Fingiendo que Algo nos Importa
Cuando nos ocupamos del estudio de la conducta humana, en ocasiones
tendemos a compararnos con ciertas especies de animales en un intento de
comprender mejor nuestros comportamientos propios.
La psicología experimental es el campo en el que más se han utilizado
animales para realizar experimentos sobre la capacidad que tiene un determinado
estímulo para provocar una conducta concreta. Los perros que utilizó Pavlov
para condicionar su conducta de salivación ante un estímulo que les anunciaba
la proximidad de la comida, los gatos a los que enseñó Thorndike a levantar una
barrera para conseguir la comida que les ofrecía tras ella o las palomas que
adiestró Skinner para que presionasen una palanca en sus famosas cajas, son
todos ellos ejemplos de la experimentación que se ha llevado a cabo dentro de
la denominada corriente conductista durante décadas.
Esta misma corriente también ha experimentado con niños, como el caso del
pequeño Albert, a quien Watson le inoculó el miedo a las ratas emparejando un
fuerte ruido con la aparición de estos animales en escena. Años más tarde,
sería una discípula de Maslow, Mary Cover Jones, quien lograría desensibilizar
de ese miedo a otro pequeño llamado Peter.
Con tales prácticas se pretendía demostrar que prácticamente todas las
conductas son aprendidas y que, al nacer, somos como una tábula rasa que puede
derivar en cualquier cosa, dependiendo de las influencias que recibamos del
ambiente en el que nos tocará vivir. Esta posición tan radical viene a negar
toda posible influencia genética en nuestras conductas y sigue dando pie a que
ciertos sectores de nuestra sociedad sigan creyendo que a base de castigos se
puede lograr cualquier cambio en cualquier persona. También viene a culpar a
los padres y profesores de prácticamente todos los males de este mundo. Un
ejemplo muy sangrante de ello son las voces que se oyen en contra de los
homosexuales, predicando terapias radicales para “curarles su supuesta
enfermedad”.
Tras el conductismo, se sucedieron otros paradigmas como el neoconductismo,
que siguieron sirviéndose de animales para extrapolar los resultados de sus
investigaciones con ellos a la conducta humana. Un ejemplo de ello fueron los
laberintos de Tolman, experimentos en los que este científico utilizó ratas
para enseñarles, mediante condicionamiento, a encontrar la salida de un
laberinto, primero corriendo y luego nadando (tras cubrir el mismo laberinto de
agua). Según Tolman, para entender el aprendizaje hemos de contemplar dos
variables: los propósitos y las cogniciones. Las primeras se
refieren a la persistencia de un organismo en alcanzar sus metas y las segundas
se corresponderían a la comprensión que ese mismo organismo parece tener de las
relaciones entre los medios y los fines existentes entre las cosas. Esta idea
que se hace el animal sobre qué pasos ha de dar para llegar a alcanzar la meta
en cuestión es lo que Tolman definió como mapa cognitivo. Si el aprendizaje de
la rata en el laberinto se debiese únicamente al condicionamiento, podría
encontrar la salida en la modalidad de correr, pero se sentiría perdida a la
hora de moverse por el mismo laberinto estando éste cubierto de agua y viéndose
obligada a nadar. De alguna forma se desorientaría. Pero no fue así y
logró su propósito, porque había sido capaz de elaborar un mapa mental que la
condujo hacia la salida.
Estudios más recientes, realizados en el campo de la ciencia cognitiva, han
demostrado que los primates son muy capaces de pensar y de desarrollar empatía.
Pueden arriesgarse a pasar hambre cuando se les enfrenta a un experimento que
les invita a conseguir alimento a cambio de infringir un daño a sus compañeros
de manada. Pero también son muy capaces de aprender a engañar a esos mismos compañeros
para hacerse con la mejor parte de esa misma comida.
Otras investigaciones han demostrado que algunos perros pueden fingirse
enfermos para llamar la atención de sus amos y lograr que estén más pendientes
de ellos y que algunas otras especies, cuando se ven en peligro, acostumbran a
fingirse muertos para evitar que les ataquen. Tal es el caso de la rana
hojarasca misionera (Sudamérica) o del sapo bombina (Europa y Asia) que se
finge muerto boca arriba mostrando un despliegue de manchas rojas en el vientre
que alerta a sus posibles depredadores de su toxicidad. La serpiente denominada
“hocico de cerdo” o la zarigüeña norteamericana también fingen su muerte para
no ser atacadas. El camaleón, en cambio, utiliza la táctica de transformarse
para parecerle a sus enemigos mucho más peligroso de lo que en realidad es.
Todas estas conductas de engaño no son más que estrategias para sobrevivir
en un mundo hostil en el que cualquiera puede convertirse en el alimento de
cualquiera.
Si nos centramos
en la conducta humana, hemos de reconocer que no formamos parte de la cadena
alimenticia de ninguna especie (salvo excepciones lamentables). Pero también
hemos de admitir que nuestro principal enemigo es el propio ser humano.
La sociedad que
los humanos hemos conformado en cualquier época de nuestra historia nunca ha
dejado de asemejarse a una jungla descontrolada en la que sólo sobreviven los
más fuertes, los que disponen de más recursos y más astucia.
