Desprendiéndonos del Impermeable
Esta semana hemos oído hablar mucho de lluvia y del
incremento desproporcionado del precio de la luz en nuestro país. A alguien han
vuelto a traicionarle sus palabras en público al intentar apaciguar nuestro
descontento generalizado con recetas mágicas más propias de un hechicero de una
tribu zulú o maorí que de alguien al frente de un gobierno. Pero nadie está por
la labor de pedirle responsabilidades ni de convocar masivas manifestaciones en
todas las avenidas del país exigiéndole más responsabilidad y menos tomaduras
de pelo. Lo que sí hacemos es criticar sus meadas fuera del tiesto en las
redes sociales o con los compañeros de trabajo. Nos mofamos de sus apariciones
en plasma o sus preguntas sin sentido cuando se le acaban los argumentos
lógicos, pero nunca dejamos que la sangre llegue al río. Y, mientras nosotros
tragamos con todo, él y el resto de su gabinete se lavan las manos como Poncio
Pilatos y se pasan nuestras objeciones por el forro.
Truene, nieve, hiele o sople un viento devastador, nuestros
políticos no se despeinan nunca ni les cala la lluvia ni el frío, porque les
resbala todo. Están hechos de materia impermeable y les importa un ardite lo
que el pueblo llano sienta o padezca. Y no se cortan un pelo a la hora de
trazar estrategias rocambolescas para tratar de convencernos siempre de lo
buenos que son y lo bien que hacen las cosas, mientras no dudan en recordarnos
lo mal que las hacemos nosotros, que pretendemos vivir por encima de nuestras
posibilidades.
Con el recibo de la luz por las nubes, las verduras
triplicando su precio, las salas de urgencias congestionadas de personas con
gripe o virus a los que ni los médicos se atreven a identificar y los sueldos
congelados o recortados, ¿tenemos que llegar a la conclusión de que encender la
calefacción en invierno, comer sano y tener derecho a ponernos enfermos son
lujos que la mayoría no nos vamos a poder permitir? ¿Cuántos mundos conviven en
el primer mundo? ¿A cuál de ellos pertenecen esos políticos que dicen
representarnos a todos? Sin duda el suyo ha de ser un mundo muy distinto del
nuestro. Tal vez sea que no miramos con sus mismas gafas y nuestro pesimismo
endógeno nos acaba cegando a los colores. Porque ellos insisten en ver brotes
verdes cuando los demás sólo vemos miseria, corrupción y una tremenda
desigualdad social. Y los mismos que defienden la Constitución la acaban
vulnerando todos los días al propiciar que todos los derechos de los ciudadanos
que se defienden en ella, se vean cada vez más reducidos y ninguneados.
Si acudimos al sentido común, sería fácil pensar que en un
gobierno deberían repartirse sus carteras entre los mejores expertos del país
para representarlas. Así. al frente del ministerio de Sanidad, debería estar
una eminencia entre los médicos, que conociera de primera mano la realidad que
se vive en cualquier hospital y en cualquier centro de atención primaria. La
cartera de Economía debería acabar en manos de algún reputado economista capaz
de idear estrategias brillantes para sacar a este país de la crisis. En el
ministerio de trabajo debería sentarse alguien cuya trayectoria profesional le
legitimase para trazar un proyecto serio contra el paro y contra la economía
sumergida, uno de los grandes males endémicos de nuestro país. El sillón de
justicia debería ser ocupado por alguien que, de entrada, fuese justo e
imparcial y que no se dejase llevar por los destellos de sus colores políticos.
Al cargo de Agricultura debería haber alguien que conociese la realidad del
campo y que hubiese sufrido en su propia piel y en su propio bolsillo los
efectos de las inclemencias del tiempo, con las que los agricultores se ven
obligados a lidiar todo el año. En Educación, como mínimo, la persona
seleccionada para ocupar su silla, debería haber ejercido como docente. Haber
batallado con alumnos y padres de alumnos. Haberse enfrentado al bullyng en
primera línea de fuego, a las quejas de unos y de otros y, sobre todo, a los
recortes a los que se aficionan tan alegremente todos nuestros políticos, sean
del color que sean.
Pero la realidad dista mucho de todo ese planteamiento que
nos dicta el sentido común, que siempre ha acabado siendo el menos común de los
sentidos.
