Psicofármacos: Las Muletas de la Salud Mental
Hasta hace cien años, poca gente estaba
familiarizada con las afecciones de la mente. Sólo los profesionales de este
campo y los propios afectados convivían con ellas diariamente e intentaban
paliar sus efectos con los pocos medios de los que se disponía en aquellos
tiempos.
La mayoría de los afectados por los
trastornos que en aquel momento apenas se habían empezado a describir y que hoy
conocemos como “Trastorno delirante”, “Esquizofrenia”, “Trastorno bipolar”, “Síndrome
de Down”, “Autismo”, “Distimia”, “Parkinson”, “Demencia” o “Delirium”
eran internados en sanatorios que se dieron a conocer bajo la terrible etiqueta
de “Manicomios” y difícilmente llegaban a salir de ellos. Para sus familias,
estas personas eran una especie de estorbo y un motivo de vergüenza. Si se
deshacían de ellas internándolas sentían una especie de liberación y, al tiempo
que recuperaban los lazos con su vida social.
Las familias más pobres, cuyos ingresos no
les permitían pagar esos sanatorios, a veces llegaban a extremos tan inhumanos
como encerrar a la persona afectada por alguno de esos trastornos en sótanos o
desvanes, privándole de toda relación con los demás. Estas medidas sólo
conseguían incrementar el problema y aislar más al enfermo.
En todas las épocas, si seguimos la evolución
de la historia de la psicología, siempre se han separado los trastornos de la
mente del resto de los trastornos de salud. Enfermar físicamente siempre tuvo mucha mejor acogida que enfermar de la
voluntad, o del estado de ánimo, o de desmemoria, o de manías persecutorias. En
algunos momentos no faltaron quienes relacionaron la enfermedad mental con las
posesiones demoníacas y muchos de esos enfermos acabaron ardiendo en demasiadas
hogueras encendidas por los que se
llamaban “hombres de Dios”.
Más recientemente, cuando empezaron a surgir
los primeros psicoanalistas, todo parecía explicarse por lo que ellos
denominaban “histeria” y por la represión sexual de la época victoriana. Todo
trastorno debía tener una causa que el inconsciente guardaba celosamente para
autoproteger al individuo de sus propios fantasmas. La función del terapeuta no
era otra que la de bucear en ese inconsciente con el propósito de encontrar el
origen del problema del paciente durante largas sesiones de psicoanálisis que a
veces se prolongaban durante años. Ni que decir tiene que tal método terapéutico
sólo era accesible a una ínfima minoría. El resto seguían padeciendo en
silencio en sus casas para tormento de sus familias, o eran internados en sanatorios
de los que nunca más saldrían.
Transcurridas las primeras décadas del siglo
XX, tras la Segunda Guerra Mundial y la Guerra del Vietnam y sus efectos
devastadores en la mayoría de los soldados supervivientes, la psiquiatría y la
psicología pudieron basar muchos de sus estudios en las secuelas de las
brutales experiencias que contaban esos hombres cuando acudían a terapia,
pudiendo describir nuevos síndromes como el “Trastorno por estrés postraumático”
o el “Dolor por el miembro fantasma”.
Entre 1955 y 1975 surgió la llamada
antipsiquiatría. Este movimiento cuestionaba las prácticas psiquiátricas que se
habían ido sucediendo hasta ese momento en los sanatorios y asilos donde la
sociedad se había ido deshaciendo de sus “individuos defectuosos”.
En los años
80, el novelista Torcuato Luca de Tena quiso plasmar esas prácticas en su
novela “LOS RENGLONES TORCIDOS DE DIOS”. Consiguió su propósito, retratando una
serie de casos que llegan a conmover, reflejando el dolor de esos enfermos que
muchas veces no reconocen su enfermedad y se creen las víctimas de maquiavélicas
conspiraciones contra ellos.
Del mismo modo en que Pinel (1745-1826) abogó
por el tratamiento moral a estos enfermos y consideró posible la recuperación
de muchos de ellos, el movimiento antipsiquiátrico abogó por la supresión de
aquellos asilos mentales y por eliminar la etiqueta de “enfermedad mental”.
Defendían que estos individuos no debían perder el contacto con la sociedad y
denunciaban las prácticas violentas, los castigos y los abusos a que eran
sometidos por quienes se suponía que debían velar por su salud y su bienestar.
Mostraban su rechazo a los métodos que la psiquiatría convencional acostumbraba
a utilizar: camisas de fuerza, celdas de aislamiento, terapia de electrochoque,
sedación desproporcionada, llegando incluso a realizar lobotomías.
Los defensores de este movimiento también
aventuraban, ya en aquel momento, la conveniencia de que se les dispensara ese
trato a esos enfermos para las familias y para la sociedad en general, pero
también para la gran beneficiaria del problema, la industria farmacéutica, que se aseguraba
con ello un elevado número de clientes de por vida. Pues el uso prolongado de psicofármacos
conlleva una indeseable adicción de la que raras veces podrán liberarse.