Pretender ir de buenos, de nobles, de justos y, como solemos oír
últimamente en todas partes, sin filtro… es la mejor manera de conseguir que
nos tomen el pelo y que se aprovechen de nuestra buena fe.
Deberíamos tener una cosa muy clara: Ser buenos… no tiene porqué equivaler
a ser tontos.
A veces nos enfrentamos a situaciones que nos sitúan fácilmente entre la
espada y la pared. Tememos quejarnos por miedo a perder lo que tenemos, pero si
no nos quejamos, damos pie a que las cosas no sólo sigan igual, sino que además
puedan ir a peor. ¿Qué hacer en estos casos?
Pues acordarnos de los animales, de lo que hacen ellos para sobrevivir, y
aprender a fingir como fingen ellos cada vez que nos hallemos en una situación
peligrosa.
Dejarnos llevar por nuestros instintos más descontrolados no es la mejor
opción para abrirnos paso en esta jungla de asfalto, tan superpoblada de
fantasmas con corbata y maletín y tan descarnada de sensibilidad por lo que de
verdad importa. Tampoco el uso de la provocación, del insulto gratuito, ni de
la queja sistemática resultan estrategias inteligentes. Lo más sensato es
pararnos a pensar qué nos interesa de verdad y qué no. Qué pretendemos
conseguir y qué precio estamos dispuestos a pagar por ello.
En un mundo en el que nada es gratis, hemos de tener muy claro cuáles son
nuestros límites, la línea roja que no estamos dispuestos a traspasar. Las
grandes palabras como ética, moral, transparencia, honestidad o sentido
común… son sólo eso, grandes palabras a las que cada uno hemos de atribuirles
el significado que más nos convenga.
Si conservar nuestra familia, nuestra pareja o nuestro empleo implica, de
vez en cuando, tener que fingir un interés que en realidad no sentimos… ¿qué
problema le vemos? No se trata de mentir, ni de comulgar con ruedas de molino.
Simplemente implica un ejercicio de tolerancia, de respeto hacia quienes no
siempre piensan como nosotros, pero sobre todo, una muestra de flexibilidad que
nos ayudará a adaptarnos mejor a cualquier entorno conocido o por conocer.
La rigidez mental, la tozudez o la manía de mantenernos firmes en nuestras
creencias y valores, lejos de definirnos como personas íntegras, lo que hace es
dibujarnos un perfil ante los demás que casi siempre les va a resultar muy
incómodo. Esa rigidez no abre puertas ni atrae nuevas oportunidades. Por el
contrario, nos puede aislar y nos puede acabar dejando fuera de juego.
Todos tenemos nuestras ideas y nuestras experiencias, nuestra verdad. Pero
deberíamos mentalizarnos de que esa verdad sólo lo es para nosotros y todo lo
aprendido sólo nos puede servir a nosotros. Porque los demás tienen también su
propia verdad y han sacado sus propias conclusiones de ella. Conviviendo con
esas otras personas, sus conductas nos pueden convencer más o menos, sus
caracteres nos pueden hacer sentir muy bien o crisparnos los nervios. Pero, si
tenemos que continuar esa convivencia, mejor acudamos al respeto, aunque
implique fingir que lo que nos cuentan nos importa; más que nada porque, lo que
sí debería importarnos es que esa otra persona nos tiene la suficiente
confianza como para contarnos lo que nos cuenta y que para ella es importante
sentirse escuchada. ¿Qué nos cuesta complacerla, aunque en verdad nos importe
un bledo lo que piensa y lo que dice?
En la situación contraria, cuando alguien nos falta al respeto y trata de
ridiculizarnos, en lugar de demostrarle que le damos importancia a sus ofensas
hacia nosotros, lo más inteligente es demostrarle total indiferencia.
Simplemente, no entrar en su juego de provocación. Dicen que no ofende quien
quiere, sino quien puede. Si estamos seguros de nosotros mismos y sabemos que
nos están faltando al respeto sin razón alguna, no tiene sentido que nos
ofendamos y nos enfrentemos a esa persona, porque nos estaríamos poniendo a su
altura. Lo más acertado es fingir que no hemos oído nada y, lo más importante,
no permitir que nos afecte.
Aunque siempre tendamos a creer que el hecho de tener unos lóbulos
prefrontales más desarrollados nos da derecho a creernos la especie más
maquiavélica del planeta, el caso es que tenemos mucho en común con el resto de
las especies animales. Como ellos, somos capaces de lo mejor, pero
también de lo peor. Los extremos siempre son peligrosos en todo, por lo que lo
ideal siempre son los términos medios, la riqueza de los matices, con la
creatividad y la originalidad que los caracteriza.
Sigamos trabajando cada uno en la creación de nuestra mejor versión,
utilizando a pleno rendimiento esos lóbulos prefrontales que tantas puertas nos
han abierto a los humanos y todas las estrategias ideadas a través de tantas
generaciones y que hemos tenido la inmensa suerte de heredar. Juguemos bien
todas nuestras cartas y utilicemos todos nuestros recursos en pro de conseguir
una convivencia más civilizada en todas nuestras interrelaciones con los demás,
aunque a veces tengamos que recurrir a las mentiras piadosas, a las medias
verdades o al sabio silencio.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 137493749
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