Desencasillándonos y Redescubriéndonos
Las relaciones entre personas siempre acaban complicándose.
Genéticamente, todos nacemos prácticamente iguales, salvo por diminutos alelos
que acabarán marcando las diferencias en nuestros rasgos físicos, en
nuestro carácter e incluso en nuestra propensión a contraer ciertas
enfermedades. La presencia de estos alelos, unida a la influencia del
ambiente familiar, cultural y social en el que nos desarrollemos, constituirán
factores determinantes para conducirnos hacia verdaderos abismos que nos separarán
a unos de otros.
Por fuera somos casi indistinguibles del resto de personas,
pero por dentro, todos albergamos mundos únicos que quizá sólo llegamos a
entender cada uno de nosotros, con más errores que aciertos. Quizá seamos la
especie más rebuscada de todo el reino animal y también la que más se complica
la vida y la que más daño es capaz de hacerse a sí misma.
Ha habido muchos intentos desde la psicología de la
personalidad y la psicología social de clasificar a las personas por tipos. La
mayoría de los autores del ámbito de la personalidad han desarrollado sus
propias teorías al respecto. Unos se han basado en la forma del cráneo o la
constitución corporal. Otros en la activación de áreas cerebrales como el
Sistema límbico o el Sistema de Activación Reticular Ascendente (SARA). Algunos
hablan de correlatos biológicos de la extraversión o del neuroticismo y otros
han estudiado el carácter y el temperamento. Se han definido diferentes
perfiles de personalidad en los que intentan encasillarnos a todos y
también se han estudiado diversos estilos cognitivos a la hora de describir
nuestras conductas para intentar resolver problemas o embarcarnos en
determinadas actividades.
Pero, por más que indaguemos en el origen de nuestra forma de
ser y de actuar y por más que nos reconozcamos a nosotros mismos como
neuróticos, o extravertidos, o flemáticos, u obsesivos compulsivos, hay un
factor que nos hace únicos y nos confiere cierto grado de libertad a la hora de
comportamos como lo hacemos. Ese factor es nuestra actitud ante todo lo que nos
va pasando en la vida. Por más previsibles que le parezcamos a un psicólogo que
nos haya pasado un cuestionario de personalidad, siempre nos quedará la
libertad de decidir si nos salimos un poco del guion de ese perfil en el que le
encajamos. Porque nunca es tarde para abrirnos a nuevas ideas, ni para empezar
a hacer las cosas de otra manera.
Desde la psicología social está muy de moda hablar de
competencias y de habilidades sociales. Más que la formación curricular, parece
que empieza a primar la importancia del potencial que puede llegar a
desarrollar cada persona. La irrupción de internet en nuestras vidas ha
supuesto un impacto brutal en muchos ámbitos. Por supuesto, uno de los más
importantes es el educativo.
Si hasta hace poco estudiar era un privilegio que podían
costearse sólo unos pocos, con la llegada de internet se nos ha
desplegado ante los sentidos un inmenso abanico de oportunidades de formaciones
ilimitadas que están al alcance de todos, dados sus asequibles precios o
incluso su gratuidad. Si antes se estudiaba para obtener un diploma, ahora lo
que cuenta es poder acceder a los conocimientos que necesitamos asimilar para
seguir desempeñando nuestros respectivos trabajos o para prepararnos para otros
futuros. No en vano a esta era en la que vivimos se la ha bautizado como “La
era del acceso”. Nunca hasta ahora habíamos tenido a nuestro alcance tanta
información en tiempo real de cualquier tema o noticia que se genere a lo largo
y ancho del planeta.
Pese a toda esa riqueza estimular que nos envuelve, siguen
siendo demasiados los que se niegan a aprovechar esas oportunidades de ampliar
o corregir los conocimientos que tienen y acaban utilizando internet sólo
para descargarse las últimas aplicaciones de móvil o para ver vídeos de
gente que disfruta grabándose a sí misma haciendo payasadas.
No podemos tener en cuenta lo que desconocemos ni tampoco
entender lo que aún no hemos experimentado. Pero tampoco tenemos derecho a
quejarnos de nuestra suerte si, cuando tenemos la oportunidad de acceder a todo
eso que aún desconocemos, decidimos hacer oídos sordos y ojos ciegos. Dicen
que no hay más ciego que el que no quiere ver.
Abandonar la zona de confort y aventurarse a explorar
terrenos que no nos resulten familiares siempre nos exige una dosis extra de
adrenalina para poder ponernos en marcha. Pero ese esfuerzo siempre acaba mereciendo
la pena.
Si no queremos ser meras fotocopias de todo aquello que tanto
nos aburre, porque siempre acabamos criticando en las conductas de los demás lo
que realmente no soportamos de nosotros mismos, quizá deberíamos determinarnos
a romper el cristal de la casilla en la que nos hemos acomodado durante tanto
tiempo y liberar la esencia de aquello que nos convierta en personas únicas e
irrepetibles.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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