Adicciones o Cultura

Siempre que se habla de adicciones, la mayoría de la gente tiende a pensar en las drogas llamadas ilegales. Cocaína, heroína, cannabis, LSD o drogas sintéticas. Pero el caso es que hay otras adicciones tan importantes y peligrosas como todas las drogas ilegales a las que no consideramos como tales. Un ejemplo de ello, en lo que atañe a substancias, sería el alcohol. Otros ejemplos, referidos a comportamientos sociales poco apropiados, serían las adicciones al juego, al sexo, a internet, al móvil o a las relaciones tóxicas.


A la hora de catalogar todas estas adicciones nos encontramos con un muro que a veces se nos antoja inquebrantable: la excusa de la cultura. España es un país vitivinícola por excelencia. En casi todas sus regiones se cultiva la vid y se elaboran buenos caldos que luego acaban distribuyéndose por el resto del mundo y cobran protagonismo en buena parte de nuestras mesas a diario. El vino no es malo. Se elabora y se consume en toda la cuenca mediterránea desde tiempos inmemoriales. Hay médicos que lo recomiendan a sus pacientes para prevenir infinidad de trastornos. Pero  el problema nunca está en el qué, sino en el cómo. Beber una copa durante una comida no le hace daño a nadie, pero cuando esa copa pasa a convertirse en una botella, las consecuencias son bien diferentes. Beber por el placer de degustar un buen vino o licor es una cosa, pero beber hasta embriagarse sólo por acallar un síndrome de abstinencia es otra historia bien distinta.

Lo mismo ocurre con el café. Un par de cafés al día no le hacen daño a casi nadie y a mucha gente le supone un grato estímulo para empezar el día. Pero cuando se acaban tomando siete o más cafés al día, las probabilidades de que la tensión arterial suba hasta límites arriesgados y de que podamos sufrir un ataque de pánico se nos disparan.


El tabaco es, quizá, la droga más adictiva que se conoce. Por eso cuesta tanto dejar de fumar. Por lo general, las personas se inician en su consumo en la adolescencia, en plena crisis de identidad. La adolescencia es una edad complicada para casi todo y lo más importante de esa etapa son los amigos. El modo cómo se comporten esos amigos va a condicionar a los jóvenes en su propio comportamiento. Mucha gente empieza a fumar y de, entrada, lo encuentra revulsivo. Porque tragar humo no es una experiencia precisamente agradable. Pero lo siguen haciendo para reafirmarse como uno más de su grupo de iguales, para no desentonar con el resto y no tener que aguantar reproches o burlas. En poco tiempo, se acaban habituando a fumar y el nuevo hábito queda condicionado a las relaciones sociales. Igual que la persona que ha condicionado salir a cenar con beber alcohol no puede dejar de hacerlo, el que se acostumbra a fumar siempre que está con sus amigos tampoco puede prescindir del cigarrillo. Somos animales de costumbres y, cuando tenemos que actuar de otra manera, nos sentimos descolocados. No es de extrañar que las personas alcohólicas que han conseguido dejar de beber o los fumadores que, por prescripción médica o por decisión propia, han conseguido dejar de fumar, hayan acabado cambiando de amigos y a veces incluso de pareja. Porque, si difícil es dejar esos hábitos, más difícil resulta aún seguir relacionándose con personas que siguen fumando o bebiendo, porque la relación ya no es la misma. La persona ha cambiado y los demás siguen igual. Ese mundo ya no lo percibe como el suyo y se impone la necesidad de encontrar nuevos amigos y frecuentar nuevos ambientes que le hagan sentir menos desubicado.

Hay muchas personas que sufren problemas de insomnio y acaban abusando de las pastillas. Las que se han hecho más populares en los últimos tiempos son las benzodiacepinas. Unas pastillas que parecen inofensivas, pero resultan terriblemente adictivas y peligrosas. Otras tienen problemas de depresión y acaban enganchadas a la que hace unos años se bautizó como la “droga de la felicidad”. Hablamos de la fluoxetina, más comúnmente conocida como Prozac.

La vida que llevamos acaba condicionando nuestra manera de comer, de beber, de relacionarnos, de cuidarnos y hasta de enfermar. En un mundo que evoluciona tan rápidamente, si queremos seguir activos, no podemos pararnos a pensar si lo que estamos exigiéndole a nuestro cuerpo y a nuestra mente es realmente viable o es una locura. Nos hemos acostumbrado a buscar soluciones rápidas para casi todo, sin importarnos el precio a pagar ni preocuparnos de leer las contraindicaciones de los prospectos. Todo lo que acabamos consumiendo por la boca o a través de los sentidos puede resultarnos inocuo o llegar incluso a matarnos. Todo dependerá de la dosis ingerida. Ese mismo principio es el que rige la homeopatía, al postular que un mismo principio activo puede resultar tan curativo como venenoso. La historia de la farmacología está plagada de ejemplos de ello. Quizá uno de los más ilustrativos sea el caso de la belladona, un potente veneno que puede curar infinidad de afecciones si se lo utiliza en su justa medida.




