Raíces e Identidades
Aunque no seamos árboles y hayamos nacido con el privilegio
de poder movernos de un lado otro continuamente, las personas también nos
sostenemos gracias a nuestras raíces. Unas raíces que no nos atan al suelo que
nos vio nacer, pero sí a las personas que lo hicieron posible.
Ser padres o ser hijos siempre han resultado experiencias complicadas en todas las épocas y en todos los rincones del mundo. No es fácil aceptar que alguien que nos ha dado la vida o alguien a quien se la hemos dado nosotros no nos entienda o no nos acepte como realmente somos. También nos duele admitir que no siempre somos capaces de entender nosotros a esos padres que lo dieron todo por criarnos y educarnos o a esos hijos por los que tanto hicimos y que, finalmente, tomaron decisiones que se oponen a los sueños que habíamos construido para ellos.
A veces
confundimos el amor con la obligación y nos olvidamos del respeto que nos
debemos unos a otros, porque ser padres o ser hijos no tendría que impedirnos
seguir siendo PERSONAS. Personas únicas y libres de decidir lo que quieren y lo
que no quieren en sus vidas.
Podemos
fantasear con la idea de cómo nos gustaría que fuesen nuestros hijos el día de
mañana, pero mientras lo hacemos nos estaremos perdiendo su día de hoy. Si nos
dignásemos a estar más atentos, quizá conseguiríamos que nos hicieran
partícipes de sus propios sueños y que confiasen en nosotros tras cada caída,
consintiendo que les ayudásemos a buscar nuevas salidas en su laberinto
particular hacia el logro de la propia identidad.
Lo mismo
nos ocurriría con nuestros padres, si nos dignásemos a dejar de poner nuestro
punto de mira en todo lo que se supone que hicieron mal con nosotros y
tuviésemos la valentía de reconocerles y agradecerles lo que hicieron bien.
Porque ningún hijo le nace a ningún padre con manual de instrucciones y el
recorrido que lleva a un recién nacido hasta las puertas de la madurez siempre
se hace muy largo, lleno de obstáculos, de tiras y aflojas, de nervios, de
rabia, de lucha, de contradicciones, de lágrimas, de encuentros y
desencuentros, pero también de esperanza, de ilusión, de logros, de retos
superados y de mucho amor.
Cierto es
que hay padres difíciles que podrían arruinarle la infancia y la adolescencia a
cualquier persona. Pero también hay hijos complicados, que ya nacen marcando un
terreno propio e impenetrable.
Lo más
curioso del enfrentamiento entre padres e hijos es que los segundos acaban
cometiendo los mismos errores que cometieron con ellos los primeros. Errores
que, curiosamente, acostumbrar a ser la causa de los enfrentamientos y
distanciamientos entre ambas partes. Y esa cadena de errores acaba enganchando también
a las futuras generaciones de la misma familia, como en un efecto dominó.
Las
raíces que nos sostienen y nos ayudan a seguir siendo quienes somos y como
somos, no sólo se nutren de la sangre que nos une a nuestros padres y
antepasados. También se nutren de las actitudes y comportamientos que nos han
transmitido a través de la educación que nos han dado y de los valores que nos
han inculcado. Las personas somos como espejos unas de otras. Aprendemos por
imitación y nuestros modelos más influyentes siempre resultan ser nuestros
padres o aquellas personas que han ocupado su lugar en nuestra crianza.
Muchas
veces hemos oído quejarse a muchas madres del comportamiento de sus hijas
adolescentes y lo más curioso de todo es que siempre acaban diciendo aquello
de: “No sé de quién habrá sacado esto. Yo a su edad no era así…”
También
es típico el ejemplo de que, ante el éxito de un hijo, el padre o la madre
siempre se atribuyen el mérito, señalándose a sí mismos para decir con orgullo:
“Es MI HIJO”. En cambio, cuando ese mismo hijo hace algo que al padre o la
madre no les enorgullece tanto, aquel mismo padre o aquella misma madre que se
atribuían la medalla de la paternidad, no dudan en pasársela con desprecio al
otro progenitor: “Mira lo que ha hecho TU HIJO”.