Mientras, con sus oportunismos y la pésima gestión de sus
respectivas carteras, alimentan cada día el miedo de mucha gente en este país,
personas que han cotizado toda la vida y ven peligrar sus futuras pensiones,
porque en esta España del siglo XXI la prioridad son los bancos y las grandes
empresas. Las personas somos de segunda categoría. No importamos, no contamos
y, cuando les conviene, somos un perfecto daño colateral que logra preservar lo
que de verdad importa: sus intereses creados.
Un país como el nuestro, que se vanagloria de batir records
de turistas que buscan en él nuestro bien más preciado: sus muchas horas de
sol… ¿Cómo es posible que se atreva a ponerle impuestos a ese mismo sol? ¿Cómo
puede un gobierno penalizar las energías renovables y, al mismo tiempo,
explicarle a su pueblo que el recibo de la luz ha subido tanto porque no llueve
y, cuando falta agua, a las eléctricas les cuesta más producir electricidad?
Si recordamos la obra de Mircea Eliade “Historia de las
religiones” y volvemos a hojearla no nos costará descubrir que ha llovido mucho
desde que la humanidad se encomendaba al Dios de la Lluvia en un intento de
hacer realidad sus primitivos deseos. Estamos hablando de religiones paganas,
muy anteriores al cristianismo e incluso a los dioses de las mitologías griega
y romana, por referir las más conocidas.
Si hacemos caso de la receta mágica que nos da nuestro
presidente, ¿tenemos que entender que hemos de volver atrás en el tiempo y
volver a regirnos por los mismos temores y las mismas creencias ancestrales que
nuestros remotos antepasados del Neolítico? ¿Tienen cabida esas recomendaciones
en el siglo XXI? ¿Estamos perdiendo todos el norte o qué nos pasa?
Todo esto es tan absurdo y surrealista como tener un billete
de lotería premiado y no dignarnos a ir a cobrarlo.
Cuando estrenamos este siglo, uno de los grandes retos que se
nos planteaba a nivel mundial era el de lograr reducir los niveles de
contaminación que generamos entre todos cada día. El cambio climático, por
mucho que algunos iluminados se empeñen en restarle importancia, es un hecho
dramático que nos está dejando un planeta diferente con imágenes de los polos
desoladoras y catástrofes naturales que se están cobrando demasiadas víctimas.
Pero está claro que, cuando se priorizan los intereses particulares de unos
cuantos mandatarios y otros cuantos grandes empresarios de sectores contrarios
al de las energías renovables, la ecología y la protección de espacios
naturales y de flora y fauna en peligro de extinción, lo que opine el resto del
mundo, simplemente, les resbala. Porque cuando se está podrido de ambición y de
egocentrismo, uno se vuelve impermeable y sólo se molesta en hacerse el
ofendido cuando le conviene hacerlo, pero no para defenderse de ningún supuesto
ataque, sino para desacreditar al presunto atacante. Ir de víctima por la
vida, cuando se es maquiavélico, suele funcionar como estrategia para ganar
adeptos.
Al margen de todo este panorama y de tantos iluminados
decidiendo por cada uno de nosotros, deberíamos autonvencernos de que nuestro
peor error sería acabar imitando a estos indeseables. Por mucho que nos perjudiquen,
por muy cuesta arriba que se nos presente la vida muchos días, por mucha
decepción que sintamos al concienciarnos de que cada día luchamos más duro por
alcanzar lo mismo o incluso menos, debemos mantenernos fieles a nuestros
principios y a nuestras convicciones.
No podemos dejar que los días se sucedan sin aportarnos nada,
como si nos resbalase la vida, cual impermeables. Debemos dejar que los días
nos sorprendan, que la gente de nuestro alrededor nos cautive y nos provoque
emociones. Debemos reír, llorar, amar, gritar, encabritarnos cuando sea
conveniente, sorprender con aquellas respuestas que nadie esperaría de nosotros
pero somos muy capaces de orquestar. Decir que NO alto y claro cuando algo no
nos convenza, sentir que tenemos derecho a ser como nos dé la gana ser y a
estar donde queramos y a disfrutar de quien nos dé la gana disfrutar. Sea
políticamente correcto o tan inconveniente como un grano en el culo. Porque es
nuestra vida, nuestro tiempo. Y si los poderosos han decidido que la vivamos
como miserables y casi como muñecas recortables de usar y tirar, vivámosla
pues, pero sin prestarle nuestro timón a nadie, porque el rumbo que tomemos
sólo debería ser decisión nuestra.
La vida nos espera y no quiere resbalarnos. Desprendámonos
del impermeable y abrámonos a la aventura de sentir con mayúsculas todo lo que
nuestros singulares días estén dispuestos a ofrecernos.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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