Repitiendo Errores
Todos hemos oído alguna vez de boca de nuestros padres
o abuelos que “el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma
piedra”. La historia nos demuestra constantemente la validez de esa afirmación
y nos detalla todos esos tropiezos nuestros en cualquier época y en cualquier
nación.
Desde que el ser humano empezó a hacer uso de la
escritura para comunicarse y para dejar constancia de su paso por el mundo,
hemos ido recopilando infinidad de manuscritos, códices, libros de registro,
poemarios, novelas, tesis doctorales, ensayos, periódicos, revistas y, desde
hace unas décadas, documentales, telediarios, reportajes, películas, series
televisivas y todo tipo de registros en formato audiovisual.
Toda esa información en la que se detalla de forma tan
exhaustiva nuestra historia se convierte en una especie de cadena que nos va
uniendo a las diferentes generaciones, haciéndonos caer en los mismos errores
que las que nos precedieron.
Hay muchos autores de novela histórica que nos han
ilustrado con su objetividad y su saber hacer. Gracias al historiador e
hispanista Paul Preston conocemos muchos detalles de la historia de
nuestra Guerra Civil. Sus obras han inspirado mucho de lo que se ha escrito y publicado
después de la dictadura franquista.
Novelas como “Los olivos de Belchite” de Elena Moya,
han contado con la recomendación del hispanista.
Lucía Graves, en su novela “La Casa de la Memoria” nos
acerca con maestría al mundo judío y nos detalla cómo fueron expulsados de
España por los Reyes Católicos en 1492.
Julia Navarro, en su betseller “Dispara, yo ya estoy
muerto” nos da una visión muy detallada del conflicto entre Israel y Palestina
desde que se originó a finales del siglo XIX, cuando los primeros colonos
judíos empezaron a establecerse en la zona.
Un autor más ambicioso que lleva décadas escribiendo
novelas que han alcanzado fama mundial es el británico Ken Follett. En “Los
Pilares de la Tierra” nos demostró sobradamente lo crueles que podían llegar a
ser nuestros antepasados medievales y en “Un mundo sin fin” nos enseñó cómo
podían cometer los mismos errores uno o dos siglos más tarde.
En la llamada “Trilogía del Siglo”, nos narró con todo
lujo de detalles la vida de varias familias a lo largo de tres generaciones.
Toda la historia del último siglo en Europa y América está concentrada en esos
tres tomos. Infinidad de barbaridades cometidas en las dos Guerras Mundiales,
pero también alguno de sus pequeños milagros, como la tregua de Navidad en las
trincheras del Marne en 1914, en que los soldados del bando alemán y los del
bando británico decidieron hacer un alto en sus enfrentamientos y compartir los
víveres que tenían para acabar jugando un partido de fútbol. Aunque, al día
siguiente, los mismos que se habían abrazado por la noche, se mataban unos a
otros sin sentido.
Los abusos de poder indiscriminados por parte de
fanáticos como Hitler, Stalin, Mussolini, Franco o sus muchos secuaces se
reflejan en los párrafos de esas novelas y nos erizan la piel, pero nos
consuela pensar que todo aquello pasó hace mucho tiempo y que nosotros estamos
a salvo porque hoy en día ya no vivimos bajo el yugo de dictadores como
aquéllos. Pero no podríamos estar más equivocados.
A principios de los años noventa, mientras desde el
gobierno de España se nos repetía por activa y por pasiva que nuestro país iba
tan bien, en un país muy cercano al nuestro que hoy en día ya no existe como
tal, musulmanes, albaneses, serbios y croatas se enzarzaban en una guerra
encarnizada que pasó a denominarse “conflicto de los Valcanes”. Y esa Europa
unida que tanto se vanagloria de haber vencido al nazismo, no hizo absolutamente
nada por evitarles aquella tragedia a sus pobres vecinos yugoslavos. Miró hacia
otro lado y les dejó que se mataran entre ellos.
Años
después hemos podido leer las novelas de uno de nuestros reporteros de guerra
en aquellos días, Arturo Pérez Reverte. “Territorio comanche” o “El
pintor de batallas” son dos novelas (la primera de ellas llevada al cine)
en las que detalla parte de los horrores que vivió aquellos días que nosotros
le veíamos aparecer en los telediarios para sobrecogernos un momento y
luego seguir con nuestras vidas, porque aquellas muertes a quemarropa, aquellas
violaciones de tantos derechos humanos y aquellos niños que cada día se
quedaban sin padres o sin una pierna, no nos dolían a nosotros ni tampoco a las
conciencias de nuestros políticos.
Apenas
una década después se repitieron las mismas aberraciones, los mismos crímenes y
la misma falta de sensibilidad cuando primero fue atacada Afganistán y después
Irak. Se pretendía librar a la primera de los talibanes y a la segunda de Sadam
Hussein y sus supuestas armas de destrucción masiva. Más de una década después,
ambos países están arrasados, sus gentes desesperadas y las bombas siguen
cayendo y matando, habiéndose contagiado ese espíritu bélico a Siria y al resto
del mundo. Porque hoy en día, cualquier punto del planeta puede estar en el
punto de mira del terrorismo islámico.