Entre los antipsiquiatras destaca el americano
de origen húngaro Thomas Szasz, quien llegó a plantear que la enfermedad mental
no existe. En su obra LA FABRICACION DE LA LOCURA: ESTUDIO COMPARADO DE LA
INQUISICIÓN Y EL MOVIMIENTO DE LA SALUD MENTAL, en la que compara los estigmas
de la Inquisión hacia aquellos que consideraba herejes (entre los que se
contaban también muchos enfermos mentales) con la manera como la psiquiatría
convencional estigmatizaba a los enfermos mentales, apartando de la sociedad a
aquellos que le puedan resultar incómodos e inoportunos.
Quienes ostentan los poderes, sean a nivel de
país, a nivel de grupo social o a nivel familiar, buscan obediencia ciega en
sus rebaños. Cuando en medio ellos detectan a alguien que no comulga con sus
credos, que defiende ideas propias y que cuestiona el orden establecido, se
disparan todas las alarmas y ese individuo pasa a ser la “oveja negra” de su
familia o “el loco del pueblo” para sus vecinos.
Pese a la evolución que, gracias a la
repercusión que tuvo el movimiento antipsiquiátrico, han experimentado las
prácticas psiquiátricas y el cierre o la conversión de muchos de aquellos “manicomios”,
a día de hoy se sigue utilizando la terapia electroconvulsiva y se sigue
medicando excesivamente a estos pacientes.
Cuando los intereses de una
industria tan abismal como la farmacéutica están en juego, por más que se
investiguen nuevas formas de terapia menos invasiva y por más que se insista en
la conveniencia de aumentar las plazas de psicólogos en las áreas de atención
primaria para trabajar en áreas como la mejora de las habilidades sociales o de
las relaciones interpersonales de estos pacientes, los distintos gobiernos no
están por la labor, porque parece que la recuperación de estos pacientes, lejos
de resolverles un problema les supusiese uno mayor.
Si cuando se trata de un problema físico, la
intención de los médicos y de las empresas es conseguir que ese paciente se
recupere cuanto antes para que pueda volver a ser productivo y pueda seguir
cotizando y pagando impuestos, cuando se trata de un problema mental, la cosa
cambia.
Tendemos a creer que una persona se pueda recuperar de una rotura de tibia o peroné, porque sólo se trata de que sus huesos suelden correctamente y de que pueda abandonar las muletas.
Tendemos a creer que una persona se pueda recuperar de una rotura de tibia o peroné, porque sólo se trata de que sus huesos suelden correctamente y de que pueda abandonar las muletas.
Pero, cuando alguien nos refiere en una
entrevista de trabajo que en el pasado padeció una depresión por la que tuvo
que medicarse durante meses o se sigue medicando, siempre nos queda la duda de
si será capaz de hacer bien su trabajo y de si no nos cogerá una baja en el
momento más inesperado. ¿Por qué creemos que una pierna rota se puede curar
completamente y una depresión no? ¿Por
qué aceptamos las muletas como un medio para que la persona pueda andar
mientras su pierna no está del todo bien y no aceptamos los ansiolíticos o los
antidepresivos durante un período de tiempo puntual mientras la persona
equilibra su estado de ánimo?
Medicar a una persona de por vida es una
forma de tenerla bajo control y de conseguir que no se salga del rebaño al que
pertenece o queremos que pertenezca. Pero si seguimos limitándonos a medicar
sin intervenir, a poner parches sin preocuparnos de desinfectar las heridas,
flaco favor les estaremos haciendo a estos pacientes.
Los psicofármacos resultan imprescindibles
cuando alguien acaba de sufrir una crisis aguda y no atiende a razones. Tratar
de iniciar una terapia psicológica, del tipo que sea, en esos momentos tan
críticos, resultaría un intento completamente vano y fuera de lugar. Pero,
pasada la tempestad, de lo que se trata es de conseguir que ese paciente vuelva
a andar, a ser posible sin las muletas que para él son las pastillas.
Cierto es que hay trastornos cuyo tratamiento
farmacológico debe perpetuarse y que puede llegar a ser imprescindible de por
vida. Es el caso de la esquizofrenia o del trastorno de Parkinson. Pero no
todas las afecciones de la mente precisan de tratamientos perpetuos.
Toda la vida ha habido gente deprimida y
gente que padecía “de los nervios”, pero eso no les convertía automáticamente
en enfermos, ni muchos menos en adictos a sustancias que sólo deberían cumplir
funciones de apoyo puntual.
Guiémonos por el sentido común y cuestionémonos
todo lo que tratan de imponernos como “conducta normal” en detrimento de la “conducta
anormal”. Cada persona es única e irrepetible y, por muchos rebaños a los que
llegue a pertenecer y porque sean muchas las veces que la tilden de “oveja
negra” ello no la convierte en un bicho raro ni en una loca. Quizá los
equivocados sean los que dirigen los rebaños y los que, sumisamente, deciden
seguirles.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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