La Democracia y sus Lagunas

Desde que la humanidad comenzó a ejercitar la facultad del habla, en todas las épocas se han utilizado grandes palabras para expresar las más nobles ideas. Quizá la más representativa de todas ellas sea la que designa la Democracia.

Siempre que hablamos de Democracia el pensamiento nos lleva hasta la antigua Grecia. Aunque su origen es mucho más antiguo y ya se había practicado en sociedades tribales muy anteriores en el tiempo a la mítica Atenas de Platón, fue en esa ciudad donde el concepto de la Democracia caló más hondo. Siempre nos han contado que Atenas fue la cuna de las artes, de las ciencias, de la filosofía y de la democracia. Gracias a todos aquellos filósofos que se paseaban en túnica por las ágoras y acudían a recibir clases magistrales a la famosa academia platónica, hoy somos un poco más civilizados de lo que habríamos llegado a ser si ellos no hubiesen existido nunca. Pero la realidad es que ni sus vidas fueron tan ejemplares, ni su sociedad tan democráticamente envidiable.


La Escuela de Atenas de Rafael Sanzio

DEMOCRACIA es una palabra formada por la combinación de otras dos palabras: Demos (pueblo) y Cracia (poder). Entendida literalmente, nos estaría indicando que el poder es del pueblo. Pero los griegos tenían una peculiar forma de distinguir entre los individuos que constituían el "pueblo" de los que no lo constituían. Sólo el 10 por ciento de los ciudadanos de Atenas podían ejercer su derecho al voto. El resto eran considerados ciudadanos de segunda y estaba integrado por los pobres, los esclavos y las mujeres. De esas cifras se deduce que el poder, en realidad, estaba en manos de los más ricos e influyentes y que el 90 por ciento de los griegos eran del todo ignorados.
Después de esta evidencia, ¿podemos seguir defendiendo la Democracia de Platón?

 http://www.todahistoria.com/wp-content/uploads/2012/10/Aportes-de-Grecia2.png

Transcurridos más de dos milenios en el tiempo, la Democracia ha experimentando algunos cambios, aunque nunca hemos dejado de recrearnos en su concepción griega original, como si se hubiese convertido en nuestro eslabón perdido y en cada época posterior se nos halla antojado un sueño inalcanzable. El mundo, a lo largo y ancho de sus naciones ha vivido y lamentado regímenes de gobierno muy diversos. La ciudadanía ha padecido abusos de poder gravísimos, persecuciones injustificadas de la iglesia y de sus justicieros, torturas inimaginables, saqueos, ultrajes y matanzas indiscriminadas. Todo ese horror amparado en la "legitimidad" de una monarquía, un estado feudal, una dictadura o una revolución comunista. La denominación que le quieran dar al poder ejercido con tan malas artes es lo de menos. Lo que cuenta es que el pueblo, en ninguna de esas situaciones, ha sido soberano en absoluto.

A finales del siglo XVIII, en Europa empezaron a cambiar algunas cosas. Con el inicio de la revolución industrial, los campesinos analfabetos empezaron a emigrar a las ciudades y su modo de vida cambió radicalmente. Pasaron de trabajar de sol a sol cultivando la tierra, a trabajar frente a una máquina durante largas jornadas encerrados en una fábrica sin ver la luz del día. Pero en la fábrica no estaban solos. Había muchos más como ellos y empezaron a establecer nuevos lazos de amistad y camaradería. Cuando las personas intercambian ideas y aprendizajes, se hacen más cultas y adquieren mayor poder. Una persona informada siempre resulta más peligrosa que una persona ignorante.

Con el tiempo, empezaron a sucederse las protestas y las reivindicaciones. Los obreros exigían más derechos y mejoras en su calidad de vida. Los poderosos continuaban ignorándoles, igual que dos mil años atrás acostumbraban a hacer los falsos demócratas griegos con el 90 por ciento de su pueblo. Pero los pueblos europeos de finales del siglo XVIII no estaban dispuestos a que les continuasen esclavizando y no cejaban en su empeño de sublevarse a la menor oportunidad.

El 14 de julio de 1789, el pueblo francés se echó a la calle y tomó La Bastilla.
A partir de ese momento, la historia de Francia daría un giro radical. Se pasó a buena parte de su realeza y de sus nobles por la guillotina y se acabó instaurando una república. Escogieron tres grandes palabras para diseñar su nueva seña de identidad: LIBERTAD, IGUALDAD Y FRATERNIDAD.

Pero, a partir de ese momento, ¿el pueblo francés fue de verdad más libre, sintieron que tenían todos los mismos derechos y se tuvieron todos por hermanos?

Cambiaron la forma de gobierno, pero el poder lo siguieron decidiendo y ejerciendo sólo unos pocos elegidos y no precisamente por el pueblo.

