Derechos y Deberes
En estas últimas semanas estamos asistiendo a una serie de
acontecimientos dentro y fuera de nuestro país que a la mayoría nos han
sorprendido y no precisamente de manera grata. Después de todo lo que hemos
estado viviendo y lamentando desde la caída de las torres gemelas en New York y
del estallido de las burbujas que han provocado la crisis que nos ha arrastrado
a todos hasta el escenario actual, se supone que ya deberíamos estar preparados
para casi todo y no deberían sorprendernos ciertas cosas. Pero lo cierto
es que conservamos alguna dosis de ingenuidad que nos permite soñar con
escenarios diferentes que puedan ejercer de preámbulos de mundos diferentes en
los que haya menos violencia, menos desigualdades, menos corrupción a todos los
niveles y, sobre todo, mucha más coherencia.
Pero la
realidad nos despierta mostrándonos su cara más despiadada cuando los periodistas
que abren los informativos nos cuentan que van a seguir gobernando los que se
niegan a cambiar ninguno de los órdenes establecidos o que van a comenzar a
hacerlo los que sí apuestan por los cambios, pero no precisamente en la
dirección que el pueblo esperaría, sino justamente en la contraria: ejerciendo
más mano dura, procurando por los más poderosos y levantando muros donde
deberían tenderse puentes.
Nos
enojamos y a veces llegamos a culpar de estas situaciones a las personas que
han votado por esos partidos que nos merecen tan poca confianza y tantos
recelos. Nos preguntamos qué tiene esa gente en la cabeza y cómo pueden dejarse
convencer por quienes hacen de la política un circo de payasos o se limitan a
soltarles los mismos discursos que se utilizaban hace cincuenta o incluso cien
años, como si la realidad que vivimos hoy fuese la misma que padecieron
nuestros abuelos o bisabuelos.
Quienes
votan lo que votan lo hacen en respuesta a lo que esos políticos les hacen
sentir cuando escuchan sus discursos. A la gente, sobre todo cuando está
descontenta, la seduce que le digan lo que quiere oír. Y los políticos saben
mucho de seducción a través de la oratoria, de las puestas en escena, de la
propaganda, de las entrevistas en ciertas cadenas televisivas o en la prensa
escrita que cuentan con mayores índices de audiencia o de subscriptores. La
gente expresa su descontento en la calle y en sus redes sociales y la política
se beneficia de ese descontento para utilizar los mismos argumentos en sus
discursos cuando el objetivo es conseguir más votantes. Eso no significa que,
una vez alcanzado el poder, cumplan con lo que les han prometido a sus
seguidores.
Lo
ocurrido en el PSOE es una prueba sangrante de ello, pero no es la única.
Ciudadanos tampoco ha sido fiel a sus votantes al facilitar la formación del
gobierno actual y el papel de Podemos tampoco está resultando lo que muchos de
sus votantes esperaban porque muchas de sus comparecencias en el congreso y en
los medios acaban convirtiéndose en provocaciones hacia sus adversarios que se
podrían ahorrar y que, de seguro, avergüenzan a muchos de sus partidarios.
A nivel
internacional, lo ocurrido esta misma semana en EEUU no ha dejado indiferente a
nadie. ¿Cómo es posible que América, el gran país de la democracia, elija como
presidente a un señor que demuestra tan poco respeto por las mujeres, por los
extranjeros, por los derechos humanos, por la ecología, por la vida, en
definitiva?
¿Cómo es
posible que le puedan apoyar después de sus escándalos, su agresividad verbal y
su desprecio por quienes no son como él? Muy sencillo: porque ha sabido decirle
a muchos americanos justamente lo que querían oír. Ha sabido conectar con
ellos, utilizando su mismo lenguaje y su misma sinrazón. Exactamente igual que
ha ocurrido en España y que muy probablemente ocurrirá en Francia cuando
vuelvan a citarse con las urnas.
Dicen que
quienes no conocen su historia están condenados a repetirla. Lo que está
pasando a nivel mundial no es algo nuevo. Hace cien años el escenario que
teníamos en España y en el resto del mundo era muy similar. En plena Primera
Guerra Mundial, muchos estados europeos se enfrentaban para intentar llevarse
más trozo del pastel a repartir y EEUU decidió intervenir en 1917 postulándose
del lado de los aliados en contra de Alemania. En ese mismo año, estallaba la
Revolución Rusa que acabó con el imperio de los zares e instauró el comunismo.
