Serendipias o la Magia del Azar
La historia está llena de anécdotas
sorprendentes que dan mucho que pensar. A veces, cuando alguien nos cuenta
episodios de su vida y nos revela cómo descubrió ciertas cosas o cómo consiguió
llegar hasta donde se había propuesto llegar, optamos por la vía más fácil y
cómoda: “no puede ser verdad” “seguro que está exagerando para hacerse el
interesante” o “las cosas nunca pueden ser tan fáciles”. Pero la realidad es
que, muchas veces, la realidad puede llegar a superar cualquier ficción y los
personajes de muchas novelas acaban siendo más previsibles y conservadores que
las personas reales que, a priori, nos parece que viven vidas muy normales y
corrientes.
Tenemos la manía de intentar explicarlo todo
con el sentido común y de querer encontrarle a todo una única causa posible
que, a su vez, resulte lógica.
Todo lo que nos parece que no se ajusta a ese
patrón predeterminado lo desechamos sin piedad, pero luego llega un día en que
la vida, que siempre es más sabia que todos nosotros juntos, va y nos sorprende
con algo que no esperábamos y acaba abriéndonos los ojos de par en par. Porque
la realidad no puede encerrarse en las cuatro paredes que nosotros le
construimos en nuestra mente. Sería como pretender ponerle puertas al campo, o
capturar el viento, o detener las aguas de un río. Hay tantas realidades
posibles como las que cada uno de nosotros seamos capaces de captar. Y todas
son igual de válidas y, a medida que esas realidades que surgen cada día se
comparten, dan pie a la concepción de otras realidades en las que nadie había
reparado antes.
La evolución del ser humano consiste en atreverse a mirar de
modo distinto, en encontrarle nuevos sentidos a la vida, en no conformarse con
entender hasta donde parece que entiende todo el mundo y en aspirar siempre a
llegar más lejos y descubrir parte de lo que aún se desconoce. Gracias a todo
ello, un día dejamos de habitar las cavernas y aprendimos a utilizar el
lenguaje para comunicarnos y a vivir de modo más civilizado, aunque en todas
las épocas por las que hemos transitado hayamos dejado un rastro de sangre y
de barbarie, porque nunca hemos consentido desprendernos de lo peor de nuestra
naturaleza.
Pero la vida nunca ha renunciado a su manía
de sorprendernos ni de hacer carambolas con nuestros singulares destinos. Y
cada vez que lo hace hablamos de casualidades o incluso de milagros.
Escribió Julio Cortázar aquello de:
“Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”.
También cantaba y sigue cantando Serrat: “Fue sin querer, es caprichoso el
azar. No te busqué ni me viniste a buscar. Tanto tiempo esperándote”.
La literatura, la música y el cine están
sembrados de numerosos ejemplos de serendipias. También la historia y la
ciencia lo están.
El descubrimiento de América, sin ir más lejos,
se produjo cuando Colón se proponía descubrir la India. De ahí que confundieran
a los nativos de aquellas tierras con los indios y se hayan quedado con aquel
apodo de por vida.
Parte de los escritos de Aristóteles han
llegado hasta nuestros días gracias a que fueran encontrados casualmente en el
80 a. C. por una legión romana comandada por el General Sila durante su
invasión de Asia Menor. Este hombre se dio cuenta de la importancia de aquellos
manuscritos griegos y se los hizo llegar a Andrómico de Rodas, quien los ordenó
y los editó.
Se cuenta que Leonardo da Vinci tardó siete
años en culminar su obra “La última cena”. Para inmortalizar las figuras de
Jesús y los doce apóstoles utilizó como modelos a personas reales. Para la
figura de Jesús escogió a un muchacho de 19 años e invirtió seis meses en
pintarla. Los seis años siguientes los dedicó a pintar a 11 de los apóstoles,
dejando a Judas para el final. Le parecía que no le resultaría fácil encontrar
a un hombre con la expresión dura y fría que requería un personaje capaz de
traicionar al mejor de sus amigos. Fue entonces cuando oyó hablar de un hombre
encerrado en un calabozo de Roma, que estaba sentenciado a muerte por robo y
asesinato. Fue a visitar al prisionero y consiguió un permiso especial para que
éste fuese trasladado a Milán. Durante meses, este hombre le sirvió
pacientemente de modelo hasta que Leonardo diese el último trazo a su obra.
Cuando los guardias se llevaban al prisionero para devolverlo a su celda, éste
se volvió hacia el artista y le preguntó si de verdad no recordaba quién era
él. Leonardo lo estudió cuidadosamente y le respondió que nunca le había visto
antes de su primer encuentro en el calabozo de Roma. Entonces el prisionero
arrancó a llorar y empezó a clamar perdón a Dios, aclarándole finalmente:
“Maestro, yo soy aquel joven que usted escogió para representar a Jesús en este
mismo cuadro”.
