Poniéndonos un Precio Justo
Si hay algo que ha caracterizado a la evolución humana
ha sido nuestra capacidad para interactuar con otros individuos de nuestra
misma especie y de intercambiar como ellos nuestros conocimientos y nuestros
descubrimientos individuales. Esa interacción se vio enormemente facilitada
gracias a la aparición del lenguaje, habilidad que nos distingue del resto de especies
animales.
Los primeros hombres y mujeres que poblaron la tierra
no diferían demasiado del resto de los animales. Constituían pueblos nómadas,
que habitaban en las cuevas, se guiaban por su instinto y dedicaban la mayor
parte de su tiempo a buscar lo que fuese que pudiese acallar sus hambres. Su
dieta era, básicamente, carnívora y la consumían de la misma manera que el
resto de los animales carnívoros, es decir, comiéndose la carne cruda.
Inventos como la rueda y el desarrollo de oficios como
la orfebrería o la alfarería contribuyeron a facilitarles mucho las tareas de
su vida cotidiana. Los museos arqueológicos de todo el mundo muestran en sus
vitrinas innumerables ejemplos del ingenio y la habilidad de aquellos hombres
de la Prehistoria, que ya mostraban interés por las joyas, los perfumes y las
vasijas decoradas con suma delicadeza.
Herramientas muy rudimentarias de
la Prehistoria
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De los pueblos nómadas evolucionaron a los pueblos
sedentarios cuando se dieron cuenta de que, en lugar de jugarse la vida todos
los días enfrentándose a animales salvajes a los que pretendían cazar, podían
domesticar a algunos de esos animales confinándolos en espacios cercados al
lado de sus chozas, que se convertirían en los primeros corrales de la
historia. También descubrieron que podían arrancar de raíz muchas de las
plantas comestibles que encontraban en la naturaleza para sembrarlas en los que
fueron los primeros huertos, de modo que pudiesen cultivarlas cerca de sus
casas y recoger sus frutos cada determinado tiempo, sin necesidad de seguir
caminando durante horas para encontrarlas en medio del bosque.
Hasta ese momento, sus vidas fueron muy sencillas y
sus únicos objetivos parecían ser la lucha por su propia supervivencia y su
propia reproducción para asegurar la perpetuación de la especie.
Pero la evolución es imparable y cada nueva generación
crece con el ansia de superar a su antecesora. De idear nuevos retos, de
descubrir nuevos horizontes. Cuando aquellos hombres que vivían de la ganadería
y la agricultura a pequeña escala empezaron a producir más de lo que
necesitaban, empezaron a preguntarse qué podían hacer con aquel excedente. Lo
mismo se preguntaron los hombres que habían aprendido a trabajar los metales
gracias al fuego, o a trabajar la madera (gracias a las herramientas que
pudieron idearse y moldearse gracias al mismo fuego) o a pescar (los que vivían
cerca de los ríos o del mar). El encuentro entre esos distintos hombres hizo
posible el nacimiento de una práctica que hoy conocemos como trueque.
Se podían cambiar hortalizas por pescado, huevos por
lanzas o leche por pieles. El caso es que, aquella necesidad de encontrar en el
otro aquellos productos que por sí mismos no podían cultivar, cazar o elaborar,
sentó las bases de los primeros mercados. Hoy en día, para desgracia y
vergüenza de todos, se siguen realizando estas prácticas de trueque, llegando a
cambiar las familias a una hija preadolescente por una vaca o por un camello.
Tiempo más tarde, la evolución siguió abriéndose paso
entre ellos, sembrándoles las semillas de la ambición. Ya no les bastaba con
asegurar su supervivencia y la de su prole, sino que aspiraban a conquistar más
territorio y a buscar más allá de los límites que conocían aquello que aún no
habían descubierto, pero que de alguna manera intuían que otros como ellos
podían poseer más allá de aquellas montañas de delimitaban sus poblados o de
aquellos mares que no dejaban adivinar cómo sería la otra orilla.
En ese tiempo, empezaron a sucederse las primeras
expediciones, los primeros viajes que no siempre les trajeron de retorno.
Foceos, cartigeneses o fenicios son ejemplos de
pueblos que se aventuraron a surcar los mares en embarcaciones rudimentarias
con el objetivo de descubrir nuevos territorios donde pudiesen establecer
nuevas colonias y encontrar nuevos productos. Así nació el comercio
internacional.
Agora de la ciudad greco-romana de
Empúries, fundada por los foceos hacia el 550 a.C, puerta de entrada de la
civilización en Iberia.
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Los griegos que llegaron a las costas de Emporiom y
propagaron su cultura por toda la península, civilizando a una Iberia ruda y
perseverante que, gracias a la influencia helena, se hizo más fuerte, más
sabia y más abierta, trajeron ese espíritu comercial con ellos. Cuando
levantaron la ciudad a imagen y semejanza de la Focea en la que ellos habían
vivido, no dudaron en dedicar la parte central de aquella urbe sembrada de
columnas jónicas al ágora, la plaza donde tendrían lugar sus intercambios
comerciales entre los propios griegos, pero también con los indiketas que
habitaban la zona antes y después de su llegada.
