Persiguiendo la Inmortalidad
Desde tiempos inmemoriales, el ser humano siempre ha
envidiado a los diferentes dioses a los que ha rendido culto por gozar éstos
del privilegio de la inmortalidad. Independientemente de la cultura o de la
época histórica en la que hayamos nacido, siempre hemos fantaseado con la idea
de vivir para siempre.
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Cada primavera renacen las ramas y las hojas en los árboles, pero las personas no podemos pretender emularles. Nosotros sólo tenemos 15 años una vez. |
De niños, nuestros padres intentaron retrasar el
momento de desvelarnos ciertos misterios de la vida, entre los que la muerte
fue quizá el más difícil de encajar. Enfrentarnos a la muerte de nuestros seres
queridos y tener la certeza de que un día seremos nosotros quienes
desapareceremos, dejando desolados a quienes nos quieren, siempre resulta una
experiencia demasiado insoportable, aunque todos acabamos pasando por ella y
resignándonos a convivir con su estela de consecuencias.
Pese a esa certeza nuestra de que tenemos una fecha de
caducidad, seguimos fantaseando con la idea de encontrar el elixir de la eterna
juventud o el Santo Grial. Durante siglos, muchas personas se han enfrentado y
han peleado hasta perder la vida de una manera muy violenta por encontrar
supuestas reliquias que les habrían abierto la puerta de la inmortalidad. La
literatura está repleta de las hazañas de aquellos hombres y mujeres que,
buscando vivir para siempre, perdieron la única vida que tenían demasiado
pronto.
En nuestro mundo actual no son los caballeros de las
cruzadas, ni los monjes de templos perdidos en medio de la montaña, ni las
hechiceras cátaras, ni siquiera los arqueólogos más aventureros quienes
persiguen el secreto de la inmortalidad, sino algunos científicos.
El siglo XX ha estado protagonizado por los grandes
avances en infinidad de campos como la medicina, la biología, la cibernética o
la inteligencia artificial. En los años que llevamos del siglo XXI no dejamos
de asistir a nuevos descubrimientos y nuevas metodologías que nos están
acercando a la ciencia ficción que autores como Isaac Asimov divulgaban en sus
novelas en los años 70 y 80 del pasado siglo. Palabras como
nanotecnología, exoesqueleto, genoma, gestación subrogada o criogenización se
han hecho un hueco en nuestro vocabulario cotidiano y protagonizan muchas de
las noticias que leemos a diario en la prensa o en internet y escuchamos a
diario en la radio y en la televisión.
Algunos de estos científicos, como el ingeniero
venezolano José Luis Cordeiro, defienden la tesis de que la muerte tiene sus
días contados, porque en un futuro no muy lejano se podrá modificar el ADN para
combatir diferentes enfermedades hereditarias y también se podrá frenar el
envejecimiento, previniendo con ello enfermedades como el Alzheimer o el
cáncer, asociadas al incremento de la edad y al efecto nocivo en nuestro
organismo de los radicales libres.
Las impresoras 3D ya han conseguido imprimir órganos
vitales que pueden acabar sustituyendo a órganos enfermos y evitar su rechazo,
dado que están hechos a partir de las células madre del propio enfermo. Por
otro lado, la creación de exoesqueletos está haciendo posible que personas
aquejadas de tetraplejia o de parálisis cerebral puedan mantenerse erguidas y
caminar sin ayuda de terceras personas. Aunque su aspecto se asemeje más al de
un robot que al de una persona, es indudable la mejora que supone en su calidad
de vida. Si en las últimas décadas nos habíamos acostumbrado a ver personas con
movilidad reducida desplazándose de forma autónoma con sillas de ruedas
motorizadas e incluso conduciendo su propio vehículo adaptado a sus
necesidades, ahora tendremos que ir habituándonos a estos otros mecanismos que
harán la vida de estas personas mucho más fácil y menos limitada.
Es indudable que muchos de estos avances van a alargar
la vida de muchas personas, aliviando considerablemente su dolor y el
sacrificio de las personas que hasta ahora tenían que ocuparse de ellas de
manera incondicional. Pero otros, como propiciar la maternidad a edades que
rozan o sobrepasan los sesenta años, gracias a las técnicas de reproducción
asistida cada vez más adaptadas a cada caso, más que un avance pueden suponer
un grave problema. Porque se antepone el capricho de ser madre de una mujer en
edad de ser abuela a los derechos más elementales de ese niño o esa niña que
están por nacer. ¿Qué garantías le podemos ofrecer a un niño al que nos
proponemos criar contando nosotros con sesenta años o más? ¿Estarán nuestras
fuerzas a la altura cuando él nos requiera para compartir juegos en el parque y
nuestras aptitudes instruidas tantas décadas atrás le podrán servir de guía en
un mundo actual tan cambiante y tan virtual? ¿Cuántas posibilidades tenemos de
poder cubrirle todas sus necesidades hasta que alcance su mayoría de edad y de
no dejarle huérfano a una edad demasiado temprana?
