Jugando con la Culpa
A lo largo de las diferentes etapas que hemos
ido superando en nuestras vidas, todos nos hemos tenido que enfrentar a
situaciones embarazosas y nos hemos visto obligados a tomar decisiones que no
siempre han resultado las más acertadas. Todos hemos cometido errores por cuyas
consecuencias nos hemos tenido que lamentar después y nos hemos hecho miles de
veces las típicas preguntas que sólo sirven para hurgar más en nuestra herida:
¿Cómo no lo vi antes? ¿Por qué deje pasar tanto tiempo? ¿Por qué me fijé en esa
persona? ¿Por qué no seguiría estudiando? ¿Por qué no le dije lo que sentía? o
¿Por qué no acepté aquel trabajo?
A posteriori, cuando el tiempo ha calmado las
aguas y podemos analizar las cosas con perspectiva y cierta distancia, es muy
fácil ser objetivos y verlo todo muy claro, pero mientras las cosas nos están
pasando nadie se para a pensar en posibles consecuencias ni en intentar ver lo
que está viviendo a través de los ojos de otra persona. En el momento presente
nadie puede saber cómo le irán las cosas si se decanta por una u otras
opciones. Simplemente, nos guiamos por lo que pensamos y lo que sentimos,
fluyendo con los acontecimientos. A veces acertamos y nos pasamos media vida
pregonando ese acierto a los cuatro vientos, magnificándolo y hastiando a
nuestra sufrida audiencia. Pero las veces que nos equivocamos, lejos de admitir
nuestra responsabilidad en el equívoco, casi siempre tendemos a culpar de ello
a otras personas.
Esgrimimos argumentos del tipo: “No seguí
estudiando porque aquel profesor me tenía manía y me suspendía siempre” o “No
paró de embaucarme hasta que me casé con él y ahora lo estoy pagando muy caro”
Si analizamos la primera de las dos excusas,
vemos que es muy propia de los malos estudiantes que, lejos de reconocer su
poco interés por los estudios, optan por responsabilizar de su fracaso a un
profesor que les cogió manía o a unos padres que no les supieron motivar
adecuadamente. Y lo curioso del caso es que, llegan a repetir tanto ese
argumento, que se lo acaban creyendo. Porque a su mente le resulta más
soportable esa realidad inventada que la opción de reconocer la propia
ineptitud y el propio desinterés. Resulta bastante ilustrativo para entender
este ejemplo el hecho de que, cuando se aprueba un examen, la persona
acostumbre a decir “he aprobado” y en cambio, cuando suspende, prefiera decir “me
han suspendido”.
Independientemente del resultado de ese examen, el estudiante
debería mentalizarse de que lo que se está valorando es su rendimiento y los
conocimientos que ha sido capaz de asimilar en esa asignatura y no la opinión
que el profesor en cuestión se haya creado sobre su persona.
Si nos ocupamos ahora de la segunda excusa,
tampoco nos costará identificar en ella a muchas mujeres u hombres con
relaciones de pareja estables o no tan estables, porque por desgracia viene
siendo muy habitual que, cuando hay problemas, uno de los miembros de la pareja
le acabe recriminando al otro que ha malgastado su juventud por estar con él o
con ella. Nadie obliga a nadie a casarse con nadie (salvo en lamentables
ocasiones en otras culturas que afortunadamente nada tienen que ver con la
nuestra). Cuando una pareja decide aunar sus caminos, se supone que lo deciden
los dos libremente y que, si se olvidan de otras opciones es porque también
deciden libremente aparcarlas por apostar por un proyecto de vida en común. Si
el amor y el respeto mutuo se acaban perdiendo por el camino, no es culpa de
nadie.
La vida es una constante evolución y tenemos
que aprender a ser consecuentes con las decisiones que tomamos en ella.
Los argumentos del ex estudiante y de la mujer
resentida con su pareja son dos ejemplos de personas que deciden distorsionar
la realidad en beneficio de su propia conveniencia.
