Desmitificando la Maternidad
Todos caemos demasiadas veces en la tentación de
desear aquello que no tenemos. Envidiamos el coche nuevo que se acaba de
comprar el vecino, el modelito que luce tan orgullosa la mujer de nuestro jefe
o el piso de lujo que acaba de estrenar nuestro hermano. A veces, ese deseo de
tener más o de llegar más lejos, sólo por el hecho de que otras personas de
nuestro círculo más cercano lo han conseguido, nos dura lo que a un niño
pequeño le suele durar una rabieta. Pronto nos volvemos a centrar en nuestra
propia vida, con nuestra pequeña vivienda, nuestro coche demasiado usado y
nuestro día a día carente de lujos y frivolidades.
Pero, cuando el deseo que se nos despierta no tiene
como objetivo nada material y termina por ocupar nuestra mente a todas horas,
impidiéndonos el descanso y el sosiego, ya no estamos ante un
simple caso de envidia sana, sino ante una obsesión de lo más enfermiza. Eso es
lo que ocurre cuando el objeto de nuestro deseo es otro ser humano.
Hay quienes se encaprichan de otra persona y, pese al
rechazo de ésta, siguen intentando un acercamiento con ella. Prueban a invadir
su móvil o su perfil en redes sociales de mensajes y llamadas que la otra
persona no desea y muchas veces acaba bloqueando. Intentan seguirla y hacerse
los encontradizos para poder hablar con el objeto de su obsesión. Le envían
cartas o presentes de lo más pintorescos, sólo con la intención de obtener una
respuesta positiva de la otra. Muchas de estas historias acaban con órdenes de
alejamiento y algunas con violencia.
Cuando ese otro ser humano es alguien que aún no ha
nacido y a quien creemos necesitar más que cualquier otra cosa en nuestras
vidas, nuestro deseo puede llevarnos a consecuencias que no somos capaces de
prever y que muchas veces acabaremos lamentando.
Con frecuencia oímos en nuestra interrelación
cotidiana con los demás una serie de frases hechas que no se nos ocurre poner
en cuestión porque ya hemos crecido con ellas y las hemos hecho nuestras: “Se
le va a pasar el arroz”, “se va a quedar para vestir santos” o “Dios le da pan
a quien no tiene dientes”. Todo ello para criticar a alguien que, a juicio de
quien emite las dichosas frases, está tardando en casarse y en tener hijos, o
para denunciar que alguien que no sirve para padre o para madre ha tenido hijos
que no sabe cuidar, mientras que otros que serían padres estupendos no han
podido tenerlos.
¿De verdad creemos que hay una edad para comprometerse
con otra persona y tener hijos?
Es evidente que la biología aquí juega un papel muy
importante, sobre todo en las mujeres, cuya funcionalidad de los órganos
reproductores tiene fecha de caducidad. Aunque la realidad es que cada vez se
tienen los hijos a edades más tardías. A este cambio también han contribuido
los avances en técnicas de reproducción asistida y el auge a nivel mundial de
las adopciones como alternativa a la paternidad biológica.
Desde hace tiempo nos hemos habituado al tic tac del
llamado reloj biológico que, teóricamente, nos avisa de que ha llegado el
momento de ser madres. Aunque el aviso de este reloj no basta para allanarle el
camino al deseo de la maternidad. En ella hay demasiados factores implicados y,
basta que falle alguno, para hacerla del todo imposible.
¿De dónde nos viene ese deseo obsesivo por ser madres
a tantas mujeres? De nuestra propia cuna.
Pese a la evolución de la sociedad humana y los logros
conseguidos por las mujeres en el último siglo, nos siguen educando para
conducirnos hacia la maternidad, enseñándonos todo lo que se supone que debemos
aprender para saber ocuparnos de la forma más adecuada de esos supuestos
futuros hijos que tendrán que convertirse en casi nuestra única razón de
existir. Nuestras madres dan por supuesto que los padres de esas criaturas no
van a saber ocuparse de ellas y que toda la responsabilidad va a ser nuestra,
como ha sido siempre o así lo han vivido y sufrido las mujeres que nos han
precedido.
Aún no hemos aprendido a hablar ni a andar y ya nos
ofrecen una muñeca para que nos ocupemos de ella, como si fuera nuestro bebé.