Ahora el gran problema de Europa parecen ser las
oleadas de refugiados que huyen de sus países en guerra. En los años treinta y
cuarenta del siglo veinte se produjeron migraciones muy similares durante y
después de las dos guerras mundiales. En España, una vez derrotado el ejército
republicano, muchas personas decidieron huir a Francia a travesando los
Pirineos a pie y cargados con lo poco que tenían. Hay documentales de la época
que prueban ese éxodo.
Muchas de esas personas acabaron en campos de
concentración que se levantaron para ellas en las playas de Argeles y otras
poblaciones costeras del sur de Francia.
En el libro “La maternidad de Elna” se narran las
historias de algunas de aquellas mujeres que tuvieron la desgracia de estar
embarazadas o de tener niños pequeños en tan adversas circunstancias.
Otras
fueron a parar a campos nazis, como la enfermera Neus Catalá, que sobrevivió a
todo aquel infierno y pudo regresar a Catalunya con el tiempo y explicarle al
mundo lo que vivió.
Esas madres que vemos todos los días en los telediarios llevan sobre sus hombros historias idénticas a las de nuestras mujeres republicanas del año 39. Tienen los mismos derechos que ahora defendemos que hubiesen tenido que tener las nuestras, pero parece ser que nuestros gobiernos no están de acuerdo. No ven en sus rostros desesperados la necesidad de ayuda, sino una amenaza. Y les ponemos barreras, como en Ceuta, como en Melilla, como en Turquía o como el famoso muro que Trump quiere levantar en la frontera mexicana, muro que además querrá que paguen los propios mexicanos. Todo para disuadirles de su sueño de alcanzar una vida mejor, para que se vuelvan por donde han venido y se queden callados en sus respectivos infiernos.
Qué mundo más paradisíaco habitamos. Qué humanos tan
estupendos somos. ¿Qué nos diferencia de Hitler y sus secuaces cuando idearon
“la solución final” para deshacerse de quienes no encajaban en su mundo ideal?
¿Cuántas veces tendremos que repetir los mismos
errores para darnos cuenta de que la piedra que nos hace tropezar no está en el
camino, sino que se nos cae de nuestro propio bolsillo?
Leyendo
novelas históricas como “La enfermera de Brunete”, “El mentalista de Hitler” o
“La Ley de los justos” no es difícil comparar los episodios que se narran en
ellas con lo que vivimos hoy en toda Europa o en las propias Barcelona o
Madrid. La situación en España en los años previos a la Guerra Civil no difiere
mucho de la que sufrimos ahora.
Ninguno de los partidos representados en los
parlamentos español o catalán parece tener una idea clara de hacia dónde
vamos ni cómo solucionar los grandes problemas que nos afectan a todos: la
corrupción, la tasa de paro, la precariedad del mercado laboral, la insuficiencia
de la sanidad pública, la falta de rumbo en educación o la presión fiscal sobre
los autónomos y los asalariados mientras se permiten amnistías fiscales para
los que atesoran más. Los que gobiernan porque se ciñen a sus propios
intereses y los de quienes les han puesto en el poder. La oposición porque
parece más preocupada por conseguir su silla vitalicia que por arreglar los
problemas de nadie. Unos y otros sólo saben enfrentarse, calumniarse y
reprocharse supuestas conductas no políticamente correctas. Eso ya lo hacían
hace 90 años nuestros bisabuelos y lo único que supieron conseguir fue que
medio país se enfrentara en armas al otro medio.
Si de verdad queremos cambiar una situación a la que
llevamos enfrentándonos desde hace generaciones, la solución no pasa por
repetir lo que ya hicieron nuestros bisabuelos, ni nuestros abuelos, ni
nuestros padres, ni nosotros mismos hace 20 años. La solución ha de estar en
probar estrategias nuevas que no dejen regueros de sangre, ni olor a pólvora,
ni tantos muertos de los dos bandos en tantas cunetas o bajo las tapias de
tantos cementerios.
Dejemos de mirarnos el ombligo, de creernos mejores
que el refugiado que acaba de llegar, o el que defiende una ideología que se
nos antoja demasiado diferente a la nuestra. Enterremos nuestras hachas de
guerra y nuestras banderas. De todo lo que somos y de todo lo que llevamos en
nuestros genes, busquemos lo bueno, lo que suma, lo que nos une a esos otros a
los que miramos con tanto recelo. Tendamos puentes, no murallas.
Dejemos de cavar trincheras e intentemos por todos los
medios que esos niños que están creciendo ahora en unas aulas donde florece la
multiculturalidad aprendan a verse todos como iguales y no encuentren en su
diferencia de color, idioma o religión un motivo para pelearse entre ellos. No
permitamos que hereden nuestros mismos errores. Ellos tienen derecho a cometer
los suyos propios.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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