Alexander Fleming escribió en su diario: “Yo
no descubrí la penicilina, me topé con ella”. Todo empezó cuando en el invierno
de 1922 este médico escocés sufrió un fuerte catarro y decidió hacer un cultivo
de sus propias secreciones nasales. Mientras examinaba una placa de dicho
cultivo se le cayó accidentalmente una lágrima. Al día siguiente, descubrió una
pequeña zona sin crecimiento bacteriano en el punto en el que había caído la
lágrima. Este hecho casual le llevó a descubrir la lisozima, un antibiótico
natural del cuerpo humano que mataba bacterias, aunque no glóbulos blancos
(como sí hacía el fenol que utilizaban hasta entonces).
Seis años después, en el verano de 1928, a
Fleming le sucedió algo parecido con otro cultivo donde apareció una zona libre
de bacterias. Al irse de vacaciones estivales, dejó sobre la mesa de su
laboratorio una placa de cultivo con bacterias contaminadas por el moho
Penicillium. Cuando volvió, observó que los microbios próximos al moho habían
muerto. Recordó entonces el caso anterior y, en lugar de rechazar la placa,
decidió estudiarla. Comprobó que, antes de cubrir el cultivo, había caído
accidentalmente en él un moho que aisló e identificó como el Penicillium
notatum, descubriendo el componente activo antibacteriano al que denominó
Penicilina.
Otros productos farmacéuticos también se
descubrieron o inventaron por puro golpe de azar. Los anticonceptivos orales
tuvieron su origen en un descubrimiento inesperado acaecido en las selvas
tropicales de México hacia 1930. Un profesor de química llamado Russel Marker
estaba allí de vacaciones y experimentaba con un grupo de esteroides vegetales
conocidos como sapogeninas cuando descubrió un proceso químico que transformaba
sus compuestos en progesterona, la hormona sexual femenina. Encontró en el ñame
silvestre mexicano una rica fuente de este precursor de la hormona femenina. A
partir de ahí se idearon las píldoras anticonceptivas, aunque las actuales ya
no contienen el derivado original del ñame.
Las tiritas también se inventaron por
casualidad en 1920, cuando a un empleado de la multinacional Johnson &
Johnson, cansado de comprar continuamente grandes cantidades de algodón para su
esposa, que se cortaba continuamente en la cocina, se le ocurrió tomar un trozo
de gasa y colocarlo en el centro de una cinta adhesiva y luego cubrirlo con
microlina para mantener su esterilidad. A su jefe le gustó la idea y decidió
incorporarla al catálogo de sus productos.
En 1992 el médico danés Lasse Hessel acabó
inventando el preservativo femenino cuando lo que pretendía era idear un
sistema contra la incontinencia urinaria, desarrollando una funda cilíndrica de
poliuretano con los anillos en sus extremos, uno de ellos cerrado.
En el siglo XIX, Friedrich Sertürner buscaba aislar
el principio activo del opio que lograba calmar el dolor. En sus experimentos,
disolvió opio en un ácido y le añadió amoníaco. La substancia resultante
adquirió la forma de unos cristales grisáceos que el científico utilizó en un
primer momento con gatos, comprobando su alto poder hipnótico. Más tarde la
probó él mismo para tratar un serio dolor de muelas, consiguiendo dormir ocho
horas de un tirón y levantarse sin rastro de dolor. Debido a su poder para
inducir el sueño, bautizó a la sustancia con el nombre de morfina, en homenaje al
dios Morfeo.
Algo similar pasó con el ácido lisérgico, una
de las drogas alucinógenas más poderosas, conocida con las siglas LDS. Esta sustancia
fue sintetizada en 1938 por el farmacólogo suizo Albert Hoffmann, quien
trabajaba en el laboratorio Sandoz de Basilea. Este científico estudiaba los
posibles efectos curativos del cornezuelo del centeno y su aplicación como
acelerador del parto inducido. Pero los análisis con animales no parecieron
surtir efecto, por lo que el compuesto se desechó. No fue hasta 1943, cuando un
día este mismo científico experimentó un extraño estado de somnolencia, casi de
embriaguez. Cerró los ojos y parecían surgir hacia él cuadros de dolor intenso
y de una extraordinaria plasticidad. Ese estado se prolongó por unas dos horas.
Sospechó que había ingerido accidentalmente una pequeña cantidad de LSD y se
dedicó a estudiar el compuesto de nuevo, comprobando que una fracción de un
miligramo era suficiente para inducir efectos psicodélicos.
Historia y ciencia aparte, en nuestra vida
cotidiana las serendipias hacen acto de presencia todos los días, cuando menos
las esperamos. Conocemos personas de repente que acaban cambiando por completo
el rumbo de nuestras vidas. Suspendemos exámenes que nos hacen replantearnos
unos estudios que acabamos abandonando para encontrar nuestra verdadera
vocación o nos enfrentamos a despidos que acaban propiciando que nos abramos a
oportunidades de trabajo mucho más interesantes y enriquecedoras.
La magia existe si nos dignamos a hacerla
posible.
Para sentirla sólo necesitamos dejarnos llevar, ejercitando más la
intuición que el sentido común y huyendo del miedo que tan a menudo nos
paraliza y nos impide correr tras nuestros verdaderos sueños.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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