Rectificando las Coordenadas
Desde hace unos años, nos hemos tenido que
habituar al uso de GPS’s en nuestros vehículos para encontrar más fácilmente
los lugares a los que pretendemos dirigirnos. Atrás hemos dejado los viejos
mapas de carretera que nos hacían detenernos en cualquier punto del arcén para
comprobar si íbamos bien o no por el último desvío que habíamos cogido.
Los mapas de papel tenían el inconveniente de
que no reflejaban los cambios que hubiesen podido producirse en la red viaria
en los últimos meses, pero los modernos GPS’s tampoco quedan libres del
problema, a menos que se le instalen actualizaciones continuamente.
Viajemos con uno u otro sistema, siempre
podrán surgir imprevistos que nos acabarán obligando a buscar vías
alternativas: Un accidente que obliga a cortar una carretera, una obra que
implique el desdoblamiento de una nacional o el repintado de las líneas continuas
y discontinuas, pueden suponernos el inconveniente de tener que tomar un desvío
y tener que transitar por vías secundarias en peores condiciones y haciendo
muchos más kilómetros para llegar a la misma meta. Para encontrar esa vía
alternativa tendremos que volver a detenernos a consultar el viejo mapa o
pedirle al GPS que recalcule la ruta. Y, en algunas ocasiones, cuando se
viaja por placer y por aventura, suele
darse el caso de que, sobre la marcha, acabemos decidiendo que no nos merece la
pena recorrer tantos kilómetros de más e invertir tanto tiempo extra en llegar
a un destino que ya no nos resulta tan atractivo como al salir de casa. Es
entonces cuando decidimos cambiar las coordenadas por las de otro destino.
En la vida, las personas tenemos las mismas opciones cuando iniciamos nuestro viaje a través de ella. Dependiendo del tipo de viajero que seamos, nos comportaremos de un modo o de otro a la hora de conducirnos.
Si somos conservadores y pecamos de ideas
fijas, en un momento determinado de nuestra adolescencia o primera juventud nos
trazaremos un plan y nos abocaremos de cabeza a cumplirlo de forma rígida, sin
modificar ni un solo parámetro en ningún momento por muchas dificultades que se
nos presenten por el camino. Traducido al ejemplo del conductor, esa actitud
nos podría llevar a sufrir un accidente de consecuencias irreparables por no
seguir las indicaciones de desviarnos de nuestra ruta original. Otros ejemplos
similares podrían ser el del capitán de un transatlántico que avista en su
radar un iceberg y se empeña en no cambiar el rumbo o el del piloto que,
sorprendido por una violenta tormenta en pleno vuelo, se resiste a pedir ayuda
a la torre de control para que le tracen una ruta alternativa o le ayuden a
tomar tierra en el aeropuerto más cercano. Ante los imprevistos, siempre hay
que cambiar de planes.
Si somos un poco más flexibles, pero tenemos
muy clara la meta que queremos alcanzar, seremos capaces de sortear las
adversidades animándonos a transitar por vías alternativas hasta llegar al
destino deseado. Pero lo haremos a costa de llegar mucho más cansados y
desmotivados de lo que imaginábamos al iniciar el viaje. Ese cansancio y esa
desgana pueden acabar arruinándonos las vacaciones o esos días con la familia a
la que vamos a visitar, o esa reunión de negocios que tan importante e
ineludible nos parecía en el momento de concertarla.
Sólo los más aventureros, los que entienden
la vida como una caja de sorpresas en la que todo puede cambiar de un momento a
otro, serán capaces de fluir con su viaje, de disfrutar plenamente de cada
etapa de sus vidas y de cambiar su hoja de ruta tantas veces como les convenga
para llegar allí donde, en cada momento del presente, pretendan llegar.
Los más conservadores acostumbran a sentirse
frustrados con sus vidas casi siempre. Porque, por mucho que se hayan
esforzado, no han conseguido que las cosas resultasen al final cómo ellos
habían planificado. Simplemente porque la vida no se puede planificar.
Las personas no somos robots a los que se les puedan introducir unas coordenadas fijas para realizar una serie de tareas y demostrar una serie de comportamientos y otros no. No funcionamos por códigos binarios, no acostumbramos a ser del todo blancos ni del todo negros, del todo buenos ni del todo malos.
