Enlazándonos entre Generaciones
La constante evolución que estamos
experimentando los humanos en todos nuestros campos del saber nos está abocando
a vivir cada vez más años, pero también a hacerlo de forma más apresurada.
Si
desde nuestros ascendientes griegos y romanos hemos ido adaptándonos a las
exigencias de diferentes formas de vida en una sucesión de épocas que no
diferían mucho de una a otra en lo esencial y que se alargaban lo suficiente en
el tiempo como para que la población no percibiera los cambios de unas a otras,
a partir del siglo XX no hemos dejado de experimentar cambios ni de tener que
adaptarnos a ellos a una velocidad nunca antes impuesta.
Hasta el siglo pasado, la vida de las
personas de cada generación emergente no variaba mucho de la vida de sus padres
o abuelos. El que nacía en el seno de una familia pobre podía cambiar la opción
de trabajar en el campo por la de hacerlo en una fábrica o en una mina. Los más
afortunados, podían aspirar a entrar como aprendices en algún taller y formarse
en algún oficio, pero sus vidas transcurrirían de modo muy similar a las vidas
de sus progenitores. El que nacía en una familia rica podía permitirse la
opción de estudiar en alguna universidad extranjera y vivir experiencias que
seguramente no vivieron sus padres durante el tiempo que durase su formación,
pero al final su destino sería incorporarse a los negocios familiares y
acabaría llevando el mismo estilo de vida que sus padres. Siempre había
excepciones, tanto entre pobres como entre ricos, pero en general, las nuevas
generaciones no diferían demasiado de sus predecesoras.
Pero todo cambió cuando apareció en el
horizonte el que sería el siglo de las dos Guerras Mundiales, de la Revolución
Rusa, de la Guerra Civil Española, de la
Guerra Fría, del Muro de Berlín, de las Guerras de Corea y del Vietnam, de la
Revolución Cubana o de la Primera Guerra del Golfo. Aunque también fue el siglo
del psicoanálisis, de la emergencia de la televisión y de la llegada del hombre
a la luna.
Un siglo tan caliente y agitado no podía no
dejar huella en la población. Muchos jóvenes se dejaron la vida en las
batallas. Otros regresaron de ellas, pero nunca más volvieron a ser los que
eran antes de partir hacia el frente. El trastorno de Estrés postraumático o el
dolor del miembro fantasma son dos de las afecciones que esas batallas acabaron
aportando al inventario de trastornos que estudian la psicología y la
psiquiatría. También el tipo de cine que se rodó durante esas décadas tan
sangrientas y en décadas posteriores acabó haciendo partícipe de todo aquel
horror al resto de la población.
Fue después de la Segunda Guerra Mundial
cuando se empezó a hablar de la generación del baby boom. A todo el mundo le
dio por traer hijos al mundo en un intento de pasar página y de poner en
práctica el famoso dicho de “la vida continua”.
Entre 1946 y 1964 los índices de natalidad se dispararon hasta
límites preocupantes. En España, lo más habitual eran las familias con ocho o diez hijos. Algunas incluso más. Para mantener a toda esa prole, a menos que la
situación económica de la familia fuese desahogada, no resultaban suficientes
los ingresos que aportaba el padre por su trabajo, también se hacía
imprescindible todo lo que pudiese aportar la madre con sus remiendos en casa
para terceros o sus faenas en casas ajenas e incluso lo que pudieran ir
aportando los hijos mayores a medida que iban creciendo y se veían obligados a
dejar la escuela antes de tiempo. Jugar el rol de hermanos mayores en aquellos
años implicaba madurar antes de tiempo, convertirse en padre o en madre antes
que en hombre o en mujer. Y esos jóvenes no podían protestar ni negarse ante
los sacrificios a los que les abocaban sus padres, porque aquella realidad era
la única posible y la compartían con sus compañeros y amigos. Todos igual de
explotados y de silenciados por el miedo a desafiar la autoridad de sus
progenitores.