Muchas de las drogas ilegales provienen de plantas con las que se fabrican muchos de los medicamentos que se dispensan en farmacias y en hospitales. La heroína deriva del opio y éste es el látex que exuda la adormidera (papaver somniferum) al cortarla. Los griegos ya utilizaban esta planta con fines lúdicos y medicinales, sobre todo para aliviar todo tipo de dolores, como antidiarréico y también para dormir a los niños. Hipócrates la utilizaba para tratar casos de histeria. El opio es el principio activo de la morfina y de la codeína que recetan tantos médicos y se dispensan en tantas farmacias todos los días. No dejan de ser drogas igual que la heroína, pero éstas están legalizadas. La diferencia está en la dosis empleada y eso es lo que establece la frontera entre el uso y el abuso de una substancia. Aunque a veces el cuerpo se acostumbra tanto a la substancia que usa para paliar el dolor, o para estabilizar el ánimo, o para calmar los nervios, que acaba desarrollando una tolerancia a esa substancia y cada vez necesitará mayores dosis de la misma para obtener los mismos resultados. Es entonces cuando se nos tendría que encender la luz roja y deberíamos plantearnos otras opciones menos peligrosas, como acudir a terapia psicológica, realizar más ejercicio, probar la relajación o el yoga o consultar con el médico la viabilidad de sustituir esos fármacos por remedios más naturales y menos adictivos.

En los últimos tiempos estamos asistiendo a otra serie de adicciones relacionadas con el abuso de las nuevas tecnologías. Hace unos años nos extrañábamos de leer que en Japón se estaban dando muchos casos de jóvenes que apenas salían de casa ni se relacionaban con nadie porque pasaban todo el tiempo que estaban despiertos navegando por internet. Lo veíamos como algo estrafalario que, en una cultura como la nuestra, nunca podría llegar a pasar porque los españoles somos gente más abierta y más de relacionarnos cara a cara. En aquel momento aún no había aparecido el fenómeno del Facebook, ni habíamos oído hablar de youtube ni de otras redes sociales. Por supuesto, tampoco había aparecido en escena el whatsapp.


Lo cierto es que en 2016 los españoles ya no nos distanciamos tanto de los exóticos japoneses como hace unos años. Basta ir a un restaurante cualquier fin de semana para advertir que en la mesa de al lado se ha reunido toda una familia para comer, pero apenas se hablan unos a otros. Todos están más pendientes del móvil que de lo que les cuenta el de al lado o el de enfrente. A simple vista parecen una familia unida y bien avenida, pero en realidad, cada uno está en su nube particular. Lo mismo pasa en cualquier otro entorno y cualquier día de la semana. Hay gente que no apaga el móvil ni siquiera durante una entrevista de trabajo. Luego se extrañará de que, pese al buen CV que tiene, no haya resultado seleccionado. Si no puede desengancharse de la adicción al whatsapp ni durante la entrevista, ¿quién le garantiza al empresario que, si le contrata, no estará más pendiente de su propio móvil que de las funciones que le asigne?

Otras adicciones que tienen su origen en las nuevas tecnologías son el cibersexo, los casinos online o las ciber-compras. Dada la comodidad que supone poder satisfacer sus instintos sexuales, su necesidad inaplazable de probar suerte consiguiendo dinero fácil o su fiebre por comprar compulsivamente sin moverse de casa, simplemente pasando pantallas y cliqueando, muchas personas se acaban adentrando, sin sospecharlo, en las que se convertirán en sus peores pesadillas. Porque su adicción, lejos de saciarse, crece exponencialmente, al mismo ritmo que sus tarjetas de crédito se queman y los números rojos se instalan en sus cuentas bancarias con la intención de quedarse por mucho tiempo. Esto conlleva la ruina económica y personal para muchas de sus víctimas.



