Encontrándonos Sentido

Una de las excusas más recurridas por los adolescentes de cualquier época ha sido y sigue siendo la de “tú no me entiendes” cada vez que alguno de sus progenitores les enfrentan y les exigen explicaciones.



Todos hemos pasado por esa etapa de turbulencias, en la que las hormonas invaden sin piedad nuestro particular universo y acaban dominando nuestro carácter.


Todos hemos pecado de veletas cuando éramos teenagers, utilizando el término que las generaciones más recientes utilizan para definir la segunda década de la vida. 


Todos hemos entrado en cólera de repente, sin motivo aparente que la justificase ante nuestras sufridas madres o nuestros pacientes padres.



Todos hemos recurrido a responder a la defensiva y con evasivas en un intento no siempre exitoso de preservar nuestra parcela de mundo exclusivo sólo para nosotros mismos.


 ¿Cuántos chicos y chicas de distintas épocas no habrán colgado en la puerta de sus habitaciones un letrero con la célebre frase de Hermann Hesse en su novela “El lobo estepario” ENTRADA NO PARA CUALQUIERA. SOLO PARA LOCOS?


Aventurarse a tratar de entender la mente de un adolescente siempre se convierte en una odisea con mayor índice de fracaso que de final feliz. Porque nadie puede comprender un mundo en el que nunca antes ha estado, a menos que se atreva a sumergirse en él y asuma todas las posibles consecuencias de su acto. Porque, pese a que en todas las generaciones los adolescentes han tenido que lidiar con sus propias contradicciones, las peculiaridades de cada época imprimen en las personas que viven en ella un sello que convierte su experiencia en única e irrepetible. De ahí que la mayoría de esos jóvenes tengan la sensación de que lo que les pasa, les pasa sólo a ellos y alimenten lo que en psicología se ha denominado “fábula personal”.

En las primeras décadas del siglo XX, Thomas Kuhn empezó a hablar de paradigmas para tratar de explicar la evolución de la ciencia. Si extrapolamos el concepto de paradigma a la cuestión adolescente, podríamos entender que cada joven emergente representa un paradigma nuevo que lucha por hacerse un hueco entre viejos paradigmas (representados por los padres y profesores) que, a sus ojos, se han quedado obsoletos y necesitan ser reemplazados.

Esta constante lucha por encontrar cada uno su lugar en el mundo siempre ha dejado víctimas por el camino. A veces han sido los progenitores que, vencidos por unos hijos que se les han ido de las manos, han acabado tirando la toalla y dándolos por perdidos. Pero muchas otras veces, han sido los hijos los que, en su empeño de desafiar continuamente a los padres, han acabado perdiendo el control de sí mismos y escogiendo caminos cada vez más arriesgados sólo por el hecho de alejarse de aquellas otras sendas que habrían soñado para ellos sus padres. Y este hecho constituye uno de los grandes fracasos de los seres humanos: hacer o deshacer ciertas cosas sólo por hacer daño a otros, cuando en el fondo ni nos van ni nos vienen. Porque, con el tiempo, independientemente de que hayamos podido perjudicar a nuestros supuestos adversarios, a quienes verdaderamente acabamos dañando es a nosotros mismos. Los grandes perjudicados de los pasos equivocados que damos en la vida, acabamos siendo siempre nosotros.

No se puede vivir pensando en lo que a otros les gustaría o no les gustaría que hiciéramos. La vida es demasiado corta como para despilfarrarla de esa manera. De lo que se trata es de que, más tarde o más temprano, nos cueste más o nos cueste menos, seamos capaces de encontrarnos un sentido a nosotros mismos y descubramos qué es lo que realmente queremos y lo que no queremos en nuestra vida.

Pese a las tormentas emocionales que cada uno hayamos tenido que soportar en la adolescencia y pese a todos los muros que hayan intentado franquearnos el paso y nos hayamos visto obligados a derribar, estar vivos siempre nos tendría que merecer mucho la pena. Habitamos un mundo convulso y sangriento, pero también lleno de conocimientos increíbles por descubrir, de personas maravillosas por llegar a conocer, de rincones de ensueño que nos están esperando a la vuelta de la esquina, siempre que nos dignemos a mirar en la dirección exacta.

Encontrarle su sentido a la vida es lo único que la puede hacer interesante a nuestros ojos. Y ese sentido no tiene por qué estar relacionado con la salud, ni con el dinero, ni con el amor de la pareja.

Hay personas que no gozan de ninguna de esas tres cosas y viven una vida plena y satisfactoria, mientras que otras que tienen la inmensa suerte de estar sanas, estar bien posicionadas económicamente hablando y tener al lado a alguien extraordinario, son incapaces de darle sentido a su vida y se muestran superficiales, como si no tuviesen alma.


