo antes de que hiciera diana en su objetivo, en un intento de causar el menor daño posible.
Mucho se ha hablado de las víctimas que perecieron en los dos primeros aviones y en los dos edificios que quedaron reducidos a escombros. En cambio, de las víctimas que explotaron con el cuarto avión, se ha hablado bastante menos. Ellas constituían lo que históricamente se ha denominado “daños colaterales” y así se las ha recordado desde entonces, como un mal menor que consiguió evitar un mal muy superior. Curiosa manera de clasificar a las víctimas.

Los daños colaterales se han dado en todas las batallas y en todas las guerras desde que el mundo es mundo y las personas caminamos sobre su superficie. Pero un muerto siempre será un muerto, tanto si cae abatido por el fuego enemigo, como si la bala o la bomba que lo matan han sido disparadas o accionadas por manos amigas.

A partir de aquel 11 de septiembre, el mundo dio un giro radical. Occidente había sufrido su peor ataque desde Pearl Harbor y se había vuelto a poner en cuestión su seguridad. En 1941 Japón había cogido por sorpresa a EEUU enviando a sus pilotos kamikazes a estrellarse contra la flota naval que los americanos tenían desplegada en el Pacífico. En 2001, era un ex colaborador de la CIA, Osama Ben Laden, quien enviaba a sus kamikazes a estrellarse contra sus edificios más emblemáticos. En ambos casos, la amenaza venía de hombres que habían decidido morir por alcanzar sus sangrientos objetivos. No iban a luchar cuerpo a cuerpo ni a cavar trincheras, como se suele hacer en las guerras convencionales. Su cometido era fundirse con las armas que cargaban para asegurarse de no errar el tiro. Un soldado que va a la guerra, sabe que puede no regresar, pero nunca pierde la esperanza de poder hacerlo. Un kamikaze sabe de antemano que ese día se acabará el mundo para él y su único consuelo es causar el mayor número de muertos posible. El soldado muere intentando salvar su vida y la de sus compañeros. El kamikaze decide morir para causar más muerte, pero sobre todo, más miedo entre los que sobrevivan.

Occidente siempre se ha equiparado a Libertad, por contraposición a Oriente, que siempre nos ha evocado imágenes de derechos restringidos y costumbres milenarias e inmodificables. Mientras que en un país occidental se nace libre y con distintas oportunidades a la hora de labrarse un futuro, en un país oriental, antes de nacer, alguien ya se ha ocupado de decidir cuál será el futuro de esos niños que llegan al mundo. Los primeros son libres, pero también responsables de lo que hagan con sus vidas. Los segundos no pueden decidir, pero no han de responsabilizarse de las consecuencias de lo que hacen porque han sido otros los que han decidido por ellos. Lo cual, les acaba liberando de muchas cargas y, paradójicamente, les puede hacer sentir más libres que los occidentales.


La globalización ha conseguido acercar ambos mundos, hasta el punto de mezclarlos en un tapiz de contrastes y mestizajes en el que hemos acabado enredándonos todos. Esa diversidad cultural, esa menestra de conocimientos tan diversos y de recursos tan ilimitados nos hace tremendamente ricos, pero a su vez, nos convierte en blancos muy vulnerables. Todos estamos a merced de la atrocidad que se le pueda pasar por la cabeza a cualquiera de nuestros vecinos y ellos lo están de lo que se nos pueda pasar por la nuestra. La mente humana es la peor arma con la que podemos ser atacados y, frente a ella, no hay detector de explosivos que pueda alertarnos del peligro.

