Huyendo de la Realidad
En nuestro día a día nos toca lidiar con situaciones que
muchas veces nos acaban superando y nos llevan a preguntarnos cómo serían
nuestras vidas si pudiéramos desandar parte del camino que ya hemos recorrido o
si hubiésemos elegidos otros compañeros de viaje.
Ante las
dificultades, las personas siempre tendemos a buscar la responsabilidad de lo
que nos pasa fuera de nosotros mismos. Si no nos sentimos a gusto en nuestra
casa es culpa de quienes viven con nosotros, de nuestros vecinos o incluso de
la propia casa. Si no nos sentimos integrados en la empresa en la que
trabajamos es culpa de nuestros compañeros de trabajo o de nuestro jefe. Si
consideramos que nuestra vida de pareja no se parece en nada a lo que
desearíamos, hacemos recaer toda la responsabilidad sobre la otra persona, por
su egoísmo, su poca pasión, su notable dependencia o su descarada
independencia. El caso es escurrir el bulto y resistirnos a hacer lo único que
tendría sentido hacer: mirarnos al espejo en lugar de al ombligo.
La
mayoría de la gente, pese a eludir su responsabilidad en su cotidiana
insatisfacción, va aguantando el tipo estoicamente y consigue llevar una vida
más o menos equilibrada y sin demasiados sobresaltos. Pero siempre hay quienes
pierden los papeles y tratan de recomponerse optando por soluciones de lo más
drásticas. Así, antes de reconocerse como parte importante de sus propios
problemas, deciden cortar por lo sano. Hay quienes rompen parejas con la misma
facilidad con que forman otras nuevas, sin darle tiempo a la reflexión ni a la
cura de las heridas, para acabar volviendo a cometer los mismos errores una y
otra vez. Otros deciden cambiar de casa sin apercibirse de que sus fantasmas
les van a seguir allí donde vayan y se instalarán a vivir con ellos, ocupando
sus nuevos espacios, sus armarios, su cama o su sofá, sin ningún de tipo de
reparo ni pudor. Hay quien emigra a otro país en un vano intento de tratar de
encontrar a miles de kilómetros lo que no fue capaz de encontrar entre los
suyos: su propia identidad.
Es como si, al sentirse incapaces de cambiar el mundo en el que viven, se rebelasen desertando de él, proyectándose hacia una huida hacia adelante que les lleve a algún lugar en donde puedan volver a empezar construyendo una mejor versión de sí mismos. Lo más triste es descubrir que ese lugar no existe, porque nadie puede huir de sí mismo.
En
Catalunya llevamos siglos reivindicando una serie de derechos que les fueron
arrebatados a nuestros antepasados tras la Guerra de Sucesión y lamentando
episodios tan trágicos como el asesinato de Lluís Companys. No se puede negar
la gravedad de tales hechos ni tampoco la importancia que tiene Catalunya para
el resto de España, al haber sido y seguir siendo uno de sus principales
motores económicos. Tampoco se puede negar el trato discriminatorio que
ha venido sufriendo esta región en comparación con otras regiones de España por
parte del gobierno central. Pero también cabe admitir que, desde la
instauración de la democracia, las relaciones de Catalunya con el resto de
España no siempre han sido como ahora. Durante muchos años, ambas partes
protagonizaron pactos de gobierno que ahora nos escandalizarían y se taparon
mutuamente sus vergüenzas en pro de la buena convivencia y posiblemente de
intereses más particulares. El caso es que, desde el fracaso del nuevo estatuto
de autonomía hasta ahora, las relaciones entre Catalunya y España han ido a
peor y sus políticos, de una y de otra parte, no han parado de agitar el
avispero, haciendo que el independentismo se disparase hasta cifras que hace
cinco o seis años nadie habría esperado. Así y todo, esa fuerza no es lo
suficientemente numerosa como para legitimar un proceso unilateral de
independencia, tal y como se está pretendiendo desde la Generalitat de
Catalunya.
Es de
suicidas liderar un proceso de desconexión con el resto de España cuando se
tiene más de la mitad de la población catalana en contra de la independencia.
Más aún cuando los compañeros de viaje que te acompañan no los has elegido
libremente, sino que de algún modo te has visto obligado a aceptarles porque,
si no tampoco podías continuar con tu huida hacia adelante. Una huida que nadie
sabe a ciencia cierta hacia dónde nos va a conducir.
Soñar con
cambiar el mundo, con vivir en una sociedad más justa y equitativa, con poder
darles a nuestros hijos una educación mejor, con poder optar a una
sanidad de mayor calidad, con gozar de un estado del bienestar que no
ponga en riesgo las pensiones de nuestros mayores y con lograr que tanta gente
que no tiene un empleo digno lo pueda encontrar es un derecho muy respetable,
ante el que nada se podría objetar, salvo que la realidad suele complicarlo
todo más de lo que nos atrevemos a imaginar. Porque lograr esa sociedad idílica
para vivir pasa porque sus habitantes paguen impuestos y seguros sociales. Si
se abaratan los salarios y crece el desempleo, el estado pasa a pagar más de lo
que ingresa, haciéndose del todo inviable, vivamos donde vivamos.
Del mismo
modo que los problemas de pareja no se resuelven con que uno de los dos coja la
puerta y se vaya para siempre o los problemas con tu casa no se solucionan
marchándote de ella y alquilando o comprando otra nueva, los problemas de
Catalunya tampoco se van a resolver con la independencia.
Aunque
las leyes permitiesen que los catalanes nos marchásemos de España, seguiríamos
viviendo en el mismo sitio y padeciendo la misma realidad. Porque nos
liderarían los mismos políticos y tendríamos que seguir padeciendo sus mismas
pataletas. Tendríamos también la misma tasa de desempleo, la misma inmigración
que se resiste a integrarse y, por desgracia, también los mismos problemas de
corrupción.
No se
trata de romper lazos y levantar más fronteras, sino de mirarnos al espejo y de
atrevernos a descubrir nuestra parte de responsabilidad y aprender a luchar por
nuestros sueños de una forma más creativa y menos agresiva. Nadie querría que
se repitiesen los episodios que tuvo que sufrir en sus entrañas la Barcelona de
1714 ni tampoco que nadie más, sea de la nacionalidad que sea y defienda la
ideología que defienda, tenga que morir fusilado en los fosos de ningún
castillo por orden de ningún salvapatrias. No necesitamos más héroes ni
villanos con las manos manchadas de sangre inocente por defender un trozo de
tierra que no es de nadie y al mismo tiempo es de todos.
En un
mundo globalizado, en el que se está imponiendo lo virtual, ¿qué sentido tiene
dejarse la piel y la vida por defender una bandera, un país o un ideal? Ya no
estamos en el siglo XX y la vieja política que sólo supo llevarnos hacia
incontables revoluciones, guerras y atentados sangrientos no debería tener
cabida en ese mundo que, sin darnos cuenta, estamos construyendo entre todos a
cada paso que damos cada día.
Quizá
nuestro mayor error sea seguir buscando Itaca en un mapa, imaginándole
fronteras y banderas. Ese lugar en el que deseamos vivir sólo existe en nuestra
mente y sólo de nosotros va a depender que lo hagamos real, gracias al mimo que
invirtamos en nuestras relaciones con los demás y gracias al empeño que
pongamos en ofrecerle al mundo la mejor versión de nosotros mismos.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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