¿Tanto
nos cuesta mirarnos en el espejo y acordarnos de quiénes y cómo éramos nosotros
a la edad de esos hijos que insistimos en no reconocer?
¿De
verdad hemos olvidado que un día fuimos más ingenuos, más inseguros, menos
perfectos de lo que creemos ser ahora?
Y, en
cuanto a nuestros padres, ¿de verdad creemos que nos fallaron tanto? ¿De verdad
pensamos que nos amargaron la niñez a conciencia y que no nos querían como
habríamos merecido ser queridos? ¿Nos hemos atrevido a preguntarnos alguna vez cómo
nos ven a nosotros nuestros hijos? ¿Se lo hemos preguntado a ellos? ¿Si de
verdad creen que hemos estado a la altura como padres?
Es muy
fácil criticar los comportamientos de otra persona cuando no hemos tenido
que vivir bajo su misma piel, ni caminar con sus mismos zapatos, ni vivir bajo
los dictámenes de sus mismas circunstancias.
Hay
familias que se limitan a enterrar sus viejas hachas de guerra e intentan
mantener el contacto, aunque distanciando en el tiempo sus encuentros. Otras,
en cambio, deciden intentar romper lazos para siempre, ignorándose cuando se
cruzan por la calle o poniendo kilómetros de por medio, mudándose de pueblo,
ciudad o incluso país. Pero su estrategia siempre se queda en un intento,
porque esos lazos no se pueden romper. Forman parte de nuestra raíz. Si ellos
se rompen, ella muere. Y, sin raíz, ¿quién nos podría sostener?
Estamos hechos de sangre, pero también de memoria. Nuestra
mente acumula millones de momentos que entrañan emociones, sentimientos,
palabras, música, besos, abrazos, encuentros, pérdidas, celebraciones o
derrotas. A veces nos empeñamos en apelar a esa memoria para rescatar sólo los
momentos malos para justificar nuestro distanciamiento de esos padres o esos
hijos que no son como nosotros sentimos que nos mereceríamos que fuesen. Como
si nuestra felicidad tuviese que depender de cómo se comporten los demás con
nosotros o consigo mismos. El bienestar personal es responsabilidad única y
exclusiva de cada uno.
Nos
haremos un enorme favor a nosotros mismos y se lo haremos también a nuestra
mente si decidimos empezar a estimular a esas neuronas que atesoran los momentos
buenos que hemos vivido con esas personas que parecen disgustarnos tanto. Esas
mismas neuronas que hemos mantenido tan ignoradas durante tanto tiempo,
corriendo el riesgo de que se desactivasen y muriesen llevándose con ellas lo
mejor de nuestras vidas.
Si hemos
cometido el error de creernos mejores que nuestros padres, no sigamos
permitiendo que nuestro ejemplo haga creer a nuestros hijos que son mejores que
nosotros, para que acaben despreciándonos del mismo modo en que nosotros
despreciamos a sus abuelos. Atrevámonos a bajar la cabeza y a ser más humildes.
A pedir perdón y a perdonar.
No
sigamos exigiendo respeto a nadie si somos incapaces de respetarle primero
nosotros. Al margen de ser nuestros padres o nuestros hijos, no hemos de
olvidar que estamos ante PERSONAS únicas e irrepetibles. Personas que hemos
tenido la enorme suerte de que estuvieran en nuestras raíces y en nuestras
vidas.
No
esperemos a perderlas para siempre para entenderlas. Respetémoslas ahora,
aceptémoslas con sus defectos y con sus virtudes y querámoslas por como son de
verdad, olvidándonos para siempre de cómo deberían haber sido. Nadie es como
debería haber sido. Por eso cada ser humano, para bien o para mal, acaba siendo
la mejor versión de sí mismo.
Estrella
Pisa
Psicóloga
col. 13749
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