Los más flexibles acostumbran a sentirse un
poco más satisfechos con sus vidas y con lo que han conseguido en ellas, pero a
menudo tienen la sensación de que han tenido que luchar muy a contra corriente
para llegar a sus metas, mientras que otros las han superado sin apenas
esfuerzo. Muchas veces se sorprenden a sí mismos dudando de hasta qué punto les
ha merecido la pena invertir tanto esfuerzo y tanta lucha para llegar a un
destino que tampoco les parece ahora tan espectacular.
En cambio, los más aventureros, ésos que a
veces son etiquetados por otros de no saber lo que quieren en la vida, son
quienes realmente más acaban disfrutando de ella y menos sufren las
consecuencias de sus percances. Porque la vida, ya lo dijo Heráclito, es
precisamente CAMBIO.
Muchas veces hemos oído cómo se tilda de “chaqueteras”
a las personas que cambian de partido político, o de “mercenarias” a las que
cambian su trabajo en una empresa para ir a trabajar a otra empresa de la
competencia. Hemos confundido la necesidad de cambio con la deslealtad y la
traición.
Argumentos como el de “O estás conmigo, o estás contra mí”. Muy
propio de los códigos binarios y de lo que, en psicología, llamamos distorsión
cognitiva de la polarización dicotómica.
Inmanuel Kant, en el siglo XVIII, ya aventuró aquello de "El sabio puede cambiar de opinión. El necio nunca.
Las personas que se encierran en sus planes
acaban perdiendo de vista el resto de sus vidas. Y se sienten frustradas porque
no son capaces de entender ese principio y, erróneamente, siguen defendiendo
que no se equivocaron en la ruta que eligieron, que ellas hicieron las cosas
bien y que somos todos los demás los que viajamos en el carril equivocado por
una autopista en plena noche, con las luces apagadas, a más de 200 kms por hora
y sin frenos. Según esas personas, nuestro riesgo de colisión es inminente.
Es obvio que esas personas nunca se
entenderían a sí mismas como seres dinámicos que evolucionan cada día, que
necesitan introducir nuevos alicientes en sus vidas y rectificar continuamente
las coordenadas de los sitios a los que deciden ir. Forjarse un plan idílico de
vida a los 15 o los 25 años y pretender llevarlo a cabo escrupulosamente, más
que una vida ordenada, lo que nos garantiza es una vida plena de frustraciones.
Porque a los 15 años una persona no puede ver el mundo ni entender la vida como
lo hará cuando tenga 20, ni 30, ni 50, ni 80. Cada momento de la vida es único
e irrepetible. Pretender congelarlo y extenderlo en el tiempo de por vida,
sería tan absurdo como pretender atrapar la juventud en una fotografía nuestra
de los 20 años.
Es evidente que no somos la misma persona de hace 5, ni 10, ni
20, ni 40 años. Ni siquiera nuestro cuerpo es el mismo: nuestros glóbulos rojos
viven apenas 120 días. Nuestra piel renueva sus células continuamente, nuestros
órganos internos viven continuas transformaciones e incluso las neuronas de
nuestro cerebro se ha demostrado que no paran de establecer nuevas sinapsis
cada vez que nos dignamos a introducir cambios en nuestras vidas. Porque nunca
es tarde para cambiar de opinión, para abrirnos a nuevas posibilidades, para
salir del encierro de nuestro plan y reconocer sin ningún remordimiento ni
vergüenza que se nos ha quedado obsoleto.
La vida ya es suficientemente complicada como
para que nos empeñemos en vivirla apretujados en un corsé que ya no se
corresponde con nuestra talla actual. Liberemos nuestras mentes y nuestros
maltratados cuerpos y limitémonos a vivir en el aquí y el ahora. Salvemos lo
que podamos recuperar del naufragio y empecemos de cero en cualquier isla
apacible que nos sorprenda con nuevos descubrimientos que nos enseñen a
querernos más, a aceptarnos tal cual somos y a aceptar del mismo modo a los
demás.
La vida es descubrir, es interrelacionarnos
con los demás, es crecer con cada puerta que nos atrevemos a traspasar, es
sentir, es emocionarnos, es pedir perdón con el corazón y saber perdonar con la
mirada. Pero, sobre todo, es aprender a bailar con los cambios, que son los que
en realidad, hacen que la vida nos resulte apasionante y nos merezca siempre la
pena.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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