En España, entre 1701 y 1713 padecimos la denominada Guerra de Sucesión. Se originó tras la muerte, sin dejar descendencia, del monarca Carlos III, último rey de la Casa de Habsburgo. El país quedó dividido entre los borbónicos, auspiciados por la Corona de Castilla, y los austracistas, apoyados por la Corona de Aragón. Los primeros eran partidarios de subir al trono a Felipe V d'Anjou y los segundos de proclamar rey al Archiduque Carlos de Habsburgo. Subió al poder Felipe V y con él debutó la casa de Borbón en el trono español. Pero la alianza antiborbónica no le puso las cosas fáciles al recién estrenado monarca, que era nieto del mismísimo Luis XIV de Francia y adolecía de tan poco seso como él.

Inglaterra y Holanda formaron parte activa de esa alianza, porque temían que España y Francia acabasen unidas por un mismo monarca. Otros países europeos también acabaron sumándose a la contienda. La historia finalizó un 11 de septiembre de 1714 en Barcelona, con la capitulación de la ciudad, después de haber sido ésta arrasada por los borbónicos. Fue el fin de la Corona de Aragón.

Apenas un siglo más tarde, Napoleón Bonaparte obligaría a abdicar al rey Fernando VII, colocando en el trono de España a su hermano José. Este hecho desencadenaría otra guerra importante, la de la Independencia, también conocida como "Guerra del francés".

En diciembre de 1813, un Napoleón completamente derrotado por el fracaso de sus tropas en Rusia, es obligado por el Tratado de Valençay a devolver la corona española a Fernando VII.
El poder vuelve a cambiar de manos, pero el pueblo, que ha luchado hasta la extenuación contra el invasor francés, vuelve a estar a merced de los que ostentan el poder, y sigue sin poder decidir lo que quiere y lo que no.

En 1868 estalló la que se conocería como la Revolución Gloriosa y la que era en ese momento la reina de España, Isabel II, tuvo que huir a Francia. Se instauró un gobierno provisional, presidido por el General Serrano y se convocaron elecciones, que ganaron los progresistas. Al año siguiente se aprobaría la primera constitución democrática, en la que se habla de soberanía nacional, sufragio universal, derecho a reunión y asociación y la instauración de una monarquía democrática, en la que el poder del rey estará limitado.

Esta vez el elegido resultará ser un monarca italiano: Amadeo de Savoya, quién sólo reinará durante dos años. El mismo día de su proclamación como rey es asesinado el General Prim, su más ferviente defensor. A partir de ese momento, todo serán complicaciones para el recién estrenado monarca. En la calle no cesan las revueltas ni los enfrentamientos entre carlistas, alfonsinos y republicanos. En 1873, harto de la inestabilidad política, el rey decide abdicar y regresar a Italia. Es así cómo las cortes llegan a proclamar la República el 11 de febrero de 1873.

A partir de ese momento, ya no había reyes déspotas, pero los españoles seguían igual de sometidos a los caprichos del poder de quienes intentaban gobernarles. Ahora podían votar, pero sólo la mitad de la población que había alcanzado la edad para ejercer ese derecho. Porque las mujeres seguían teniendo vetado ese derecho.

Al margen de quien gane las elecciones, siempre hay dos bandos enfrentados que no dejan de reprocharse cosas mutuamente. Y los campesinos, los obreros, los tenderos, o las sirvientas seguirán padeciendo su misma indiferencia. Porque para los políticos los ciudadanos de a pie sólo son instrumentos de los que se acuerdan sólo cuando les conviene para utilizarlos en beneficio de sus particulares causas. En los primeros 11 meses de andadura de la república, se suceden cuatro presidentes distintos. También sufre un golpe de estado y a partir de junio de 1874 acaba sometida al régimen dictatorial impuesto por el general Serrano.

No habían pasado ni dos años desde la proclamación de esta primera república, cuando se restauró la monarquía y la casa de Borbón volvió a España. Esta vez la corona recaía sobre Alfonso XII.

El siglo XX amanece igual de convulso por toda Europa y América. Las revoluciones se suceden por doquier. Hay protestas, huelgas y atentados donde menos se los espera. Uno de esos atentados se salda con el asesinato del Archiduque Francisco Fernando de Austria en Sarajevo, en junio de 1914. Este suceso se convierte en el detonante de la Primera Guerra Mundial.

