Genética, Ambiente y Actitud
A mediados del siglo XIX, por la misma época
en que Charles Darwin escribía “El origen de las especies, Gregor Mendel
iniciaba una serie de experimentos que darían respuesta a muchas de las
preguntas que se hacían los biólogos de la época sobre la herencia. Estas
preguntas eran del tipo: ¿Por qué un niño se parece más a su padre en algunos
rasgos y a su madre en otros? o ¿Por qué hay caracteres que pueden saltar de
una generación a otra, pareciéndose el niño más al abuelo que al padre?
Mendel experimentó con cruzamientos de guisantes,
demostrando que los caracteres hereditarios estaban determinados por factores o
genes que se encontraban duplicados en parejas. Formuló dos leyes o principios:
Principio de segregación: Cada pareja de alelos se separa durante la formación de los gametos. Cuando dos gametos se unen en el momento de la fecundación, la descendencia recibirá un alelo de cada pareja, procedente uno del padre y otro de la madre. Si los pares de alelos son iguales entre sí, el individuo será homocigótico para el carácter que implique a aquel gen. Si son distintos, el individuo será heterocigótico para dicho carácter.
Principio de transmisión independiente: Durante la formación de gametos, los alelos de un gen se segregan independientemente de los alelos de otro gen. Si se cruzan un guisante liso y amarillo con otro guisante rugoso y verde, las proporciones fenotípicas esperadas en la descendencia serán: 9 guisantes lisos y amarillos, 3 guisantes lisos y verdes, 3 guisantes rugosos y amarillos y un solo guisante verde y rugoso.
Pese a la importancia de sus descubrimientos,
los trabajos de Mendel fueron ignorados por la comunidad científica durante 35
años. En ese tiempo, se hicieron grandes avances en microscopía y citología, se
descubrieron los cromosomas y pudieron observarse sus movimientos durante la
mitosis y la meiosis. Pero no fue hasta 1900 cuando los biólogos empezaron a comprender
y a darse cuenta de la importancia del trabajo realizado por Mendel.
A partir de entonces, desde diferentes campos
científicos, se han realizado infinidad de estudios para tratar de dilucidar la
influencia de los genes en nuestros rasgos físicos y en nuestros comportamientos.
Los avances en biología molecular han propiciado hallazgos sorprendentes sobre
el origen de muchas enfermedades y trastornos que hasta el momento habían sido
catalogados como extraños.
Se ha probado que el síndrome de Down es la
consecuencia de un error en la división celular durante el proceso de mitosis,
por el que en el par 21 se unen 3 cromosomas en lugar de dos (trisomía del par
21). También se ha constatado que en el origen de la fenilcetonuria se halla la
convergencia de dos alelos recesivos. Las personas que la padecen carecen de la
enzima que degrada el aminoácido fenilalanina. Al no poder ser degradada, esta
enzima se acumula en la sangre y en la orina, llegando a perjudicar el
desarrollo del sistema nervioso por su elevada toxicidad. Si no se trata a
tiempo, provoca un retraso mental profundo y la esperanza de vida queda
reducida a unos 30 años.
Otro trastorno neurológico que sólo afecta a
los individuos homocigóticos de un alelo recesivo, es la enfermedad de Tay-Sachs.
Estas personas carecen de una enzima que normalmente está presente en los
lisosomas de las células nerviosas. Esta enzima tiene la función de degradar un
tipo de lípidos (partículas grasas) en el interior de las células. Cuando se
carece de ella, las células nerviosas de estos niños se hinchan y acaban
muriendo. La esperanza de vida en este caso raramente sobrepasa los cinco años.
A diferencia de la fenilcetonuria, para la enfermedad de Tay-Sachs aún no
existe tratamiento.
La anemia falciforme y la fibrosis quística
serían otras dos alteraciones serias que estarían provocadas por la combinación
de dos alelos recesivos. La primera tiene más incidencia entre la población
negra americana y en algunos grupos mediterráneos. La segunda afectaría más a
poblaciones de origen europeo.
Al margen de los trastornos raros que pueden
provocar las interacciones entre genes dominantes y recesivos, hay otros
trastornos bastante más extendidos entre la población de todo el mundo, como
puedan ser las distintas formas de depresión o de ansiedad, que también
acostumbran a tener un componente genético.
Nuestros genes son como pequeños depósitos
que atesoran la historia de nuestros ascendientes. Si pudiésemos vaciar su
contenido y extenderlo sobre una mesa quizá se nos antojarían como puntos de un
mapa que nos estarían indicando la manera de encontrar las respuestas a las eternas preguntas
que, en algún momento de nuestras vidas, nos hemos hecho todos: ¿Quién soy? ¿De
dónde vengo? o ¿Hacia dónde voy?
El descubrimiento de la estructura del ADN en
1953 por Watson y Crick abrió la puerta a un abanico muy extenso de
investigaciones que se siguen sucediendo hoy en día cuyo objetivo es, ni más ni
menos, poder dilucidar todos los misterios que encierra ese mapa genético.
Es indudable que la naturaleza de toda esa
sopa química de la que estamos hechos acaba determinando nuestro carácter y
nuestra vulnerabilidad a ciertas enfermedades. Pero, ¿y el ambiente? Que nos
desarrollemos en un ambiente o en otro, ¿puede alterar de alguna forma esa
vulnerabilidad genética que nos sentencia desde el momento en que somos
concebidos?