Para entonces, en Emporion, al igual que en muchas
otras ciudades de todo el mundo civilizado, ya habían empezado a acuñar su
propia moneda, el vil metal que empezó a sustituir al trueque.
Varios siglos más tarde, un personaje llamado Marco
Polo se aventuraría a trazar la bautizada como ruta de la seda en sus viajes
por Asia y pasaría a la historia como el hombre que trajo a Europa la pólvora
desde la lejana y desconocida China.
Ruta de la Seda
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Más adelante en la historia, Europa, y especialmente
España, vivieron una fiebre de colonizadores a quienes no les importó
embarcarse rumbo a mundos desconocidos para conseguir más territorios para sus
respectivos reyes. Se descubrió América, al mismo tiempo que se la saqueó
provocando un genocidio que no tenía precedentes en la historia. Los
supervivientes de las continuas masacres se convirtieron en esclavos de los
europeos y se vieron obligados a acatar todas sus imposiciones. Lo mismo
ocurrió en otras colonias del sur de Asia y de toda Africa. Todo por el vil
metal, por hacer más ricos a unos reyes enfermos de ambición, de codicia y de
sangre.
Llegada de Colón a América
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Aquellas expediciones y aquellas colonias de las que
se podían extraer a precio irrisorio tantas materias primas de las que carecía
Europa, sentaron las bases de lo que hoy en día conocemos como el fenómeno de
la globalización.
A veces nos cuestionamos cómo una prenda de vestir
puede ser tan barata si ya el coste de la materia prima de la que supuestamente
está hecha es superior. ¿Cómo algo elaborado en la otra parte del mundo puede
resultarnos más asequible que una prenda fabricada en nuestro país? La
respuesta es muy sencilla: Gracias a la esclavitud de los obreros y obreras que
trabajan en esos talleres del otro lado del mundo, en jornadas de trabajo maratonianas
y en unas condiciones infrahumanas.
En España, una empresa que se ajuste a la ley, tiene
que pagar a sus trabajadores de acuerdo al salario fijado en la categoría del
convenio a la que está adscrita, más abonarles las cuotas de la seguridad social,
más cubrirles si están de baja por enfermedad o accidente, más pagar los
impuestos correspondientes a su actividad económica y a los del impuesto del
valor añadido (IVA). Si esa misma empresa, declarada en un país del llamado
tercer mundo, le supone al mismo empresario un ahorro considerable en salarios,
seguros sociales e impuestos… lo más probable es que acabe cerrando sus plantas
en España para abrirlas en Marruecos o Thailandia. Si ese empresario tiene
visión de negocio, y se dedica a visitar otros talleres de diferentes partes
del mundo, y descubre que puede obtener sus productos ya acabados a un precio
irrisorio, seguramente va a llegar a la conclusión de que le resultará más
provechoso olvidarse de producir él sus propios productos, comprándoselos a
cualquiera de esos proveedores y limitándose a comercializarlos, multiplicando
varias veces su precio de salida. En definitiva, preferirá asegurarse una red
de tiendas en diferentes ciudades del país e incluso del extranjero y olvidarse
de los problemas que acarrea responsabilizarse de la producción de esos
productos.
Esa simplificación del negocio hace posible que, pese
al alto margen de beneficio que le reporta su negocio, pueda vender sus
productos a precios que le resulten asequibles al consumidor final.
En cualquier mercado, todos los productos expuestos
están sujetos a la ley de la oferta y la demanda. Si producimos algo único nos
podremos permitir el lujo de ponerle el precio que nos parezca, porque siempre
habrá algún comprador dispuesto a pagar ese precio, por desorbitado que sea. Si
lo que producimos, en cambio, es lo mismo que lo que producen nuestros
competidores, tendremos que adaptarnos al precio establecido en el mercado o
incluso lanzar una oferta inferior.
Aunque nos pueda parecer que esas leyes no pueden
incluirnos a las personas, nos equivocamos. Porque todos somos productos y nos
acabamos vendiendo o malvendiendo todos los días.
Por escandaloso que nos pueda parecer, todos tenemos
un precio y sería muy bueno para todos nosotros descubrir cuál es. Saber hasta
dónde estamos dispuestos a llegar por atraer a otra persona, por conseguir un
trabajo o por perseguir un sueño.
Por muy avanzados que la evolución nos haga creer que
somos, a veces seguimos guiándonos por los mismos instintos que aquellos
primeros hombres que lo mismo pecaban de una ingenuidad que les podía costar la
vida, que eran capaces de matar al primero que se les acercaba por miedo a ser
atacados.
No siempre sabemos medir nuestras fuerzas ni somos
capaces de valorarnos en nuestra justa medida.
En el mercado laboral, las entrevistas de trabajo
resultan una buena oportunidad para aprender cosas de nosotros mismos que ni
siquiera sospechamos muchas veces.
