Viviendo el Momento

Decía muy acertadamente John Lennon que “la vida es eso que nos pasa mientras pensamos en otra cosa”, porque raras veces conseguimos que nuestra mente se detenga a disfrutar del aquí y del ahora. Por el contrario, se nos escapa hacia aquello que ya no tiene remedio, porque ya ha pasado o vuela hacia un futuro que nadie sabe si acontecerá. El caso es que nos cuesta concentrarnos en lo que tenemos la inmensa suerte de estar viviendo en este preciso momento que, de hecho, es nuestra única realidad.


Somos capaces de preparar durante meses cualquier celebración futura: una comida familiar para festejar un aniversario importante, un enlace matrimonial, una fiesta de fin de curso o fin de carrera, un viaje muy deseado, la llegada de un hijo o de un nieto o cualquier otro acontecimiento que merezca ser recordado. Pero, cuando finalmente llega el día de celebrarlo, estamos más pendientes de que todo salga como esperamos que de nuestras propias emociones. De hecho, nos emocionamos después, cuando miramos las fotos, cuando recordamos a alguno de los asistentes y lamentamos que ya no se encuentre entre nosotros, o cuando nos duele admitir que no recordamos lo que sentimos ese día, achacándolo a que estábamos demasiado nerviosos. Pero no eran nuestros nervios los que nos impidieron fluir con la fiesta, sino nuestra incapacidad para prestar atención a lo que sucedía ante nuestros ojos y nuestra manía de silenciar a nuestras emociones por considerar que no era el momento de dejarse llevar, sino de velar porque todo saliera perfecto ese día.


Muchas veces, cuando viajamos y vemos por primera vez un paisaje espectacular, en lugar de disfrutarlo, lo que hacemos instintivamente es coger el móvil y empezar a disparar fotos, en un intento de inmortalizar un momento mágico que, en realidad, estamos destrozando con nuestra actitud. Porque nuestra cámara guardará esas imágenes, pero nuestras emociones silenciadas se quedarán en ese remoto lugar y nuestra memoria será incapaz de recuperarlas porque nuestra mente les impidió que se hicieran realidad. No podemos evocar lo que no hemos llegado a sentir.

En cualquier restaurante podemos ser testigos de cómo, en la mayoría de sus mesas ocupadas, hay personas que comen juntas, pero aisladas cada una en la realidad virtual de sus respectivos móviles. Es como si le diésemos más importancia a esos contactos en la red, que a lo que nos pueda contar o le podamos contar a la persona que tenemos la inmensa suerte de tener delante.

Nos quejamos cuando en la escuela nos dicen que nuestros niños no paran atención a las explicaciones de sus profesores o que no se concentran a la hora de realizar sus deberes. Pero nos cuesta admitir que quizá se estén limitando a seguir nuestro ejemplo. Porque los adultos tampoco paramos mucha atención a nada de lo que hacemos diariamente. Estamos tan habituados a repetir rutinas, que nos ponemos el piloto automático y nos dedicamos a hilvanar unos días con otros sin ser plenamente conscientes de lo que estamos haciendo cada uno de esos días. Luego nos quejamos de que perdemos la memoria. No es nuestra memoria la que falla, sino nuestra atención.

Para recordar, primero es necesario haber vivido. Y se ha comprobado científicamente que, para promover el recuerdo de ciertos acontecimientos importantes en la vida de una persona, resulta esencial recuperar la emoción que acompañó a esos momentos. Muchas de esas emociones son rescatadas gracias a la música.
No recordamos los sucesos que vivimos por cómo fueron en realidad, sino por cómo los sentimos nosotros. A veces leemos una novela que nos atrapa y consigue emocionarnos hasta el punto de llegar a considerarla una de las mejores obras que hayamos podido leer hasta ese momento. Pero, si volvemos a leerla años después, cuando nuestras circunstancias personales sean algo distintas, seguramente nos sorprenderá encontrarnos con una obra diferente, que nos despertará otros sentimientos. Lo mismo nos puede ocurrir con las películas. Rara vez experimentaremos las mismas sensaciones tras verlas por segunda o tercera vez. Porque no recordamos lo que leemos o lo que vemos, sino lo que eso que leemos y vemos nos despierta en cada momento.

Algunos teóricos de la psicología del aprendizaje aventuran que no puede haber aprendizaje sin emoción. Porque los niños, como los adultos, sólo retienen en la memoria lo que para ellos tiene sentido. Estudiar matemáticas o ciencias, o literatura a palo seco, sin recurrir a la magia de las anécdotas que les resulten familiares, es como intentar ponernos unos zapatos dos tallas más pequeños de los que necesitamos y hacerlo sin calzador. El resultado sea igual de caótico e insufrible.

Esa misma ciencia de la psicología se está abriendo en los últimos años hacia nuevos cauces por los que discurrir en su pretensión de llegar a más personas y de serles útil. Uno de esos nuevos cauces es el llamado Mindfulness. Se trata una serie de técnicas que nos permiten concienciarnos de la importancia de escuchar a nuestra mente y de respetar a nuestro cuerpo en todo momento. Mentalizarnos de que estamos aquí y ahora y que no hay nada más importante que centrarnos en este momento, en esa persona que tenemos delante y está requiriendo nuestra atención, en esas tareas que realizamos todos los días en las que podríamos implicarnos más y obtener mejores resultados sólo con que nos dignásemos a ser conscientes de que las estamos realizando y de que no deberíamos seguir haciéndolo como si fuésemos una máquina. 

Permitir que nuestra mente huya hacia el pasado o hacia el futuro es como darle permiso para que nos descabece. El pasado no necesita de nuestra atención porque no podemos cambiarlo y ese futuro al que pretendemos llegar antes de tiempo sólo existirá si nos concentramos en el ahora y le ponemos ahora unos cimientos bien sólidos sobre los que pueda sostenerse. Para lograr eso necesitamos estar despiertos, con los ojos bien abiertos, el corazón atento y los cinco sentidos alerta.


Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749


Comentarios

Entradas Populares