A partir de lo acaecido en New York aquel 11 de septiembre, en la mayoría de los aeropuertos de todo el mundo se reforzaron las medidas de seguridad hasta el punto de obligar a los pacientes pasajeros  a sufrir una verdadera odisea antes de llegar al asiento de su avión o de recoger su equipaje para abandonar el aeropuerto. Se prohibieron los líquidos y cualquier objeto que pudiese ser considerado sospechoso en el equipaje de mano.
Y, por supuesto, en Occidente no dudaron en atacar primero Afganistán y después Irak. Exactamente lo mismo que hicieron después de la tragedia de Pearl Harbor, al empezar a tomar parte en la Segunda Guerra Mundial. Sesenta años transcurridos, millones de muertos en montones de conflictos por todo lo largo y ancho del planeta, pero ninguna lección aprendida. Porque el terror no se puede combatir sembrando más terror. Lo único que se consigue es generar más odio de los unos hacia los otros y más niños huérfanos creciendo con la sola idea de vengar la muerte de sus padres, que serán el blanco perfecto para esas células terroristas que necesitan incorporar más valientes kamikazes a sus filas. En una mente sana que haya sido educada en valores y que haya aprendido a distinguir lo esencial de lo accesorio, difícilmente podrán germinar las semillas del odio y del fanatismo. Alguien educado en el amor por la vida, es muy difícil que llegue a soñar con quitársela. Pero cuando ese niño no ha tenido acceso a una educación adecuada, ha pasado hambre y miedo al ver morir a los suyos y no ha encontrado más calor que las palabras que le han inculcado en una madrasa, difícilmente va a aprender a ver más allá de lo que otros han decidido que vea.



En los últimos meses, estamos asistiendo a ver en nuestras pantallas de televisión cómo jóvenes musulmanes que ya han nacido en Europa están sembrando el terror en nuestras ciudades, provocando montones de muertos y heridos. Sus propias familias son muchas veces, las primeras en horrorizarse al ver en lo que se han convertido sus hijos. ¿Qué estamos haciendo tan mal para que nuestros propios jóvenes sueñen con ir a Siria a combatir en las filas de Estado Islámico? ¿Quién se beneficia realmente con todo esto? ¿Alá?

Si somos un poco más objetivos y acudimos a la historia, no nos costará mucho encontrar respuestas más convincentes. En 1941, ¿quién se benefició de que EEUU entrase en la Segunda Guerra Mundial? La industria armamentística americana, sin ninguna duda.
Si en aquel momento, en lugar de decidirse a atacar al enemigo con todas sus armas se hubiesen decidido por opciones menos sangrientas, la historia habría sido muy distinta. Quizá Hitler se hubiese salido con la suya y hoy Europa, como tal, no existiría. Pero, en 1941 aun no podían saber cómo estaban las cosas en el viejo continente y, si determinaron ir a la guerra, lo hicieron movidos por los intereses de los industriales que les habían colocado en el poder. Exactamente igual que han seguido haciendo desde entonces. Los conflictos bélicos siempre mueven mucho dinero y acaban enriqueciendo a muchos. Si se acabase con el terrorismo y con las guerras, muchos industriales tendrían que echar el cierre y muchas familias se acabarían muriendo de hambre. Deben pensar que, si es imprescindible que alguien muera, mejor que lo hagan las víctimas de las batallas que ellos siembran por todo el planeta. Daños colaterales, lo siguen llamando.



Atrevámonos a empezar a cerrarles el grifo dejando de consumir sus propagandas y sus productos. Una sociedad más culta y más justa es posible si deja de alimentarse con toda esa basura que nos venden como casi imprescindible. Que el mundo haya funcionado a merced de los dictados de estos prepotentes mercenarios en los últimos cien años, no significa que tenga que seguir haciéndolo. El mercado puede cambiar si los consumidores empiezan a demandar otro tipo de productos. Si ese cambio lleva al cierre de grandes industrias puede conllevar también la apertura de otras nuevas que comercialicen ilusiones en lugar de terror.

La globalización no ha dejado de provocar el cierre de plantas de grandes empresas que han cambiado sus ubicaciones para reducir sus costes de producción y optimizar sus beneficios. En el camino ha dejado muchas víctimas que se han quedado sin empleo y pequeños empresarios que se han quedado en la ruina. Daños colaterales siguen insistiendo en llamarlo.

Por una vez, si a todos nos diese la gana, podríamos conseguir que esos daños colaterales los sufrieran en sus propias carnes los poderosos que nos están obligando a vivir en un mundo tan inseguro y tan sangriento.


Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

Comentarios

Entradas Populares