Asumiendo el Control
Desde el momento en que un espermatozoide penetra la
membrana de un óvulo para fecundarlo, el ser humano empieza a desarrollarse
como tal. En su odisea, cada uno de sus avances viene determinado por el plan
trazado en sus cromosomas. De su combinación dependerá que esa gestación se
culmine con éxito o que dé lugar al nacimiento de una persona con algún grado
de discapacidad o que se malogre por el camino. Pero, al margen de la
influencia genética, no podemos obviar la determinación del ambiente en el que se
está gestando esa persona.
Diferentes estudios han probado cómo pueden influir en
el desarrollo fetal la forma en que se alimenta la madre, su estado de ánimo o
la música que acostumbra a escuchar. Otros factores como el estrés, el
tabaquismo o el abuso de alcohol u otras substancias pueden afectarle
peligrosamente al feto, disminuyendo su peso y sus defensas al nacer,
adelantando el parto o provocándole síndromes como el alcohólico fetal.
Una vez nacidas, las personas constituimos
seres completos, pero muy inmaduros y vulnerables. Durante bastantes años,
dependemos totalmente de otras personas para sobrevivir. Los avances
científicos y el incremento del bienestar social en el último siglo han
propiciado la paradoja de que los niños nazcan cada vez más listos, pero al
mismo tiempo, tarden mucho más en hacerse adultos y en poder responsabilizarse
de sus vidas por sí mismos.
Hace un siglo, la mayoría de los niños del
que hoy consideramos el mundo civilizado, empezaba a trabajar antes de los diez
años. La adolescencia en aquella época era un privilegio reservado sólo a las
clases altas de la sociedad. La gente maduraba y asumía responsabilidades mucho
antes. Vivían mucho menos de lo que vivimos ahora, pero lo hacían más deprisa.
La mayoría de las mujeres de cuarenta años a principios del siglo veinte, eran
mujeres que ya lo habían hecho prácticamente todo en su vida: se habían casado,
habían criado a sus hijos, habían trabajado duramente para mantenerlos y habían
educado a sus hijas para que siguiesen, obedientes, su triste modelo de vida.
Esas hijas ya las habían hecho abuelas y ahora sólo les quedaba esperar ver
crecer a esos nietos, sintiéndose demasiado viejas para demasiadas cosas. Hoy
en día, para la mayoría de las mujeres occidentales, lo mejor de sus vidas les
empieza a llegar a partir de esos mismos cuarenta años. En la sociedad actual, el momento de la maternidad se ha ido
retrasando hasta el final de la tercera década o el inicio de la cuarta. Estos
cambios han supuesto un descenso de la natalidad que trae de la mano un
envejecimiento progresivo de la población.
Tenemos menos niños y los
consentimos y malcriamos hasta límites grotescos. Es como si quisiéramos
compensar en ellos todo lo que, supuestamente, nos faltó a los de generaciones
precedentes. Les hemos querido dar tanto y de una forma tan continuada, que
esos niños han llegado a creer que podrían exigirles a sus padres la mismísima
luna y ellos tendrían la obligación de bajársela del cielo y regalársela. Lejos
de darles lo mejor, les hemos acostumbrado a creerse los protagonistas de un
mundo que no existe, porque en la vida nada es gratis y a ellos se les ha dado
a entender que se lo merecen todo sólo por el hecho de ser quienes son.
A los niños más mimados y sobreprotegidos de
la historia de nuestro país les va a tocar vivir en la sociedad más competitiva
y cruel que hubieran podido temer en la peor de las pesadillas. Aterrizarán en
un mercado laboral muy precario y lleno de obstáculos, que les exigirá cada vez
más de sí mismos a cambio de menos. Probablemente se convertirán en los jóvenes
que lo tendrán más difícil para abandonar el nido familiar y empezar a
construir su propio nido. Pero, paradójicamente, se verán obligados a emprender
el vuelo mucho antes que los de la década anterior, porque sus padres estarán
ya jubilados antes de que ellos alcancen los 25 años y no podrán mantenerles ni
mantener sus gastos de universidad con unas pensiones tan precarias.
Aunque esos jóvenes sientan que deberían
seguir disfrutando de la eterna adolescencia que disfrutan algunos de sus
amigos cuyos padres sean más jóvenes, tendrán que evaluar seriamente su
realidad y decidir qué camino tomar. En la toma de esa decisión, por primera
vez, estarán solos y tendrán que ser consecuentes con ella.
Ante tales fenómenos sociales, siempre
tendemos a escudarnos en la crisis económica que atravesamos para justificarlo
todo. Pero no podemos caer en un reduccionismo tan simple cuando abarcamos un
tema tan complejo como el comportamiento de las personas en sus entornos
familiar, social y laboral.