Esta controversia también ha sido el origen
de muchos otros estudios sobre la influencia del ambiente en el que se crían
los niños, en la constitución de su carácter y de su comportamiento. Son
clásicos los estudios de gemelos criados juntos o separados y las comparaciones
entre hijos biológicos e hijos adoptivos. Y los resultados de esos estudios han
sido sorprendentes. Niños que se han criado juntos y han recibido idéntica educación
por parte de sus progenitores han acabado desarrollando caracteres totalmente
distintos, mientras que hijos adoptivos se han llegado a mimetizar tanto con
sus padres que se les han acabado pareciendo incluso físicamente. ¿Cómo es eso
posible? Pues porque no sólo puede heredarse la sangre. También se hereda la
forma cómo te enseñan a hablar, a sonreír o a negar con la cabeza. Los gestos,
las miradas, las microexpresiones o el modo de andar. Y en esto último, poco
tienen que ver los genes ni la biología.
Los humanos somos animales que lo aprendemos
todo por imitación. No olvidemos ese detalle.
La imitación no siempre es positiva. A veces,
en el seno de ciertas familias, puede llegar a ser muy peligrosa. En el intento
de encontrar una explicación para la esquizofrenia, diferentes investigadores
han estudiado concienzudamente los síntomas de la enfermedad y han probado la
posible eficacia de distintos grupos de fármacos que, en ocasiones, han
provocado unos efectos secundarios devastadores para los enfermos. Algunos de
esos investigadores han analizado las estructuras cerebrales que habían resultado
dañadas en esquizofrénicos ya fallecidos, encontrando una dilación ventricular
anormal y un lóbulo frontal afectado por un exceso de dopamina, entre otras
anomalías. Estudios estadísticos de diferentes muestras de pacientes llevados a
cabo durante décadas, han demostrado una incidencia mayor del trastorno en
personas nacidas en los meses más fríos del invierno, lo que ha llevado a
suponer la implicación en la enfermedad de algún virus, como la gripe contraída
por la madre mientras estaba embarazada. Pero uno de los descubrimientos más
interesantes en el estudio de la etiología de la esquizofrenia, no tiene nada
que ver con la biología, sino con el ambiente en el que se desarrollan estos
enfermos. Se trata de la naturaleza de la emoción expresada en el ambiente
familiar. Analizando cómo se interrelacionan los diferentes miembros de la
familia y el modo como expresan su emotividad, se podría llegar a aventurar si
alguno de sus hijos corre el riesgo de padecer esquizofrenia en el futuro.
En general, al margen de la posible
vulnerabilidad a padecer determinados trastornos, un niño que se cría en un
ambiente de gritos, violencia verbal o incluso física de un progenitor hacia el
otro, adicciones o falta de compromiso en general, llega a creer que ese tipo
de vida es normal. Como sólo ha visto ese modelo, no puede imaginarse que en la
casa de al lado las cosas funcionen de modo distinto. Y lo más triste de que
considere su vida como normal es que la acabará imitando. Porque todos los
niños pequeños sueñan con ser, de mayores, como sus padres. Y si el padre le
pega a la madre, él llegará a la conclusión de que pegarle a su pareja es lo
normal. Y si el padre bebe más de la cuenta, él un día acabará haciendo lo
mismo. A menos que alguien le abra los ojos a tiempo y le demuestre que otro
tipo de vida es posible. Aunque salir de un círculo vicioso en el que uno se ha
pasado toda su vida, por corta que sea, siempre requiere una dosis muy extra de
voluntad y de espíritu de superación.
Si resulta más que evidente el peso que sobre
todos nosotros ejerce nuestra carga genética, no lo resulta menos el peso de la
influencia del ambiente familiar del que surgimos.
Contra la vulnerabilidad de
nuestros genes podemos luchar cuidando nuestra dieta, evitando sucumbir a
adicciones no recomendables o haciendo ejercicio para liberar toxinas y exceso
de estrés.
Para contrarrestar las influencias negativas
que hemos recibido de los ambientes en los que nos hemos desarrollado podemos
comprometernos en mantener nuestra mente abierta y en no dejar nunca de
sorprendernos ni de aprender cosas nuevas. Mentalizarnos de que nuestros
progenitores hicieron todo cuanto pudieron para darnos la educación que ellos
creían mejor en aquel momento y estarles muy agradecidos, pero no conformarnos
nunca con esa educación y seguir trabajando cada día por mejorarla. Porque la
responsabilidad de llegar a ser la mejor versión de uno mismo nunca tiene que
recaer sobre sus padres, sino sobre cada persona. Los padres nos dan lo que nos
pueden dar, en función de sus conocimientos y sus propios recursos. Dice un
dicho popular que no se le pueden pedir peras al olmo.
Está claro que, si lo que queremos son peras,
tendremos que aprender a comportarnos como un peral y no como un olmo.
La influencia de la herencia genética y del
ambiente es un hecho palpable en cualquiera de nosotros, pero lo que acaba
determinando realmente lo que somos y cómo somos es nuestra actitud. Los
antiguos griegos ya defendían que lo importante no es lo que nos pasa en la
vida, sino lo que hacemos con todo eso que nos pasa. Siglos después, el psicólogo
Albert Ellis defendería el mismo principio.
Nuestros genes son los que son y no podemos
cambiarlos. El ambiente en el que nos desarrollamos es el que es y tampoco
podemos modificarlo. Pero hay algo que siempre podremos hacer y es decidir lo
que hacemos con todo eso que llevamos en la sangre y con todo lo que hemos
vivido y aprendido. Lamentarnos de nuestra suerte no nos la va a cambiar.
Alegrarnos por estar vivos, por poder seguir formándonos, por aventurarnos a descubrir
modelos más saludables a los que imitar y por permitirnos el capricho de querer
convertirnos en nuestra mejor versión… Eso quizá sí nos cambie la vida y nos
enseñe a valorarla mucho más.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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