España no tuvo nada que ver en ninguna de esas batallas, pero sus gentes no
eran ajenas a todo lo que se estaba cociendo fuera de sus fronteras y vivían
sus propios enfrentamientos internos: huelgas, semana trágica,
alzamientos militares, atentados terroristas y demás que desembocarían en la
derogación de la monarquía y la instauración de la segunda república en 1931.
Sólo cinco años después, la guerra civil acabaría con todos los sueños gestados
durante la república y la división de las izquierdas haría imposible que
llegaran a entenderse y a descartar la peor de las soluciones para nuestro
país: la dictadura franquista. Una dictadura que no creció aislada,
porque en otras partes del mundo se fueron gestando otras igual de crueles y de
sanguinarias: Cuba, Argentina o Chile, sólo son ejemplos de los desatinos que
el pensamiento único puede provocar.
No
escarmentados del horror de la Primera Guerra Mundial, sólo 21 años después,
volvió a estallar otra gran guerra en Europa, a la que también se sumaron los
americanos después de ser atacados por los japoneses en Pearl Harbor en 1941.
Volvían a reproducirse los mismos bandos enfrentados y volvieron a perder los
alemanes, aunque después de haberse llevado por delante la vida de millones de
personas. ¿Era necesario provocar tanto horror para quedarse aún peor de lo que
ya se habían quedado en 1918?
Analizado
ahora, tomando la distancia que nos proporciona el tiempo transcurrido, la
respuesta es obvia: si nadie le hubiese seguido el juego al desgraciado de
Adolph Hitler el mundo se habría ahorrado muchos muertos y demasiadas lágrimas.
Pero, analizando la historia más en profundidad y teniendo en cuenta todos los
escenarios que se sucedieron en esos 21 años de entre guerras, no es difícil
entender que ese lunático de Hitler tuviese tantos seguidores. Ese hombre era
un paranoico, pero también era muy inteligente. Sabía de antemano lo que la
gente quería oír y el modo de convencerla de lo que le diese la gana. Su odio
contra los judíos tampoco era casual. Eligió al colectivo que más rechazo
inspiraba entre el resto de la población, cuando se quejaban de que ellos,
siendo alemanes de toda la vida y trabajando sin descanso no podían permitirse
la vida de lujo que llevaban muchos de sus vecinos judíos. Ese mismo discurso,
que nos podría parecer de lo más racista, no es muy distinto del que muchos de
nosotros argumentamos a día de hoy cuando nos quejamos de que muchos musulmanes
de los que viven en España y en el resto de Europa se han acostumbrado a vivir
de las ayudas sociales y no se esfuerzan en buscar trabajo porque les sale más
a cuenta seguir como están. Evidentemente, ni todos los judíos que persiguió
tan cruelmente Alemania eran ricos y usureros, ni todos los musulmanes que
viven hoy en día en Europa son unos aprovechados, pero por desgracia, es muy
fácil caer en los prejuicios y meter a todo el mundo en el mismo saco.
Tanto en
nuestro país, como en cualquier país de Europa o en EEUU, hay mucha gente que
ha visto cómo la crisis que llevamos padeciendo desde 2008 se ha llevado por
delante todo lo que había conseguido. Se habla mucho en los medios de las
rentas más bajas, de los desahucios y de la cantidad de hogares en los que no
trabaja ninguno de sus miembros. Pero no se habla apenas de la cantidad de
personas que, pese a haber conservado su puesto de trabajo ha visto reducido su
salario drásticamente y, sin embargo, ha tenido que seguir haciendo frente a
sus recibos y a sus impuestos, aprendiendo a hacer equilibrios para llegar a
fin de mes y renunciando a muchas de las cosas que se podía permitir antes de
la crisis. Cuando esas personas perciben que otras personas que no han
trabajado nunca en nuestro país tienen acceso a muchas más ayudas de la
administración y viven igual de bien o de mal que ellas, pero sin tener que
madrugar para ir a trabajar todos los días, no es de extrañar que se sientan
defraudadas por sus gobernantes y alimenten su rechazo a que se siga dando
entrada a más personas extranjeras que no vienen a integrarse, sino a
aprovecharse de nuestros servicios sociales. Unos servicios que pagamos todos
con nuestros impuestos, esos mismos impuestos que pronto no van a llegar ni
para pagar las pensiones de nuestros mayores.