Mucha gente que creció en aquellos años y que
padeció aquellos abusos de poder, habla ahora de ellos con nostalgia y echa de
menos esa clase de “respeto hacia los padres” en los que ahora son sus nietos.
Curiosa forma de entender el respeto y de querer negar la realidad para
sustituirla por un capricho de sus recuerdos que consiga hacérsela parecer más
soportable. Condenar a los hijos a pasar miserias y negarles una educación que
les permita salir de ellas no denota precisamente ninguna clase de respeto por
esos hijos. Pero eran otros tiempos y otras las circunstancias. Nosotros
podemos ponernos en el lugar de aquellos antepasados nuestros y entender el
sentido que le daban a la vida y su escala de prioridades, pero ellos nunca
hubieran podido entender los argumentos que nosotros utilizamos ahora para
refutar sus hipótesis, porque les faltarían algunas décadas de evolución en
todos los sentidos.
A partir de 1965 se empezó a gestar la que el
fotógrafo Robert Capa había bautizado como Generación X en 1950. Esta
generación, también conocida como Generación Perdida, quizá haya sido la mejor
preparada de la historia, aunque también haya acabado convirtiéndose en la más
ninguneada. En España fue la primera generación que creció en Democracia, la
primera que tuvo completo acceso a la educación y que pudo permitirse disfrutar
íntegramente de la infancia porque los padres, aquellos niños del baby boom que
habían padecido tanta miseria por culpa del overbooking que había en sus
respectivos hogares, decidieron tener menos hijos y ofrecerles una mejor
calidad de vida. Estos niños de la nueva generación asistieron atónitos a la
emergencia de un mundo donde todo se podía comprar si se disponía del dinero
necesario. Se acostumbraron pronto a valorar la importancia de las marcas a la
hora de vestirse y de estar a la última en todo cuanto salía al mercado. Entre
esos niños crecieron algunos que no superarían la segunda década, porque los devastadores
efectos de las drogas o el SIDA se encargarían de impedírselo. También habría
muchos otros que llegarían a lo más alto en todos los retos que se atrevieron a
proponerse. Los años setenta y ochenta fueron la cuna de grandes cambios a
todos los niveles, pero esos cambios nunca vienen exentos de peligros ni de
consecuencias irreparables para mucha gente.
En general, la generación X está integrada
por personas que, pudiendo tener acceso a todo, se han visto obligadas a
resignarse a tener lo imprescindible, porque estas mismas personas son las que
en su día empezaron a definirse con el término mileurista. Y de todos es sabido
que mil euros al mes no se estiran para demasiadas cosas, por muchos sueños que
tenga uno y muy sabio que sea. Tienen mejor preparación que la mayoría de sus
jefes, la mayoría dominan dos o tres idiomas y se manejan informáticamente como
los peces en el agua, pero están sujetos a la ley de la oferta y la demanda. Si
fuesen escasas, las empresas se rifarían a estas personas, pero la realidad es
que hay demasiadas para la poca demanda que hay ahora mismo en el mercado.
Estas personas son demasiado buenas para encajar en el mundo tan precario en el
que se ven obligadas a moverse, justo lo contrario que les pasó a sus padres en
la generación anterior.
Para suceder a la Generación X, hacia 1980
empezó a gestarse la que sería conocida como Generación Y o la Generación del
milenio.
Los jóvenes que la representan se caracterizan por retrasar el momento
de abandonar el nido familiar para responsabilizarse plenamente de la propia
vida. Hecho por el que se les ha venido en llamar la Generación Peter Pan. A
diferencia de la generación de sus padres, en la que la mayoría de los jóvenes
parecían tener prisa por empezar a vivir por su cuenta, creando su propia familia a
edades bastante tempranas, estos otros jóvenes se permiten alargar la
adolescencia casi indefinidamente. Quizá porque temen equivocarse como creen
que lo hicieron sus padres (muchos de ellos divorciados) al precipitarse
demasiado pronto hacia las mieles de la supuesta madurez. Estas personas se
sienten a gusto viviendo en casa de sus progenitores, eludiendo la
responsabilidad de su propia manutención y disponiendo de sus ingresos para
dedicarlos íntegramente a sus aficiones: última tecnología, música, libros,
viajes, ropa, etc. Más que el tener cosas, valoran el poder acceder a esas
cosas.