El psiquiatra Víctor Frankl, que sobrevivió al azote del nazismo, fue capaz de encontrarle sentido a su vida aun cuando estaba prisionero en uno de los campos de concentración, sin saber si llegaría a salir con vida de allí o lo haría por alguna de las chimeneas de los crematorios convertido en humo. Aprendió a vivir el momento de la forma que menos le dolía, distanciándose mentalmente del sitio donde estaba, concentrándose en escenas más positivas y ahuyentando la desesperanza. Logró sobrevivir y sus libros acabaron ayudando a mucha gente. Es evidente que el factor suerte también debió jugar a su favor, porque el solo hecho de ser positivo no te puede llegar a salvar de acabar en una cámara de gas o despeñado por una cantera. Pero aquí lo importante no es si el desenlace fue su supervivencia o su muerte. La muerte, tarde o temprano, es el desenlace que nos espera a todos, sin ninguna contemplación. Lo que interesa del caso de V. Frankl es la certeza de que, aunque se hubiese visto a las puertas de la muerte, ya en el interior de la cámara de gas, él no habría permitido que le arrebatasen el sentido que le había encontrado a su vida.

Un ejemplo similar lo encontramos en la película “La vida es bella”, en la que un padre hace lo imposible porque su hijo no se dé cuenta de las atrocidades que se suceden a su alrededor y es capaz de darle la vuelta a todas las situaciones para que el niño no deje de sentir la parte hermosa de la vida.

Todo lo que nos pasa, por duro e insoportable que nos parezca, siempre tiene más de una lectura y, si nos esforzamos, podemos llegar a ser capaces de encontrar la que más nos favorezca. Si no hay ninguna buena, siempre podemos quedarnos con la menos mala.

Nuestra mente tiene una capacidad ilimitada para elucubrar pensamientos, establecer relaciones entre distintos hechos, recuperar episodios del pasado, darle la vuelta a situaciones difíciles o rescatar sentimientos que ya creíamos olvidados. Aunque también es esa misma mente nuestra la que se empecina en ponerse límites y marcarse líneas rojas que se niega a traspasar en un intento enfermizo de destrozarnos los planes del día con su caprichosa rabieta. Cuando eso pasa, lo mejor es actuar como lo haríamos con un niño malcriado y consentido: ignorarla y seguir con nuestros planes. Cuando se perciba de que no nos importa en absoluto su intento de bloquearnos, tendrá que acabar cediendo, igual que acabábamos cediendo ante nuestros padres cuando, de adolescentes, nos imponían sus reglas o acababan cediendo ellos ante nosotros cuando era al revés.


Acabar haciendo de nuestras vidas lo que han decidido otros es el mayor acto de suicidio que podemos cometer, pero tomar la dirección opuesta con el único propósito de contrariar a esos otros, es suicidarse de la manera más estúpida posible.

La vida no se puede vivir poniendo el piloto automático, como si no fuese con nosotros, como si estuviéramos sólo porque se supone que tenemos que estar. Como esos estudiantes que se pasan años en el instituto o en la facultad calentando la silla y repitiendo cursos porque así hacen lo mismo que sus amigos, pero sin implicarse ni esforzarse lo más mínimo.

Vivir es algo más serio y más valioso. Estudiar tendría que ser algo más responsable y comprometido.

Da igual quienes seamos por herencia o cómo nos ganemos la vida. Lo que cuenta es que hayamos aprendido a disfrutar lo que nos pasa cada día, sintiendo que no hay dos días iguales, y manteniendo en alerta todos los sentidos porque, en cualquier momento, la vida puede sorprendernos de forma muy grata. A veces lo que más puede llegar a emocionarnos son las pequeñas cosas del día a día: la sonrisa o el abrazo de esa persona con la que nos cruzamos cuando vamos al trabajo, la frase espontánea de un niño que nos deja sin palabras y nos da para pensar dos días seguidos y acaba dando pie a un cuento que acabamos escribiendo, el paisaje mágico de una puesta de sol o de un río deshilándose en asombrosas cascadas, recibir un e-mail de ese amigo o familiar que vive lejos pero siempre sentimos tan cerca o despertar recibiendo el beso de la persona que amas y tienes la inmensa suerte de tener siempre al lado desde hace ya tantos años. Todo eso y cincuenta mil ejemplos más pueden vestir de sentido nuestra existencia y fortalecerla para que no decaigan los ánimos ni se nos empañe la dicha, por muy empinados que se nos presenten los senderos y caminos por los que hayamos de transitar en el futuro.

El motor último que nos impulsa a mantener el sentido de nuestra vida es nuestra propia actitud ante ella. Cuidemos esa actitud, eduquémosla en positividad, en resiliencia, en apasionamiento y en ilusión. Los budistas defienden aquello de: TODO ESTA DENTRO DE TI.

Preservemos, entonces, todo eso que llevamos dentro, pero actualizando sus contenidos a cada rato para evitar que el sistema operativo de nuestras neuronas se quede obsoleto, nos bloquee todo el cerebro y nos haga perder el sentido que tanto nos ha costado encontrar.


Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749



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