Crecemos, vamos a la escuela, estudiamos y conseguimos mejores notas que muchos
de nuestros compañeros varones, pero para nuestras madres seguimos siendo las
niñas que ellas han de acabar convirtiendo en madres de otros. No entienden que
prefiramos ser independientes, vivir de nuestro propio esfuerzo sin depender de
ningún marido que nos acorte las alas y nos diga lo que tenemos o no tenemos
que hacer. No entienden que nos atraigan más los libros que las sabanitas de
cuna bordadas o la práctica del ganchillo. Tampoco entienden que nuestra meta
no sea casarnos con ningún supuesto príncipe azul, sino labrarnos nosotras
mismas nuestro propio futuro y conocer o no conocer algún día a alguien que se
convierta en un compañero de viaje, al que podamos tratar de igual a igual.
Pero, pese a todo ese esfuerzo que realizamos tantas
mujeres cada día por ser nosotras mismas y por no permitir que aquellos y
aquellas que nos educaron dirijan nuestras vidas, su influencia la sentimos
metida en vena y la forma cómo nos mitificaron la maternidad nos sigue
atormentando a esas mujeres que, pese a haberlo deseado, no hemos llegado a ser
madres. Algunas porque nuestra biología no nos lo ha permitido y no hemos
consentido hacerle un hueco en nuestras vidas al uso de una tecnología que
entendemos perfectamente, pero no la aceptamos para nosotras. Otras porque,
tras muchos intentos fallidos, acabaron desanimándose y tirando la toalla,
después de haberlo perdido todo en la odisea de su obsesión. Hay otros casos de
mujeres que se quedaron embarazadas en un momento crítico y tuvieron que
abortar empujadas por circunstancias que ninguna persona tendría que vivir.
Algunas de esas mujeres dejan pasar tanto tiempo que luego no acaban de
encontrar el momento idóneo para tener esos hijos que desean, pero a los que
también tanto temen.
Parte de la educación que se ha dado y se sigue dando
a muchas de las hijas de cualquier tiempo pasado o presente incide en que las
cosas se han de hacer en el momento justo, cuando las circunstancias sean más
propicias. Es como aquello de “tener cada cosa en su sitio y un sitio para cada
cosa”. Pero, cuando hablamos de personas y de amor, ¿podemos esperar que cada
una encuentre el momento más adecuado para enamorarse o para tener hijos? Sería
tan absurdo como tratar de ponerle puertas al campo o un techo al cielo.
Hemos avanzado mucho en todos los ámbitos en las últimas
décadas. Ha habido padres y madres que han conseguido educar del mismo modo a
sus hijos y a sus hijas, inculcándoles el mismo sentido de la responsabilidad y
adjudicándoles idénticos roles en el día a día de sus hogares y sus familias.
No es raro ver por igual a padres y madres ocupándose de sus bebés y
acompañando al colegio a sus niños cuando van creciendo. Tampoco es raro ver
cómo ellos y ellas se ocupan por igual de las tareas del hogar, constituyendo
un modelo ejemplar para esos hijos e hijas que tienen la suerte de estar
criándose en ese entorno de igualdad, de respeto y de colaboración.
Pero, pese a estos modelos de familia, siguen
coexistiendo con ellos otros modelos de familia en los que las chicas siguen
asumiendo los mismos roles que asumieron sus madres y sus abuelas, mientras sus
padres y sus hermanos, se permiten el lujo de no hacer nada dentro de casa y de
creerse superiores a todas ellas.
¿Alguien se ha preguntado alguna vez cómo sienten su
maternidad esas madres que ven cómo sus hijos varones o sus hijas mujeres
(porque también hay muchas chicas que, defendiendo un supuesto feminismo,
acaban siendo más machistas que muchos hombres) las utilizan cada día para casi
todo?
Si en abril de 2008 le hubiésemos podido preguntar a
la pobre mujer de un pueblo de Murcia a quien su hijo esquizofrénico le cortó
la cabeza y la paseó por la calle durante horas cómo sentía ella su maternidad,
¿qué creemos que nos podría haber contado? Seguro que quería a su hijo por
encima de todo, pese a su enfermedad, pese a sus malas formas y pese a sus
malos tratos hacia ella. Pero, si ella hubiese podido volver atrás, a antes de
convertirse en su madre, ¿habría deseado ser madre igual que entonces? Seguro
que no.