Pongamos el caso hipotético de una empresa que está
buscando un contable júnior, que tenga estudios universitarios pero también
pueda aportar cierta experiencia, que tenga iniciativa, flexibilidad horaria y
ganas de superación.
La persona encargada de hacer la selección de este
perfil se dispone a entrevistar a dos candidatos posibles.
El primero de ellos cumple muy bien el perfil, es
licenciado en ADE y además tiene un máster en fiscalidad. Habla tres idiomas,
tiene 30 años y aporta una experiencia de cuatro años en un departamento de
contabilidad de una importante empresa de la competencia. Se muestra seguro de
sí mismo, entusiasta y tiene grandes aspiraciones. A la pregunta del
entrevistador sobre el nivel salarial al que aspira, contesta con firmeza tirando
al alza, porque tiene la sospecha de que, diga la cifra que diga, siempre le
van a regatear. Inflando sus aspiraciones se asegura que, tras el regateo, la
cifra caerá dentro de sus expectativas reales. Pero, para su sorpresa, la
respuesta que le dan es que le agradecen mucho su tiempo y su interés en entrar
a formar parte de su empresa, pero no pueden adaptarse a sus expectativas.
El segundo candidato también es licenciado en ADE,
pero apenas tiene experiencia laboral. Tiene 23 años, sólo ha trabajado en un
Mc Donald’s los veranos mientras estudiaba y en los últimos meses de la
carrera hizo prácticas en una gestoría. En cuanto a idiomas, sólo habla
castellano y algo de inglés. En sus respuestas se muestra inseguro, no siempre
es capaz de mantener la mirada de su interlocutor y manifiesta que tiene muchas
ganas de aprender, pero no les puede aportar otra cosa que sus conocimientos
teóricos. Ante la pregunta sobre sus aspiraciones económicas, baja la mirada,
se sonroja y contesta dudando: “Pues no sé… no me lo había planteado… Al
no tener experiencia, no estoy en condiciones de exigir gran cosa”. El
entrevistador le mira con una mezcla de pena y resignación y le suelta el
discurso de que le agradece su tiempo y su interés por empezar a trabajar en su
empresa, pero tiene que descartarle. El candidato se queda mudo por un momento,
pero después se atreve a preguntar si le ha rechazado por su falta de
experiencia. A lo que el entrevistador le contesta, con la misma amabilidad con
la que se ha conducido durante toda la entrevista: “En absoluto. Es cierto que
no tiene usted la experiencia requerida, pero el caso es que es usted muy joven
y no le ha dado tiempo a adquirirla. Tiene en cambio los conocimientos
necesarios y, a mi juicio, un gran potencial”. Entonces, ¿por qué me ha
descartado? “Porque es usted quien no cree en ese potencial. Es usted quien no
se valora lo suficiente. Si usted no es capaz de valorarse en su justa medida
¿cómo pretende que lo haga ninguna empresa?”
En cualquier interacción humana, tan negativo resulta
pasarse de listo como pecar de tonto o de demasiado bueno. Los extremos nunca
son recomendables para nada. Existen los términos medios, los matices, las
respuestas complejas que tienen en cuenta más factores a la hora de formularse.
Cuando una persona que aspira a un puesto de trabajo
se resta valor a sí misma en un intento de darse una oportunidad, muchas veces
le pasará lo mismo que al segundo sujeto del ejemplo comentado, pero puede
darse el caso de que alguna empresa, de las que sólo tienen en cuenta el tema
económico, le acabe dando el trabajo. Si se da el caso, lejos de haber tenido
suerte, ese trabajador habrá caído en desgracia. Porque cuando empiece
realmente a trabajar y comprenda la naturaleza de las tareas encomendadas, se
sentirá estafado. Pero no podrá reclamar nada porque habrá sido él mismo quien
se habrá colocado ese bajo precio.
Y el día que descubra en algún cajón de su oficina los
CV’s de los candidatos que aspiraban a su mismo puesto con las anotaciones del
entrevistador, se dará cuenta que todas esas personas eran mejores candidatos
que él, no sólo por experiencias, sino también por preparación académica y por
otras aptitudes como los idiomas o el conocimiento de herramientas específicas
para su tarea diaria. Pero le eligieron a él, al peor candidato de todos, sólo
por el hecho de que les resultó la opción más barata.
Hacer descubrimientos de esa naturaleza nunca resulta
agradable para nadie, dado que contribuyen a arruinarnos la moral y la
confianza en nosotros mismos.
De ahí que devenga tan importante la tarea de auto
tasarnos, para tener muy claro lo que valemos y el precio que nos vamos a poner
la próxima vez que nos decidamos a venderle a alguien nuestro tiempo, nuestra
dedicación, nuestras habilidades, nuestros desvelos o incluso nuestro amor.
Porque no sabemos nunca cuando podemos encontrarnos delante a la persona que
nos diga: “Te voy a valorar como mereces porque con tu actitud me estás
demostrando que has aprendido a valorarte en tu justa medida”.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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