Guiándonos por la Intuición
En ocasiones nos ocurren cosas para las que
no hallamos una explicación lógica. Pensamos en una persona en concreto y, al
salir a la calle, nos cruzamos con ella, como si nos hubiese leído el
pensamiento. Hablamos con alguien y, en un momento dado, decimos los dos a la
vez la misma palabra o vemos algo en la televisión y, acto seguido, leemos
sobre el mismo tema en el libro o la revista que tenemos entre las manos.
¿Se trata de meras coincidencias?
Hay quien opina que la casualidad no existe,
que lo correcto sería hablar de “causalidad” porque todo ocurre por alguna
razón. Quizá hayamos de buscar la explicación en un término medio, porque no debemos descartar del todo al azar,
pero tampoco caer en la obsesión de creernos predestinados a vivir unas
situaciones u otras. Nuestro “supuesto destino” se puede modificar siempre que invirtamos en el empeño buenas
dosis de voluntad, ilusión y perseverancia.
El psiquiatra Carl Gustav Jung acuñó el
término de “sincronicidad” para referirse a estas coincidencias en el tiempo de
dos o más sucesos vinculados entre sí, aunque de una forma no causal. Para
entender mejor el concepto, Jung describió un ejemplo en su obra “Sincronicidad
como principio de relaciones acausales”:
“Una
joven paciente soñó, en un momento decisivo de su tratamiento, que
le regalaban un escarabajo de oro. Mientras ella me contaba el sueño yo
estaba sentado de espaldas a la ventana cerrada. De repente, oí detrás de mí un
ruido como si algo golpeara suavemente la ventana. Me di media vuelta y vi
fuera un insecto volador que chocaba contra la ventana. Abrí la ventana y lo
cacé al vuelo. Era la analogía más próxima a un escarabajo de oro que pueda
darse en nuestras latitudes, a saber, un escarabeido (crisomélido), la Cetonia aurata, la «cetonia común», que al parecer, en contra
de sus costumbres habituales, se vio en la necesidad de entrar en una
habitación oscura precisamente en ese momento. Tengo que decir que no me había
ocurrido nada semejante ni antes ni después de aquello, y que el sueño de
aquella paciente sigue siendo un caso único en mi experiencia.”
Todos hemos experimentado en
algún momento episodios parecidos al que describe Jung. La mayoría de las veces,
no les damos la menor importancia y no pensamos más en ello, pero algunas veces
nos preguntamos por el sentido último de todas esas “casualidades”.
En el propio Jung podemos
encontrar alguna respuesta si partimos de su clasificación de los ocho tipos de
personalidad y nos centramos en el intuitivo.
Las personas intuitivas
parecen tener el don de adelantarse a los acontecimientos y captar lo que la
mayoría de las otras personas son incapaces de captar. Muchos confunden esa
habilidad con poderes paranormales y envuelven de esoterismo todo lo que tenga
que ver con ella. Desde que el mundo es
mundo, siempre han existido los oportunistas y nunca han dudado en aprovecharse
de cualquier don ajeno para levantar sus propios negocios en torno a él.
La intuición, aunque la
ciencia todavía no tenga una explicación contrastable y refutable para ella, no tiene nada
que ver con bolas de cristal, ni con posibles espíritus atormentados que nos
vigilen y nos muevan las cosas de sitio o nos provoquen encuentros inesperados
con las personas en las que estamos pensando. Más bien, tiene mucho que ver con
la experiencia que cargamos sobre nuestras espaldas y con algo que Jung
denominó “inconsciente colectivo”.
A lo largo de nuestra vida
podemos llegar a acumular en nuestras neuronas la huella de incontables
experiencias y de infinidad de aprendizajes que, conscientemente, no siempre
somos capaces de recordar. Sabemos lo que sabemos, pero no estamos seguros de
cuándo ni en qué circunstancia lo aprendimos. Pero nuestra mente, de alguna
manera, sí lo sabe, aunque se lo calla y lo atesora en nuestras capas de
inconsciente, en un intento de protegernos de un exceso de realidad que tal vez
no podríamos soportar.
Cuando nos relajamos, nuestra
mente baja la guardia y, a veces, nos permite vislumbrar parte de ese
conocimiento que conscientemente no recordamos que poseemos. De repente, somos
capaces de dar con la solución a ese problema que lleva semanas
atormentándonos, o de desencallar esa situación que tanto hemos ido demorando
por no saber por dónde cogerla, o de tener ese encuentro que tanto hemos
aplazado con alguien a quien, en realidad, estábamos evitando por miedo a no
estar a su altura. Y lo más sorprendente es que somos capaces de hacer todo eso
de la manera más natural y sin que apenas nos suponga esfuerzo alguno.
Últimamente se habla mucho
del flow, un estado de conciencia en el que parece que somos capaces de fluir
con lo que estamos haciendo. La intuición tiene mucho que ver con esa manera de
fluir y de conseguir que lo más difícil pueda parecer a veces tan asequible,
dándonos la sensación de que los milagros existen.
Del mismo modo que nuestros
genes contienen la herencia biológica que nos han ido legando todos nuestros
antecesores, también acumulan sus aprendizajes y sus avances como especie.
Eso explica que los niños de
hoy parezca que ya nacen con el dominio de los dispositivos electrónicos. Algo
impensable en décadas anteriores. Heredamos las características físicas de
quienes nos han precedido, pero también sus capacidades, sus logros, sus
avances científicos y tecnológicos y también su inteligencia emocional. Como
animales que imitan las conductas que ven en los miembros de su especie, somos
el resultado de todas nuestras interacciones con nuestro entorno y de las
interacciones que tuvieron con el suyo quienes nos precedieron. Si no somos
conscientes de cómo hemos aprendido cuánto hemos asimilado de nuestras pasadas
experiencias, menos conscientes podemos ser aún de lo que sabemos a través del
legado que de una forma no explícita dormita en los genes que hemos heredado.
Ese conocimiento latente que somos capaces de reconocer, pero no acertamos a
determinar su origen desemboca en lo que Jung denominada “inconsciente colectivo”.
Gracias a su influjo, estamos
donde estamos y nos comportamos como lo hacemos.
Las personas intuitivas
acostumbran a moverse por corazonadas, a tener presentimientos, “malos pálpitos”
o “buenas vibraciones”. Pero no hay nada de paranormal en ellas. La mente
humana es de una inmensidad imposible de abarcar en una sola vida. Es capaz de
desarrollar aptitudes para las que la ciencia no acierta a encontrar
explicaciones plausibles, pero ello no significa que no sean reales y que sus
efectos no puedan comprobarse.
Es evidente que, para hallar
respuestas a lo que se nos escapa de lo habitual y conocido, tendremos que
atrevernos a hacer preguntas diferentes, a buscar en lugares aún no explorados.
Los caminos rectos, previsibles y
completamente definidos desde la línea de salida a la línea de meta, nos pueden llevar a lo
políticamente correcto, pero nunca nos descubrirán una realidad nueva.
Obsesionarnos con hallarle explicaciones lógicas a todo es una manera de
pretender encerrar el mundo en una caja de cristal. Todo parecerá muy
transparente y luminoso, pero no dejaremos de sentirnos encerrados y
encorsetados en las limitaciones que nosotros mismos nos habremos autoimpuesto.
A veces todo es tan simple
como atreverse a abrir un poco la mente y darse permiso para aprender a volar.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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