Cuando
este tipo de argumento aparece en el discurso de un político, se le tacha de
racista o de impopular, pero los resultados de las elecciones americanas
demuestran que hay muchas personas que estaban esperando oírlo, por doloroso y
vergonzante que resulte. Porque están hartos del más de lo mismo: de la
corrupción que representaba Hilary Clinton, de la doble moral del sistema que
por un lado se lamenta por las víctimas del terrorismo, pero por otro sigue
vendiendo armas a estados que luego declara públicamente como sus enemigos.
América ha tenido que elegir entre el infierno o el purgatorio y, con su
decisión, tal vez nos vayamos todos de cabeza al infierno, como ya nos pasó en
la 2ª Guerra Mundial. Pero no podemos culpar a un solo hombre o a un solo
partido por ello. La culpa es global. La tenemos un poco todos por no aprender
de los errores, por quedarnos con la opción más fácil, por no ser capaces de
ver más allá de nuestra propia nariz.
Muchas
veces, ante documentales que narran la pobreza en diferentes lugares de África,
nos planteamos cuál podría ser la mejor manera de erradicar el hambre y
la miseria en esos pueblos. ¿La solución es enviarles comida, medicamentos y
otros productos para satisfacer sus necesidades más básicas, para que sus
jóvenes sigan escapándose de sus fronteras para intentar conquistar el sueño de
Europa? ¿No sería mejor invertir en esos países y en su desarrollo? ¿No sería
mejor hacer posible que sus campos volviesen a ser productivos, potabilizar su
agua, ayudarles a levantar sus propias industrias, enseñarles a valerse por sí
mismos, en definitiva?
Extrapolándolo
a los que ya viven aquí y subsisten a base de ayudas públicas, ¿no podríamos
cambiar los requisitos para acceder a tales ayudas, supeditándolas al
cumplimiento de determinados servicios que podrían prestar a la comunidad y que
les permitirían adquirir una experiencia que después les podría abrir puertas
en el mercado laboral?
Está muy
bien que todos aprendamos nuestros derechos, pero no olvidemos nuestras
obligaciones. Tendemos a creer que todo lo público tiene carácter gratuito, que
nos lo merecemos porque nosotros lo valemos. Pero, si queremos que siga
funcionando y que las personas que en el futuro tengan la desgracia de perder
el trabajo o de caer enfermas puedan seguir beneficiándose de esos derechos que
por ley tenemos todos, tendremos TODOS que seguir cumpliendo con nuestras
obligaciones, trabajando legalmente y pagando nuestros impuestos y nuestras
facturas.
Muchas
veces nos escandalizamos cuando nos hablan de corrupción y nos despachamos a
gusto poniendo a parir a políticos, banqueros y empresarios. Pero siempre nos
olvidamos de los pequeños corruptos, esos trabajadores que cobran el paro y a
la vez trabajan en negro o esas personas que van a comprar y piden que no les
hagan factura para ahorrarse el IVA, o esos otros que prefieren dejar un
trabajo a que la empresa cotice por la totalidad de las horas que trabajan para
evitar que les retiren las ayudas sociales. De personas así, nuestro país está
lleno. No pongamos, pues, nuestro dedo acusador sólo en el ojo de los políticos
o los banqueros.
Mirémonos
todos al espejo y reconozcamos sin reservas dónde nos equivocamos.
Nos guste
o no, nuestros gobernantes acaban siendo un reflejo de eso que vemos cuando nos
quedamos a solas con nosotros mismos y no tienen cabida ni las máscaras ni los
fingimientos.
Si
queremos un gobierno coherente, intentemos ser más coherentes nosotros. Con
nosotros mismos y con los demás.
Estrella
Pisa
Psicóloga col. 13749
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