Enfrentándonos al Miedo

El miedo es una de las ocho emociones básicas y todos estamos familiarizados con sus efectos, porque lo hemos padecido en infinidad de ocasiones. Desde nuestros primeros meses de vida, lo hemos experimentado cada vez que algún extraño ha insistido en tomarnos en brazos, o algún animal que no habíamos identificado antes se ha acercado demasiado, o hemos sido sorprendidos por algún ruido estridente o hemos notado el enojo en la cara de nuestras madres por algo que supuestamente hemos hecho mal.



En nuestra primera infancia, ¿quién no ha sido asaltado en plena madrugada por los terrores nocturnos, o no ha creído que, si no hacía caso a sus padres, sería castigado por una malvada bruja? ¿Quién no ha mirado debajo de su cama antes de acostarse para comprobar que no se escondía allí alguno de los monstruos de sus pesadillas? 0, ¿quién no ha temido los lunes por tener que volver a clase con esa profesora tan implacable o los días de exámenes, en que seguro que van a preguntar lo que no nos ha dado tiempo a repasar?


Esas sensaciones las hemos vivido todos en mayor o menor grado. Y, a medida que nos hemos ido haciendo adultos, el objeto de nuestros miedos ha ido cambiando, pero sus efectos han continuado ejerciendo la misma fuerza sobre nosotros.


Los adultos, en general, no tememos a los personajes de ficción, ni a la oscuridad, ni a los profesores del colegio que ya hace muchos años dejamos atrás, aunque a algunos se les sigan colando en sus pesadillas. Pero seguimos teniendo miedo a perder el trabajo, a no llegar a fin de mes,  a no aprobar una oposición, a equivocarnos con los hijos o con los padres, a no estar a la altura cuando la pareja nos necesite más, a no ser todo lo buenos que deberíamos ser en nuestro campo de estudio o de trabajo, a fracasar en todo aquello que de verdad nos importa en la vida o a decepcionar a quienes más nos quieren y más confían en nosotros.

La Psicología ha estudiado y sigue estudiando esos miedos nuestros, diferenciándolos unos de otros en función de sus características. Así, se acuñó el término “ansiedad de prueba” para definir el miedo que uno siente ante un examen o ante una entrevista de trabajo. En ambos casos, tememos ser evaluados por otros y no estar a la altura de lo que estos otros esperan de nosotros.

O también se encontró el término “ansiedad de separación” para describir la angustia que sienten algunos niños ante la idea de separarse de sus figuras de apego (padres, cuidadores) para ir al colegio. Esos niños temen que a sus padres o cuidadores les pueda pasar algo malo y puedan llegar a perderles definitivamente.


Sentir miedo es algo completamente normal. Los humanos nos hemos valido de este mecanismo de defensa desde nuestros orígenes más primitivos, igual que lo hacen el resto de animales. Afrontar situaciones nuevas que a veces pueden encerrar peligros cuya dimensión desconocemos, siempre conlleva cierta dosis de inseguridad y de incertidumbre. Pero, en general, todos acabamos enfrentándonos a tales situaciones y la mayoría de las veces las acabamos superando con éxito. Sin embargo, cuando los miedos a situaciones u objetos concretos se prolongan en el tiempo y la persona que los padece, en lugar de enfrentarlos, los rehúye, dejamos de considerarlos miedos para pasar a hablar de fobias.

Hay tantas fobias como  situaciones amenazantes seamos capaces de imaginar. Entre las más comunes encontramos la agorafobia, la fobia social o la fobia a volar. Pero la realidad es que la lista sería inacabable, pues hay casos tan extravagantes como la “xintofobia” (fobia a los festivales de música), la “xanthofobia” (miedo al color amarillo) o la “sesquipedalofobia” (miedo a pronunciar las palabras demasiado largas o complicadas), pasando por la fobia a las serpientes (ofidiofobia) o la fobia al agua (hidrofobia).

Las fobias actúan como una cortina de humo mediante la que el cerebro protege a la persona del recuerdo de los acontecimientos que le provocan malestar. Muchas veces ese miedo irracional hacia cualquier cosa o situación no tiene ninguna relación con el acontecimiento que provocó el problema. No es difícil desarrollar una fobia a conducir después de haber atropellado a alguien o haber sido el atropellado. Como tampoco lo es el desarrollar una fobia al agua después de la muerte por ahogamiento de algún amigo o familiar, muerte de la que nos sentimos responsables por alguna oculta razón que nos negamos a recordar.