Aunque pueda parecer que llegamos al mundo
solos y nos vamos de igual forma, no podemos concebir a un individuo como una
realidad separada del contexto en el que vive. De hecho, durante los nueve
meses de gestación, si un individuo llega a nacer lo hace, únicamente, gracias
a la perfecta coordinación de millones de células distintas que intervienen en
todos los procesos biológicos que lo acaban haciendo posible. Una vez nacido,
si ese ser sigue evolucionando de la forma en que lo hace es gracias a los
cuidados de sus padres, al alimento que le proporcionan, a todo lo que le
enseñan, a lo que experimenta, a lo que descubre, a lo que le maravilla y también
a lo que le hace llorar.
En 1850, el filósofo y antropólogo alemán
Ludwig Feuerbach escribió aquello de “Somos lo que comemos”. Muchos años más
tarde, el poeta Jorge Luis Borges difundiría la frase de “No soy lo que soy por
lo que he escrito, sino por lo que he leído”.
Todo lo que vivimos, todas las personas con
las que establecemos contacto y nos dejan huella, todo lo que leemos y nos
lleva a hacernos nuevas preguntas que
nos señalan nuevos horizontes en los que buscar las respuestas, acaba
determinando cómo somos y porqué lo somos. Eso nos lleva a aventurar que
también somos el control de las realidades que asumimos.
El ser humano ha demostrado ser capaz de
hacer grandes cosas, tanto positivas como negativas. El poder de nuestra mente
es prácticamente ilimitado, aun cuando se sabe que sólo utilizamos una mínima
parte de nuestro cerebro. Pero uno de nuestros mayores logros no reside,
precisamente, en lo que somos capaces de aprender aún, sino en nuestra
capacidad para desaprender, para deshabituar respuestas equivocadas, para
recondicionarnos de forma más constructiva
y para dejar de comportarnos como autómatas teledirigidos por una
voluntad ajena a la nuestra y empezar a asumir el control de nuestra vida.
Los sistemas informáticos tienen que
actualizarse continuamente para continuar siendo operativos. Las personas
también precisamos actualizar continuamente nuestros contenidos si queremos
seguir mostrando ante el espejo la mejor versión de nosotros mismos.
Si un día aprendimos a tener miedo ante
cualquier adversidad y a evitar la asunción de cualquier riesgo, tendremos que
atajar de raíz aquel viejo miedo y atrevernos a plantar valor en su lugar.
Valor para tomar las riendas de nuestra vida, para distinguir lo urgente de lo
que puede esperar, lo importante de lo superfluo y nuestra verdad de la verdad
que quieran imponernos los demás. Aprender que la preocupación es una pérdida
de tiempo y un derroche innecesario de nuestros recursos mentales, porque sufrir
por algo que no ha pasado no evitará que pase. En cambio, la capacidad de
centrarse con los cinco sentidos una vez ha surgido el contratiempo y de ser
capaz de afrontarlo sin explotar en manifestaciones histéricas, se convierte en
una manera muy saludable de “ocuparse del problema”.
No podemos cambiar la educación recibida, ni
la influencia que los diferentes
contextos en los que hemos interactuado con otras personas hayan acabado
ejerciendo en nosotros. Pero siempre podemos decidir cómo nos va acabar
afectando todo ello. Aprender a centrarnos en el momento presente, a encontrar
un tiempo para cada cosa y vivir cada cosa al cien por cien en su momento. Huir
de las personas que sólo pretendan contagiarnos su pesimismo y abrirnos a
quienes se muestren entusiastas y consigan que, en su presencia, desconectemos
de la cara menos fotogénica de la realidad que estemos atravesando.
No podemos controlar lo que sucede en el
mundo, ni tampoco lo que nos sucede a nosotros. Pero, todo aquello que dependa
de nuestra mente, del uso que les demos a las neuronas encargadas del
pensamiento, siempre estará bajo nuestro control, a menos que lo olvidemos y
prefiramos la opción de desesperarnos.
Controlar una situación, por dura o
complicada que sea, siempre equivale a incrementar la confianza en poder
superarla. Cuanto más crezca esa autoconfianza, más crecerá a su vez el
autocontrol. Mientras el miedo y la sobreprotección sólo llevan a las personas
a ser cada vez más dependientes de aquellas que deciden enfrentarse a la vida
por ellas, la autoconfianza y el autocontrol derivan en personas más libres,
más independientes, menos manipulables y mucho más satisfechas con sus vidas y
con sus propios logros.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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