De la misma manera que muchas de las fronteras que
delimitaban los diferentes países parecen haber desaparecido desde que el mundo
se ha globalizado, las diferentes ciencias también han traspasado sus campos de
estudio para empezar a compartir unas con otras los avances en sus distintas
disciplinas. Hemos visto cómo han evolucionado las intervenciones quirúrgicas
gracias a las técnicas de laporoscopia, la utilización del láser o la cirugía
esterotáxica. Procedimientos cada vez más precisos, que apenas requieren días
de hospitalización, teniendo un postoperatorio con muchas menos
complicaciones y asegurando una recuperación más temprana.
Tampoco es de extrañar que la informática haya acabado
jugando un papel muy importante en las diferentes técnicas de detección de
enfermedades o en las intervenciones quirúrgicas más arriesgadas. Ahora mismo,
empresas tecnológicas como Google se están planteando la posibilidad de tratar
el cáncer con las mismas herramientas que utilizan los programadores para
enfrentarse a los virus informáticos. No es de extrañar que técnicas como la
radioterapia y la quimioterapia, tan agresivas y con efectos secundarios tan
indeseables para los pacientes, en poco tiempo se queden obsoletas y dejen paso
a tratamientos cada vez más enfocados al núcleo del problema, erradicándolo de
raíz y sin causar daños colaterales. Lo mismo puede ocurrir con las
enfermedades cardiovasculares o con las que tienen en su origen un componente
genético importante. Sin duda, el descubrimiento de los secretos que encierra
el ADN ha ido abriéndonos muchas puertas en las últimas décadas que nos pueden
ayudar, si no a erradicar del todo las peores enfermedades, por lo menos a que
dejen de ser mortales para pasar a ser crónicas, como ha pasado con muchos
enfermos de SIDA.
Es un hecho que nuestra esperanza de vida ha aumentado
mucho gracias a todos estos avances y que nuestra calidad de vida también ha
ido evolucionando cada vez a mejor. Con crisis o sin ella, hemos de reconocer
que vivimos mejor que en las décadas precedentes. Nuestra alimentación es más
variada y completa, nuestros hogares son más confortables, nuestra actividad
laboral menos penosa que la que desarrollaron nuestros padres y ya no hablemos
de la de nuestros abuelos. Todo ello contribuye a que, pese a que nos quejemos
tanto continuamente, nuestra salud sea mejor que la de las generaciones que nos
precedieron y nuestra juventud se prolongue más en el tiempo. Aunque siempre
haya excepciones.
En general, estamos viviendo más y llegamos en mejores
condiciones a edades avanzadas que hasta hace pocos años condenaban a nuestros
abuelos a una actividad muy limitada o casi nula. Las personas que se jubilan
ahora, si conservan la salud, saben que tienen ante ellas unos años a los que
podrán sacarles mucho partido si no se dejan arrastrar hacia el temido
sedentarismo. Pero, lejos de las ventajas que les confieren todos los
avances tecnológicos con los que las diferentes disciplinas llenan
diariamente las páginas de infinidad de revistas de divulgación médica y científica,
estas personas se enfrentan a los estragos de una realidad que contradice toda
esa alabanza a la prolongación de la vida: la falta de recursos de que dispone
nuestro sistema socioeconómico para financiar esos años que pretendemos vivir
de más.
En un mercado laboral cada vez más precario, que
genera unas bases de cotización a la seguridad social cada vez más bajas y
propicia un incremento desmesurado de la economía sumergida, no tiene mucho
sentido que desde la ciencia nos pongan en la boca el caramelo de la eterna
juventud o incluso de la ansiada inmortalidad, cuando la realidad de todos los
días nos está demostrando que no podemos mantener esa mejora del estado del
bienestar. Al menos, no si seguimos utilizando las mismas estrategias que hasta
ahora.
Muchas veces, cuando algún ministro del gobierno se
pronuncia sobre el tema de las pensiones y aventura que, para asegurar su
viabilidad, tendremos que prolongar en algunos años nuestra vida laboral, los
más populistas nos llevamos las manos a la cabeza y nos rebelamos con rabia
dejando escapar sapos y culebras contra ese gobierno explotador que nos trata
más como a esclavos que como a ciudadanos. Pero, si nos dejamos de arrebatos
irracionales y nos permitimos la calma suficiente como para pensar con la
cabeza fría, nos bastan y nos sobran cinco minutos para llegar a la conclusión
de que no tenemos, hoy por hoy, ninguna otra alternativa a la que proponen
desde el gobierno.