Como tampoco lo desearían las pobres madres que acaban
siendo víctimas de sus hijos cocainómanos, o delincuentes, o asesinos. Hitler,
Stalin, Franco, Enrique VIII, Atila o Nerón, seguro que un día fueron bebés
adorables y que sus madres les quisieron con toda su alma. Pero crecieron y las
decepcionaron a ellas y nos horrorizaron a todos los demás.
Desde la medicina y la biología se argumenta el riesgo
que conlleva tener un primer hijo pasados los 35 años por aumentar la
probabilidad de que éste padezca Síndrome de Down. Para controlar este riesgo
se ideó la prueba de la amniocentesis, a la que cada vez más mujeres acaban
sometiéndose, soportando la angustia ante un resultado que se aleje de lo que
ellas desean. Muchas de ellas salen airosas de ese suplicio y tienen unos
hijos preciosos y supuestamente normales. Otras, en cambio, se enfrentan a la
decisión más dura de sus vidas: dar la vida o negarla a un ser que creen que va
a depender de por vida de ellas.
Es curioso cómo nos obsesionamos con que nuestros
futuros hijos sean “normales” y no nos preocupamos de si llegarán a ser buenas
personas. ¿Podrá inventarse en el futuro una prueba que detecte en el líquido
amniótico los comportamientos futuros de esos niños incipientes?
Si esto fuese posible, ¿seguiríamos negándole la vida
a un cariñoso niño Down y se la permitiríamos a un pequeño parricida en
potencia?
Del mismo modo que a la ciencia, por mucho que avance,
le resultaría imposible predecir el comportamiento futuro de cada niño por
nacer, puesto que la genética siempre va de la mano de las influencias
ambientales que una persona se va encontrando a lo largo de toda su vida y
resultaría imposible prever todo lo que ese futuro niño va a encontrarse en su
camino, tampoco podemos estar seguros de que ese feto en el que la prueba de la
amniocentesis ha detectado la trisomía del par 21, que evidencia el Síndrome de
Down, se va acabar convirtiendo en un ser humano dependiente de sus padres de
por vida. Porque en estos casos la educación es fundamental y la deficiencia
más grave que acaban padeciendo muchas de las personas afectadas por este
síndrome no es precisamente su cromosoma de más, sino el miedo de sus
progenitores a dejarles intentar andar por sí mismos, el modo en que los
sobreprotegen.
Estos niños y niñas especiales no tienen por qué
llevar una vida distinta a la de sus iguales. Sólo necesitan un poco más de
apoyo y, con el empeño adecuado, pueden llegar a vivir de manera independiente.
¿Por qué nos siguen dando tanto miedo, cuando otros síndromes bastante más
graves no suelen detectarse antes del nacimiento? El autismo, el síndrome
desintegrativo infantil o el síndrome de Rett, entre muchos otros, no se
detectan hasta meses o años después del nacimiento. Pero, pese a ello, muchas
pobres madres siguen viéndose abocadas al aborto cada año, con el consiguiente
trauma que tal experiencia va a suponer para cada una de ellas.
Al margen de que tengamos hijos o no, deberíamos dejar
de culpar al destino por todo aquello que nos pasa o no nos llega a pasar en la
vida. Porque la vida está llena de caminos y senderos y, cuando encontramos uno
sin salida, siempre nos da la oportunidad de escaparnos por algún atajo que nos
conduzca hacia otro camino. Nadie nos permite ni nos deniega nada. Somos
nosotros, con cada una de las decisiones que tomamos, quienes alcanzamos, no
logramos o cambiamos nuestros deseos, sean los que sean.
No tener hijos cuando los habrías querido tener, no
tiene por qué entenderse como una desgracia, porque de hecho no lo es. Hay
otras opciones como la adopción. Desde el momento que la rechazamos, estamos
tomando la decisión de no tener esos hijos. Pero no podemos culpar de ello a la
vida, porque la decisión última la hemos tomado nosotros.
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Bella estampa familiar de una pareja que optó por una adopción internacional junto a su pequeña |
Cuando uno se hace responsable de todo aquello que
decide en su vida, no cabe seguir lamentándose por lo que supuestamente le
sigue faltando, sino redirigir su vida hacia otros objetivos que le resulten
viables y le permitan sentirse satisfecho de sí mismo o de sí misma y empezar
de nuevo las veces que haga falta, porque siempre hay miles de cosas y de
sentidos por los que vivir y seguir luchando.