Superar cualquiera de esas fobias constituye una tarea harto complicada, que requiere de una elevada dosis de voluntad por parte de quienes las padecen y de un férreo compromiso por parte de los familiares y terapeutas implicados en el problema. Colaborar con el paciente en perpetuar su tendencia a evitar las situaciones que más teme, nunca resulta una buena opción. Por el contrario, les ayuda a caer en la trampa del reforzamiento negativo, conformándoles con eludir el problema en lugar de enfrentarlo para solucionarlo de una vez por todas.


Dejando el tema de las fobias aparte, si volvemos a los miedos más habituales que acostumbramos a padecer todos, nos encontramos con dos patrones de comportamiento muy curiosos que empezaron a estudiarse en los años 80 del siglo pasado. Se trata del PESIMISMO DEFENSIVO y del SINDROME DEL IMPOSTOR.

Ambos patrones tienen en común las dudas acerca de la propia habilidad, el miedo al fracaso y el mantenimiento de unas bajas expectativas de resultado, aunque el sujeto que los experimente tenga una historia plagada de éxitos.

En el caso del Pesimismo Defensivo, Norem y Cantor (1986), encuentran las siguientes características: Ansiedad de prueba, bajo optimismo, baja autoestima académica y pesimismo.

Ante el miedo a fracasar, estos sujetos adoptan la estrategia de desconfiar de sus propios recursos para conseguir el éxito. Se sitúan, de antemano, en el peor escenario posible y asumen que pueden fracasar, pero no dejan de esforzarse ni de luchar por el éxito. Esperan muy poco o nada de sus esfuerzos para evitar llevarse la desilusión que acompaña al fracaso. Su estrategia es una especie de barrera defensiva y a veces conlleva que el sujeto acabe actuando muy por debajo de sus posibilidades reales. Tendríamos un ejemplo muy claro de pesimismo defensivo en los chicos o chicas que prefieren no presentarse a un examen antes que afrontar un suspenso. O los que deciden dejar los estudios antes que arriesgarse a seguir estudiando y no ver cumplidas sus expectativas de éxito.

En el caso del Síndrome del Impostor, Clance (1978) encuentra las siguientes características: Confusión en el autoconcepto, baja autoestima social y global, baja autoeficacia, externalismo, autoconciencia y ansiedad social. Este síndrome imprime en los sujetos que lo padecen un carácter más desadaptativo. Se cree que lo padecen 7 de cada 10 personas.

En este caso, pese a que el sujeto sea consciente de sus habilidades y de su capacidad para lograr el éxito en cuantas iniciativas emprenda, no cree que su valía sea para tanto, ni que merezca de verdad tanta consideración por parte de quienes le evalúan. Suelen atribuir su éxito a factores externos y su fracaso a sí mismos. Se sienten culpables y, en cierto modo, también farsantes, obligándose a sí mismos a perfeccionarse continuamente para estar a la altura de lo que, suponen, los demás esperan de ellos. Entre quienes adolecen de este síndrome, no es difícil encontrar a personas que también padezcan ansiedad generalizada, depresión y propensión a la frustración.

Del estudio de ambos patrones, y del de la mayoría de los miedos y las fobias, se deduce que un factor fundamental para mantenernos alejados de estos síndromes es el autoconocimiento y, por consiguiente, la autoestima.


Conocerse, valorarse, ser consciente de lo que se quiere y, sobre todo, de lo que no se quiere en la vida. Adquirir seguridad en uno mismo, en lo que se conoce y en lo que se es. Asumirse en toda su totalidad, con los puntos fuertes pero también con los débiles. Ser capaz de presentarse ante cualquiera y ante cualquier situación sin máscara alguna, mostrándose como realmente se es. Es un gran reto de cara a superar los miedos que aún nos paralizan, pero también para aprender a ir por la vida con una actitud más auténtica, menos necesitada de ansiolíticos ni de mecanismos de evitación.


No hay que tener miedo de vivir. Como alguien dijo una vez, lo único que deberíamos temer es llegar a tener miedo.


Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

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