Un caso adictivo peculiar lo constituyen las personas que acaban atrapadas en una relación tóxica. Se enamoran de la persona equivocada y le acaban dando licencia para que les destroce la vida, sin permitir que nadie les ayude a alejarse del peligro. En el fondo, reconocen que esa persona no les conviene en absoluto, que les anula completamente como personas, que les impide desarrollar su potencial y que nunca lograrán sentirse bien a su lado. Pero se resisten a abandonar la relación porque sienten a esa persona como una especie de imán que les atrae irremediablemente. Es como si se hubiesen habituado a esa dosis extra de adrenalina que se les descarga en el torrente sanguíneo cuando están con esa pareja. Como los heroinómanos, saben que esa droga no les conviene, que luego viene el efecto de bajada y se hacen muy presentes las contraindicaciones que no habían leído en la letra pequeña del prospecto. Sus vidas son como un camino con forma de espiral en el que tan pronto se vienen arriba como se hunden en el fondo y vuelta a empezar. Ni contigo ni sin ti. ¿Cuántas veces no lo habremos oído?

El caso que no podemos justificar ninguna de esas adicciones escudándonos en la excusa de la cultura. En nombre de la cultura estamos permitiendo demasiados excesos y demasiadas conductas del todo inapropiadas. Los avances tecnológicos y farmacéuticos están muy bien y son muy necesarios, pero no tendríamos que caer en el abuso. Siempre hay una justa medida para todo y traspasar la línea nunca resulta una buena idea.

Tampoco hay que caer en las prohibiciones. Desde el momento en que se prohíbe algo, aumentamos su atractivo y la gente hará lo que sea por conseguirlo a cualquier precio. Este fenómeno se conoce en psicología social como “reactancia psicológica”. Si en España prohibiésemos el alcohol provocaríamos un cataclismo porque muchas empresas vitivinícolas viven y dan trabajo gracias a la producción y distribución de sus caldos. Si en Afganistán prohibiesen el cultivo de las adormideras gran parte del país quedaría arruinado y las familias se morirían de hambre. La industria farmacéutica tendría pérdidas millonarias y millones de enfermos de todo el mundo pagarían las consecuencias. Lo mismo ocurriría en Sudamérica si prohibiesen los cultivos de coca o si en todos los países productores de tabaco decidieran prohibir sus plantaciones. Ni que decir tiene lo que pasaría si alguien pretendiese hacer desaparecer internet como medida para eliminar las adicciones cibernéticas.

No se le pueden poner puertas al campo ni tampoco engañarnos creyendo que la gente que cae en una adicción concreta lo hace porque alguien le ha utilizado. Puede haber casos en que realmente sea así, pero deberíamos mentalizarnos de que todos somos los responsables últimos de cada uno de nuestros actos. La vida va de asumir riesgos y, cuando nos arriesgamos innecesariamente, podemos perder más de lo que creemos. Los jugadores patológicos siempre intentan justificarse utilizando la misma excusa: “yo controlo”. Pero en realidad hace mucho tiempo que han perdido el control y son incapaces de darse cuenta. Cuando tienen la desgracia de ganar se vienen arriba y piensan que la suerte está de su lado y que se acabarán haciendo de oro. Pero luego vienen las pérdidas y, para intentar escondérselas a sus familias, a continuación vienen las mentiras, cada vez más insostenibles. Hasta que les ahogan las deudas, pero siguen jugando para intentar recuperar parte de lo perdido, y se olvidan de la familia e incluso de acudir al trabajo. Y, evidentemente, un día también lo acaban perdiendo. Y siguen mintiendo en casa, hasta que la pareja o los hijos se enteran y la familia también se resquebraja. Es entonces cuando llega la desesperación y la realidad se impone con toda su crudeza.


Todos conocemos a alguna persona que padece alguna de estas adicciones. Pero, que haya tanta gente en esta situación no implica que debamos entenderlo como un producto de nuestra cultura y pasar a considerarlo como algo normal y cotidiano. Pese a lo avanzados que estamos en tantas cosas, seguimos pecando de una tremenda falta de educación en muchas áreas fundamentales. Reeducar a toda la población se antoja una empresa imposible por demasiado quijotesca. Pero hay una fracción muy importante de esa población que aún estamos a tiempo de encauzar por un camino más saludable y, sobre todo, más auto-responsable. Son los niños. Esos niños que se están acostumbrando a ver cómo sus padres están más pendientes de sus móviles que de disfrutar del poco tiempo que les dejan los respectivos trabajos para disfrutar de sus hijos.



Pensemos en todo ello. Disfrutemos de todos los avances que nos ofrece el progreso, pero no caigamos en el abuso, ni en la dependencia absurda, ni en convertirnos en adictos de ninguna substancia, relación o dispositivo móvil que acabe tomando el control de nuestro cerebro. Dejemos que nuestras neuronas sigan sintiéndose libres de decidir lo que quieren y lo que no quieren en sus universos.


Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749



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