A veces la vida que llevamos nos puede llegar
a resultar tan insoportable que, en un momento dado, optamos por descargar
parte de nuestra propia responsabilidad en terceras personas. Cuando la conciencia
no nos deja dormir por aquella injusticia que cometimos con quien menos la
merecía, o por aquel error que supuestamente cometimos al dejar de lado a
aquella persona, o al enamorarnos de quien no debíamos, siempre nos aparece muy
a mano la opción de darle la vuelta a la historia y buscar un culpable último
de todo, una víctima propiciatoria sobre quien vomitar todo nuestro resentimiento
y toda nuestra rabia.
En ocasiones, hay personas que, en lugar de
descargarse de la culpa, hacen justamente lo contrario. No sólo cargan con las
que creen sus propias culpas, sino que en sus particulares mochilas les hacen
hueco también a las culpas de los demás. Esas personas son las que acostumbran
a ir de víctimas por la vida, lamentándose continuamente de su mala suerte y de
ser nocivas para el resto. Tan negativo resulta un comportamiento como el otro,
porque ninguno de los dos resulta efectivo para enfrentarse diariamente con la
vida de forma saludable.
Buscar culpables dentro o fuera de nosotros
mismos es un ejercicio que a la mayoría de las personas se nos da bastante
bien. Pero, ¿somos objetivos a la hora de administrar y distribuir la culpa?
¿Tiene sentido hablar de culpa cuando sabemos
de antemano que el pasado no se puede cambiar?
Jugar con la culpa siempre supone adentrarse en
un terreno muy peligroso del que nunca vamos a salir ilesos porque acabaremos
cayendo en mil trampas que nos va a tender nuestra propia memoria selectiva.
Porque nuestros recuerdos nunca son fieles a los hechos que verdaderamente vivimos
sino meros reflejos de cómo procesamos lo que vivimos. No vemos con los ojos ni
oímos con los oídos, sino con nuestra mente. La mente es caprichosa y acaba
viendo y oyendo lo que quiere ver y lo que quiere oír. Nuestra singular versión
de la realidad no es más que una mera reconstrucción de la misma orquestada por
nuestra percepción. El mismo hecho narrado por diez personas diferentes
acostumbra a convertirse en diez hechos diferentes. Parece increíble, pero es
real.
Teniendo en cuenta todo esto, hablar de culpa
y de culpables absolutos es una ingenua manera de intentar justificar la propia
insatisfacción con nuestras cotidianas vidas. Todos somos los últimos
responsables de cada una de nuestras decisiones. Si no tenemos la clase de vida
que creíamos merecer a los veinte años, será porque no habremos luchado lo
suficiente por desarrollar al máximo nuestro potencial o porque quizá el sueño
ideal que proyectábamos no era del todo
realizable, porque nos faltaban demasiadas enseñanzas por asimilar y tal vez
nos quedaban demasiado grandes.
Refugiarse en el “pudo haber sido y no fue” y
culpar al mundo exterior de lo que lamenta nuestro mundo interior nunca será
una opción inteligente y nunca nos permitirá llegar a sentirnos mejor. Porque
recrearse en el daño que hicimos o en el que nos hicieron, lejos de aliviarnos,
lo único que provoca es que se reabran las viejas heridas y sigan sangrando,
sin poder hacer nada para detener ese dolor.
El pasado no se puede cambiar, pero el
presente puede empezar a ser distinto si nos olvidamos de los juegos
peligrosos, de las trampas de nuestra mente y de la manipulación de la
realidad. Si tomamos conciencia de quienes somos y qué queremos de verdad,
dejando de hacernos daño y de hacérselo a los demás, olvidando lo que no tiene
remedio y tendiendo puentes para retomar las relaciones que se habían roto
partiendo de cero y sin rencores, concentrándonos en el momento presente y en
degustarlo con los cinco sentidos, es probable que logremos silenciar esa voz
en nuestra mente que no nos permite dormir por las noches.
Como decía el gran Rudyard Kipling: “Si
puedes emplear el inexorable minuto recorriendo una distancia que valga los
sesenta segundos, tuya es la Tierra y todo lo que en ella habita y, lo que es
más, serás hombre, hijo mío”.
Estrella
Pisa
Psicóloga col. 13749
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