Peleando por la Silla del Poder

En época de elecciones es casi imposible pretender mantenerse ajeno a la influencia de la propaganda con la que los partidos políticos nos bombardean las veinticuatro horas del día. Yendo hacia el trabajo o a la compra o a tomar un café, no paramos de darnos de bruces con pancartas de distintos colores, pero casi idéntico diseño. Exactamente igual que se hacía hace 20, 30 o casi 40 años. Quizá porque la imaginación nunca ha acabado de llegar al poder. Ponemos la televisión y en cualquier canal nos pasan esa propaganda mezclada entre el resto de anuncios publicitarios. En los espacios de las noticias aprovechan la agenda del día de cada uno de los partidos aspirantes, para llenar minutos repletos de promesas que ninguno de los candidatos piensa cumplir. Porque estamos en época de propaganda y con la propaganda, se trate de un producto o de una idea, lo que se pretende es captar compradores potenciales para ese supuesto invento estrella que se oferta. Aquí no importa mucho que esa publicidad sea engañosa o se corresponda con las cualidades del producto en cuestión. Aquí de lo que se trata es de llegar a convencer al público al que va dirigida la campaña.


La política y el márketing tienen ese factor en común: la persuasión de los receptores de los mensajes que se emiten para ellos, el saber convencerlos de que no van a encontrar nada ni nadie que les ofrezca mejor relación calidad/precio.

Una mentira, si la repetimos hasta la saciedad, puede llegar a convencer incluso a aquel que la ha inventado. Quizá porque los humanos acabamos creyendo lo que queremos o nos conviene creer.

Incluso en nuestro refranero podemos encontrar sentencias como: “Mejor malo conocido que bueno por conocer”. Quizá en esa “sabiduría popular” se halle la clave para entender porqué los dos grandes partidos que se han disputado siempre la presidencia desde que se instauró la democracia en nuestro país siguen resultando los más votados, pese a las tremendas meteduras de pata, los escándalos de corrupción y la pésima gestión de lo público de unos y de otros. Los cambios siempre inspiran miedo y, por mucho que nos defrauden esos políticos que no han sabido renovarse en consonancia con los nuevos tiempos, les seguimos votando para que ellos sigan viviendo muy por encima de nuestras posibilidades. Porque a esos políticos los mantenemos entre todos con nuestros impuestos y, en los últimos tiempos, nos están saliendo demasiado caros.

Si algo revelaron las últimas elecciones de diciembre en España, fue que el bipartidismo al que estábamos tan habituados ha pasado por fin a la historia. Ahora la silla del poder ya no se la disputan dos, sino cuatro candidatos. El pueblo se ha cansado del “más de lo mismo” y se ha atrevido a apostar por el cambio. Pero los que no han sabido recoger el guante han sido los políticos. Muy lejos de hacer uso del espíritu democrático que la ocasión les demandaba, los cuatro candidatos se concentraron en su propio ombligo y en trazar sus respectivas líneas rojas, como si tener 122 diputados, o 90, 0 70 o 40 les diera derecho a decidir a cualquiera de ellos cómo debía ser gobernada España. Ese derecho ya lo ejerció el pueblo en las urnas y, si realmente a esos políticos les importase un poco nuestro país, se hubiesen puesto de acuerdo ya el día siguiente de las elecciones y hubiesen formado un gobierno con representantes de los cuatro partidos. Porque eso es lo que votó España, un gobierno plural en el que todos nos pudiésemos sentir representados. Pero de eso han pasado seis meses y seguimos sin gobierno, a la espera de volver a acudir a las urnas dentro de una semana.

Que en democracia un partido gane las elecciones por mayoría absoluta resulta el peor de los escenarios posibles y, paradójicamente, desemboca en una formación de gobierno de lo más antidemocrática. 

Porque se acaba gobernando sólo para los votantes de ese partido, sea del color que sea. Y eso es vergonzoso y debería ser tipificado como delito. Un atentado en toda regla contra la soberanía del pueblo, comparable al que se vive en un régimen totalitario.

En España no necesitamos más dictaduras ni tampoco más leyes aprobadas por decreto. Lo que sí necesitamos es un gobierno fuerte, plural, valiente, preparado, imparcial, justo y que esté integrado por personas que se comprometan a trabajar por y para el pueblo. 
En ese proyecto no tendrían que tener cabida los vendedores de humo, ni los encantadores de serpientes, ni los que se retan a sí mismos a conseguir la silla de la presidencia o la cartera de algún ministerio con el único objetivo de enriquecerse, ni tampoco los que disfrutan rescatando la mierda de sus contrincantes de las hemerotecas para desprestigiarles durante las campañas electorales. Todos tenemos un pasado y todos hemos cometido errores que en su momento fueron imperdonables. Pero ahora vivimos en el presente y, si lo que pretendemos es edificar un mejor futuro, no vamos a llegar a él mirando hacia atrás. No somos cangrejos. Somos personas y, como tales, tenemos la obligación de ser más responsables y de centrarnos objetivamente en lo que queremos y embarcarnos de lleno en su consecución.

Abramos los ojos y analicemos bien lo que nos dicen cada vez que alguien pretenda vendernos algo o convencernos de que le apoyemos. A veces nos enredamos en los contenidos y nos olvidamos de vigilar las formas. Las formas son más importantes de lo que pensamos. Freud decía que “uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que dice”. Otros han introducido matices en la misma frase para acabar diciendo que valemos más por lo que callamos que por lo que proclamamos a los cuatro vientos. A veces, la mejor manera de desarmar a un contrincante es, precisamente, hablar bien de él, porque entonces de quien mejor estamos hablando es de nosotros mismos. Y esa propaganda indirecta sí resulta convincente.


Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

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