Tener un bebé entre los brazos es una tentación
irresistible, pero los bebés crecen y dan los mismos problemas que todos
nosotros les hemos dado a nuestros sufridos padres. No hay nada idílico en
soportar en medio de un supermercado lleno de gente la rabieta de un niño o una
niña de 4 años que se empeña en llenarnos el carro de chucherías. Tampoco es
nada agradable que nos llamen del colegio para contarnos que ese niño o esa
niña nuestros que nos parece tan adorable le ha dado una paliza a un compañero
o compañera a la hora del patio sólo porque no le permitía jugar en su equipo.
Esperar despierto en casa de madrugada a que llegue tu hijo o tu hija
adolescente y ver cómo, finalmente, llega completamente bebido o bebida,
drogado o drogada, tampoco es plato de buen gusto para ningún padre ni ninguna
madre. Que te falten el respeto, que no te obedezcan cuando intentas
aconsejarles lo que crees mejor para ellos o ellas; que te ignoren o incluso
que te nieguen la palabra porque aseguran no soportarte debe ser el peor de los
infiernos para cualquier padre o madre.
Todo eso no nos lo explicaban nuestras madres cuando
nos vendían las maravillas de la maternidad. Como tampoco nos contaban que a
veces algunos príncipes azules se semejan más a los ogros y algunas princesas a
las plantas exóticas que consiguen atraer la curiosidad de ingenuos insectos
que acaban devorados en sus fauces abiertas.
Aquello que tanto deseamos y acabamos mitificando
siempre tiene una cara B contra la que nadie se ha molestado en prevenirnos.
Por ello resulta tan saludable aprender a centrarnos en el aquí y el ahora, en
lo que somos y en lo que tenemos la enorme suerte de tener en nuestras vidas.
Nadie puede avanzar si decide quedarse anclado en un pasado que nunca fue cómo
soñó que sería, porque la vida continua y nosotros somos impulsados tras ella
aunque no lo deseemos. Y muchas veces aquellos que nos rodean no nos lo ponen
fácil cada vez que se lamentan por nuestra supuesta desgracia y nos compadecen
por ella. No entienden que nadie puede soportar por mucho tiempo el peso de tal
vacío sin acabar volviéndose loco o loca. No les entra en su razón que las
mujeres que no hemos podido ser madres ni hacer padres a nuestros compañeros de
vida, podamos haber logrado pasar página y encontrarle un nuevo sentido a
nuestras existencias.
Porque ninguna mujer necesita obligatoriamente haber
tenido hijos para sentirse completa ni realizada. Porque ningún hombre necesita
obligatoriamente haber tenido hijos para sentirse más hombre, ni parecer más
responsable. Las personas ya nacemos completas y sólo nos concierne a cada una
de nosotras decidir cómo vamos enriqueciendo todo ese mundo particular que
nuestras neuronas van desarrollando y descubriéndonos a lo largo de nuestros
singulares recorridos.
Tener hijos es un perfecto objetivo en la vida que a
muchas personas les puede ayudar a sentirse muy dichosas y a otras muchas muy
desgraciadas. Como todo en la vida, la paternidad y la maternidad también son
muy relativas, porque existen demasiadas variables en juego y no todas resultan
controlables. ¿Cuántos padres no acaban admitiendo que sus hijos “se le han
escapado de las manos” o lamentan que no trajeran un manual de instrucciones
bajo el brazo el día que nacieron?
Pero, por suerte para muchísimas personas, la
maternidad o la paternidad no es la única opción viable de vida. No todos nos vamos a dedicar a hacer lo mismo. Todas las reglas suelen tener excepciones
y las mujeres y los hombres que hemos decidido no tener hijos en pro de dedicar
nuestras vidas a otros fines, necesitamos romper de una vez por todas con los
mitos y con el sentimiento de culpabilidad por no haber conseguido lo que otros
habían soñado para nosotros. No hemos cometido ningún delito, ni nos sentimos
unos desgraciados, ni tampoco envidiamos a quienes han conseguido tener lo que
supuestamente nos falta.
Porque hemos entendido que los deseos siempre tienen
alguna trampa y que no es sano perder la cordura corriendo tras ellos cuando
sólo son espejismos en medio del desierto.
Abramos los ojos, maravillémonos con lo que tenemos la
enorme suerte de poder disfrutar cada día y olvidémonos por siempre de lo que
durante tantos días y tantas noches nos hizo llorar sin ningún sentido. Ninguna
ausencia merece tantas lágrimas.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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