Escudándonos en la Sensibilidad
Acostumbramos a opinar que cada persona es un
mundo y a todos parece gustarnos esa famosa cita que tan a menudo aparece por
nuestros muros de Facebook de: “Cuando alguien juzgue tu camino, préstale tus
zapatos”.
Las teorías siempre son fáciles y las
opiniones cargadas de buenas intenciones siempre resultan gratuitas cuando no
nos jugamos nada y los hechos que están por venir aún no han empezado a
afectarnos. La cosa se complica un poco más cuando pasamos a la acción o
alguien o algo nos empuja a involucrarnos en ella más de lo que nos gustaría.
Entonces, siempre optamos por guardar silencio ante la evidencia del dicho: “Donde
dije digo, digo Diego”.
Con demasiada frecuencia acabamos cayendo en
un sesgo cognitivo que en psicología social se conoce como “error fundamental de
atribución” o “sesgo de correspondencia”. Consiste en que tendemos a sobrevalorar las
disposiciones internas de los otros a la hora de explicar sus comportamientos,
sin tener en cuenta las circunstancias externas que puedan estar implicadas. En
cambio, cuando son los demás los que nos juzgan a nosotros, nos justificamos
acudiendo, precisamente, a esas circunstancias externas que no tenemos en
cuenta cuando somos nosotros los que juzgamos el comportamiento de los otros.
Si primase siempre en nuestra forma de
conducirnos ese sentido común que tanto sobrevaloramos cuando hablamos de
terceros o cuando teorizamos sobre cómo deberían ser los cimientos para
construir un mundo mejor, no tendríamos ni una cuarta parte de los problemas
que tenemos a la hora de relacionarnos con nuestras familias y parejas, con
nuestros amigos, con nuestros compañeros de trabajo, con nuestros superiores o
con cualquier persona con la que tengamos que relacionarnos en algún momento de
nuestras vidas.
Las personas tendemos a complicarlo todo
porque somos demasiado rebuscadas y a menudo cometemos la imprudencia de
creernos el centro del mundo. Desde la psicología evolutiva se defiende la
teoría de que los niños muy pequeños son egocéntricos porque no han adquirido
todavía la capacidad de ponerse en el lugar del otro. A medida que crecemos, se
supone que acabamos adquiriendo esa empatía que no teníamos de muy niños y que
deberíamos ser capaces de ver más allá de nosotros mismos. Pero la realidad nos
demuestra cada día que hay muchos adultos que siguen arrastrando ese
egocentrismo de por vida.
Son personas que tienden a perder los nervios
con demasiada facilidad, que se ofenden por pequeñas cosas en las que otra
persona ni repararía, que se alteran por cualquier cambio imprevisto y nunca se
abstienen de decir lo que piensan de sus interlocutores, sin tener en cuenta la
posibilidad de que éstos se puedan sentir ofendidos. Son personas que atacan
ante la sospecha infundada de que puedan ser atacadas, que primero disparan y
después preguntan.
Son tremendamente inseguras y desconfiadas, sintiéndose incomprendidas y olvidadas por todo el resto. Se pasan la vida
entera lamiéndose sus heridas, convencidas de que son las únicas que sangran y
que el suyo es el único dolor que duele de verdad cada vez que les aguijonea
las membranas de su propio ego.
Se sienten víctimas del resto del mundo.
Frágiles como el más delicado cristal que se puede romper en mil pedazos ante cualquier desaire
que provenga del exterior. Muchas de estas personas acaban desarrollando
aptitudes artísticas: Pueden escribir
poesía, esculpir verdaderas obras de arte o llegar a pintar con ingenio. Sin
duda, su extremada sensibilidad les lleva a captar cosas que los demás somos
incapaces de ver o de sentir. Tienen la piel muy fina, por lo que con ellas
hay que conducirse con pies de plomo, porque cualquier comentario fuera de
lugar o cualquier pequeña contrariedad, puede llevarlas a desembocar en cuadros
de ansiedad e incluso en ataques histéricos.
Algunas de ellas se refugian en su mundo
particular y procuran rodearse de amistades que se limitan a bailarles el agua,
diciéndoles lo único que ellas parecen dispuestas a oír. Su estrategia no es
otra que la de: “O estás conmigo, o estás contra mí”. Y de ese círculo vicioso
no pueden ni quieren escapar, pero se quejan constantemente de que sus familias
o sus otros amigos no les siguen el juego y no les acompañan constantemente en
su vicio enfermizo de lamerse las heridas, negándose a ver las heridas que puedan tener los demás.
La vida nunca resulta fácil, pero hacer de la
queja el único aliciente que nos impulse
a seguir vivos, lejos de facilitarnos las cosas, lo único que logra es
complicarnos mucho más la existencia. Por pasarnos el día explicándole a todo
el mundo que “nos duele la tripa” el dolor no desaparecerá, pero habremos
conseguido preocupar por nuestro estado de salud a un montón de personas que no
tenían ninguna necesidad de preocuparse, porque bastante tenían ya con sus
propios dolores de tripa o sus propias dificultades para seguir adelante con
sus propias vidas.
No hay nada de malo en ser sensibles, pero
deberíamos serlo también para captar la realidad de los demás. Para aprender a
ver sus heridas, aunque no sean visibles, y a escuchar sus lamentos aunque sean
mudos. A veces las miradas y los gestos dicen mucho más que las palabras.
Nadie es más ni menos sensible que nadie.
Todos somos frágiles, pero al mismo tiempo, también podemos llegar a ser fuertes
como rocas. Prueba de ello son los padres y las madres coraje que, cuando
alguno de sus hijos tiene problemas, son capaces de remover Roma con Santiago
para salvarle. Esas personas también se sienten heridas en lo más profundo,
también se hartan de llorar y a veces se rompen y estallan en ataques de
ansiedad o de rabia. Pero luego se recomponen, se enjuagan las lágrimas, y
siguen adelante con su particular cruzada, porque saben que, si ellas se
hunden, sus hijos estarán del todo perdidos. Lo que hace diferentes a estas
personas de las “más sensibles” no es ningún poder especial, ni nada que tenga
que ver con la genética, sino únicamente su actitud positiva ante la vida y su
capacidad de ponerse en la piel de otro y sentir su mismo dolor.
Dejemos de escudarnos en la sensibilidad para
intentar justificar lo injustificable. Dejemos de juzgar a quienes eligieron
otros caminos y los recorren con unos zapatos distintos a los que usamos
nosotros. Nada sabemos de sus llagas, de sus agujetas o de sus calambres
musculares. No tenemos ni idea de su cansancio, de sus anhelos ni tampoco de
sus desengaños.
Dejemos de pensar que nadie nos entiende y
que todos se han olvidado de nosotros. Las relaciones entre dos personas
siempre son cosa de dos. Suele decirse que “dos no se pelean si uno no quiere”
y Francis Bacon ya escribió en el siglo
XVII aquello de “Si la montaña no viene a Mahoma, Mahoma irá a la montaña”.
A veces hay que animarse a dar el primer paso
si queremos, de verdad, recuperar y mejorar nuestras relaciones con los demás.
En estas situaciones, el orgullo y la sensibilidad sólo nos sirven para ponerlo
todo más difícil y para provocarnos mucho más sufrimiento.
Dejemos de mirarnos el ombligo y abrámonos un
poco a la realidad de los demás. Nuestra vida nos brinda una oportunidad única
de descubrir millones de sensaciones que sólo llegan a traducirse en algo
importante si somos capaces de compartirlas con los demás.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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