Con el cambio de siglo y de milenio, entró en
escena la generación más reciente, denomina Z.
Formada por niños y adolescentes
que ahora tienen entre 5 y 15 años, pero ya dejan entrever sus peculiaridades. Se
les ha definido como nativos digitales, porque han nacido y crecido entre
pantallas de ordenador, de móviles, de tablets y de toda una serie de
artilugios digitales que ellos dominan como si de prolongaciones de su propio
cuerpo se tratase. Tienen acceso ilimitado a todo tipo de contenidos e
información. Estudian y hacen los deberes por internet, compartiendo dudas con
sus amigos via skipe y utilizando el whatssap incluso en horas de clase. Pasan
horas comunicándose con sus iguales a través de pantallas, pero luego les
fallan las habilidades sociales a la hora de enfrentar ciertos problemas con
sus familias o con sus profesores. Y, cuando estalla alguna de sus crisis, la
frase siempre es similar a ésta: “Es que tú no me entiendes. No tienes ni idea de lo que me pasa”.
Y los pobres padres desesperados, porque ya no saben cómo capear el temporal
que se les viene encima. Y entonces recurren a las odiosas comparaciones de
siempre: “Yo a su edad no era así. Yo respetaba a mis padres. Yo era más
madura. Yo sabía lo que quería en la vida y valoraba lo que me daban”.
Qué selectiva resulta ser siempre la memoria…
Qué poco recordamos lo que no nos interesa recordar…
En abril de 2004, Jorge Bucay impartió un
taller sobre su libro “El camino de la autodependencia” en un hotel de Roses.
Entre las variadas dinámicas de grupo y algunos de sus cuentos, nos habló a los
asistentes de cómo veía él los cambios generacionales y explicó que, mientras
que lo que su abuelo le había enseñado a su padre le había llegado a ser de
gran ayuda, a él lo que su padre le había enseñado apenas le había alcanzado
para hacerse una ligera idea de lo que llegaría a encontrarse en la vida. Pero
lo más curioso fue cuando confesó que tenía la certeza de que lo que él les
había enseñado a sus propios hijos no les iba a servir absolutamente de nada.
Porque en los últimos años, los cambios se están sucediendo a una velocidad de
vértigo y lo que hoy se nos presenta como una verdad incuestionable, mañana
puede sorprendernos como la mentira mejor elaborada.
Hace 15 años, durante un seminario sobre
adolescencia, un ponente quiso ponernos a prueba a los asistentes mostrándonos
el siguiente texto:
"Esta juventud está
malograda hasta el fondo del corazón. Los jóvenes son malhechores y ociosos.
Ellos jamás serán como la juventud de antes. La juventud de hoy no será capaz
de mantener nuestra cultura"
Nos preguntaron la época en
la que debía haberse escrito esa cita y la gran mayoría apostamos por la
actual. La realidad es que el escrito se encontró esculpido en un vaso de
arcilla, en las ruinas de la antigua Babilonia (actual Bagdad), y data de 4000
años de antigüedad.
Se han encontrado escritos
similares atribuidos a Sócrates y a Hesíodo, entre otros. Lo que demuestra que
la erupción de una nueva generación siempre ha sido acogida con recelo por las
generaciones precedentes. Pero ha sido precisamente gracias a esos
atrevimientos de los jóvenes de todas las épocas que hemos sido capaces de
llegar hasta donde estamos ahora. El mundo que habitamos y sus distintas
realidades no son precisamente el jardín de ningún edén, pero tampoco son el
infierno. Hay mucho de bueno en todas las generaciones que seguimos conviviendo
entrelazadas, aprendiendo unas de otras, aunque nos parezca imposible y no lo
queramos reconocer.
Nada estará perdido mientras haya quienes se empeñen en
seguir buscando y en atreverse a descubrir.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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