Entretanto, la Rusia de los zares también tiene muy harto al pueblo y después de soportar muchos abusos de poder y unas condiciones de vida inaguantables, sus ciudadanos deciden echarse a las calles y tomarse la justicia por su mano. Si en Francia se atrevieron a decapitar a su reina, los rusos no se cortaron un pelo en entrar en los palacios y arrasar con todo y con todos los que les salieron al paso. Muchos creyeron ciegamente en aquella revolución, hasta el punto de perder o hipotecar sus vidas por ella. Triunfó el comunismo, pero el pueblo llano siguió igual de sometido que cuando reinaban los zares. 

Lo mismo volvió a pasar en España a partir del 14 de abril de 1931, cuando se proclamó la segunda república y el rey Alfonso XIII tuvo que salir huyendo como lo había hecho sesenta años antes su abuela Isabel.

Que cambie el sistema de gobierno, no implica que tenga que cambiar la vida de las personas que están a su servicio. El poder cambia de manos, las palabras se intercambian, pero la realidad sigue siendo la misma. Y en 1936, otro golpe de estado perpetrado por un general español acaba con la segunda república y provoca otra guerra. Otra vez es el pueblo llano el que tiene que sacrificarlo todo por defender los ideales de unos o de otros, muchas veces sin entenderlos siquiera. Y se derrama demasiada sangre, y se pierden demasiadas vidas. Ganan los del bando golpista y se inicia una encarnizada persecución contra los vencidos y sus familias. Para sorpresa de muchos, no se reinstaura la monarquía, sino que se erige en el poder el mismo general que había perpetrado el golpe de estado y permanece en él durante 39 largos años. No es hasta su muerte, en 1975, cuando volvemos a tener un rey y España empieza a ser democrática. O eso nos hacen creer.

Desde entonces podemos ejercer nuestro derecho al voto y, en teoría, podemos hacerlo libremente. Pero la realidad es que nunca hemos dejado de sentirnos coaccionados y utilizados por los partidos políticos. Porque, al margen de las leyes, este país nuestro tiene una cara B para casi todos los asuntos que se mueven en él. Hay unas reglas del juego, pero muchos de los jugadores siempre ganan haciendo trampas. Y contra esos impostores poco podemos hacer porque suelen ostentar un poder que los ciudadanos de a pie no podemos soñar ni con llegar a rozar.
Las últimas elecciones fallidas de nuestro país son una prueba de ello. El pueblo acudió a su cita con las urnas y votó la que creyó que era su mejor opción. Si de verdad nuestra sobrevalorada democracia fuese tal y el pueblo fuese realmente soberano, los políticos deberían acatar la decisión de los ciudadanos de acabar con los bipartidismos y con las viejas rencillas. Si somos conscientes de que nuestro país engloba una población muy diversa y plural, aquellos que aspiran a gobernarnos deberían mentalizarse de que necesitamos esa misma pluralidad en el gobierno. Si estamos diciendo a gritos que no queremos más mayorías absolutas, lo que tienen que hacer esas señorías que no paran de reprocharse cosas las unas a las otras es dar carpetazo a los viejos sistemas de hacer política, ponerse las pilas y llegar a pactos que beneficien al conjunto de los ciudadanos y no sólo a sus particulares imágenes y a sus singulares bolsillos.

Basta de hablar de derechas, de izquierdas, de liberales ni de conservadores. Dejemos esa vieja terminología para los que vivieron en los siglos de la revolución industrial o de la caída de los gigantes, como muy bien lo diría Ken Follet.

Estamos en el siglo XXI y en este nuestro tiempo, una imagen sigue valiendo más que mil palabras. Dejémonos de grandes discursos que sólo sirven para ponernos un caramelo en los labios que luego nos es negado cuando quienes tanto nos prometían alcanzan el poder. Dejémonos de ciegas promesas que todos sabemos que no se pueden cumplir. El pueblo quiere hechos y ejemplos. Quiere dirigentes proactivos, capaces de dar la cara, de pedir disculpas cuando toca hacerlo, de asumir los propios errores y de reconocer su incompetencia cuando no se vean capaces de seguir en sus puestos.

Todas las grandes palabras tienen letra pequeña. No permitamos que nos cieguen con ellas. La Democracia no se diferencia demasiado de la dictadura, del absolutismo, del despotismo ilustrado o del comunismo cuando quienes ostentan el poder la obligan a convivir con la corrupción, el favoritismo o la compra de votos, ni tampoco cuando obligan al pueblo a volver a acudir a las urnas porque los resultados de las elecciones anteriores no le convienen a ninguno de los partidos que se habían presentado. 

En una verdadera DEMOCRACIA, no es el pueblo el que tendría que volver a votar, sino esos políticos los que tendrían que dimitir en bloque y dedicarse a otra ocupación.

Pitágoras tenía por costumbre exigirles a sus alumnos que guardasen dos años de silencio para que, cuando volviesen a hablar, tuviesen muy claro lo que fuesen a decir.


Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

Comentarios

Entradas Populares