Si vivimos más y en mejores condiciones, es lógico que
tengamos que mantenernos más tiempo en activo. Esa realidad está reñida con las
prácticas de muchas empresas de prejubilar a sus empleados cuando alcanzan la
edad de cincuenta y pocos años o de limitar el acceso a ellas a los mayores de
45 años. Si pretendemos vivir cien años, ¿cómo vamos a jubilarnos a mitad del
camino? Si muchas parejas están retrasando su paternidad a entrados los
cuarenta años, ¿cómo van a pretender dejar de trabajar a los cincuenta y cinco,
los sesenta o los sesenta y cinco? ¿Quién va a trabajar para mantener a esos
niños, para pagarles los estudios, para ayudarles a independizarse?
Si la biología, la medicina, la cibernética, la
nanotecnología y la globalización, tanto física como virtual, están haciendo
posible que retrasemos más nuestro envejecimiento y que nuestros cuerpos puedan
tener más de una oportunidad al disponer de recambios de todo tipo, igual que
las máquinas, algo tendremos que hacer con nuestra voluntad para adaptarla a
esa vida más larga que pretendemos vivir.
Algo tendremos que poner de nuestra parte para no
plantarnos ante la mínima dificultad y para seguir peleando por hacernos un
hueco en el mercado laboral cada vez que éste trate de expulsarnos.
Ante la realidad del cambio climático hemos aprendido
que la sostenibilidad del planeta que habitamos pasa ineludiblemente por el
reciclaje de la basura que generamos. Extrapolando esa máxima a nosotros
mismos, tendremos que asumir que nuestra propia sostenibilidad dentro del
sistema socioeconómico en el que todos estamos inmersos pasa por nuestro
continuo reciclaje. Vivir más años supone enfrentarnos al reto de aprender a
ser más flexibles para poder adaptarnos con menos dificultades a los muchos
cambios que tendremos que experimentar. Porque no podemos pretender vivir cien
años con la misma mentalidad de quienes sólo vivieron sesenta, setenta u
ochenta. Esos veinte, treinta o cuarenta años de más, tendremos que llenarlos
con algo más que el cuidado de los nietos o bisnietos, los viajes
semi-subvencionados del Inserso, los paseos por el parque o las partidas de
naipes con los amigos. Algo más productivo tendremos que plantearnos, a menos
que queramos dejar que personas como Christine Lagarde tengan razón y acaben
convenciendo de ello al resto de mandatarios cuando dejan caer perlas como la frase
que pronunció hace un tiempo:
En los años 30 del pasado siglo, en Alemania se
plantearon cuestiones parecidas con el tema de los judíos. Por desgracia, todos
sabemos en qué consistió la que los nazis denominaron “solución final”.
Tal vez estemos viviendo demasiado, pero esto no debería ser un problema
si nos concienciamos de que lo importante no es alargar la vida en años, sino
aprender a llenar esos años de vida.
Vivir más para pasar más horas sentado o dormido, para
depender de una máquina que respire por nosotros o de una persona que nos lo
haga todo, no tiene demasiado sentido. Lejos de asemejarse a la vida, algo así
se correspondería más con la agonía, con el sufrimiento inútil.
Vivir más para tener más tiempo de quejarnos de todo y
de todos tampoco se nos debería antojar una expectativa tentadora.
En cambio, vivir los años que tengamos que vivir,
concienciados de que cada día puede ser nuestra última oportunidad para ser
mejores, para disfrutar de las cosas y de las personas que realmente nos
importan, para conectarnos con nuestros cinco sentidos con la realidad que nos
envuelve, sin tirar nunca la toalla, sin renunciar a seguir buscando dentro y
fuera de nosotros mismos todo lo que aún nos queda por descubrir… Eso sí merece
la pena ser experimentado y tendría mucho más valor que esa utópica
inmortalidad que pretenden alcanzar algunos. Qué ilusos. Si la realidad nos
demuestra todos los días lo mucho que nos cuesta adaptarnos a los cambios con
nuestra esperanza de vida actual fijada entorno a los 85 años, ¿cómo íbamos a
adaptarnos a una vida eterna con la infinidad de actualizaciones que tendríamos
que instalarnos en el cerebro a cada poco? Sería del todo inviable y agotador.
Por nuestro propio bienestar, olvidémonos de emular a
los dioses del Olimpo. Pongamos los pies sobre la tierra y dediquémonos a
disfrutar del tiempo que tengamos para tratar de hacer de ella un lugar mejor y
de nosotros mismos unos seres merecedores de ese regalo que es nuestra vida.
Intentemos ser consecuentes con lo que pensamos y con lo que hacemos y dejemos
de contar la vida en años. Acostumbrémonos a contarla en momentos especiales.
Cualquier día, por cotidiano que nos parezca, puede estar plagado de ellos.
Sólo depende de nosotros que seamos capaces de convertir algo sencillo y casi
intrascendente en algo sublime y digno de ser recordado.
Atrevámonos, pues, a dejarnos llevar por la magia de
la vida y dejémosles a los pseudocientíficos oportunistas el sueño de la
inmortalidad.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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