Dejando las Cosas en sus Días
Estos últimos días se está hablando mucho de la
propuesta no de ley que ha sido admitida en el parlamento para sacar a Franco
del Valle de los Caídos. Esta iniciativa no está exenta de polémica, por todo
lo que representa para los españoles ese monumento construido por los presos
del bando republicano para convertirlo en la última morada de los caídos por la
Patria.
Aunque intentemos mirar este asunto bajo el prisma de
la imparcialidad, no podemos evitar darnos de bruces con la incongruencia que
supone levantarles un monumento de tales características a una parte de esas
víctimas de la guerra civil, mientras a muchas otras víctimas las seguimos
manteniendo desperdigadas bajo las cunetas de todo el país o borradas de la
memoria y de la historia en un montón de fosas comunes rociadas con cal viva.
Estas diferencias de trato, incluso después de
muertos, y esta clasificación de la población civil que sobrevive a una guerra
tan cruenta y tan sin sentido como lo fue la nuestra, en buenos y malos, en
vencedores y vencidos, en personas decentes y en indeseables, sólo es una
muestra muy resumida de lo que ha sido nuestra historia reciente.
La educación que hemos recibido, seamos descendientes
de los soldados de un bando o de los del otro, nos ha obligado a seguir
hablando, pensando y sintiendo que seguimos habitando un país partido por la
mitad, dividido en dos realidades opuestas: la izquierda y la derecha, los
rojos y los fachas, los progresistas y los conservadores. Como si no tuviéramos
más opciones que la de seguir polarizando nuestro pensamiento.
Todos los extremos son igual de peligrosos y acaban
rozando el fanatismo. Ese mismo fanatismo que llevó a algunos seguidores de la
izquierda más radical a quemar iglesias y conventos, a violar y asesinar a
religiosas o a confiscar propiedades privadas a empresarios, miembros de la
burguesía y de la nobleza a los que a veces acababan dándoles el paseo nocturno
que les llevaba hasta la tapia de algún cementerio donde eran fusilados después
de haber sido obligados a cavar sus propias tumbas.
Es evidente que los falangistas y los franquistas
hicieron lo mismo con los republicanos y con sus hijos. Y no tuvieron bastante
con ganar la guerra, sino que los siguieron represaliando durante toda la
dictadura.
En muchos países ha habido guerras en el siglo XX,
quizá el más sangriento y devastador que la humanidad haya tenido que soportar,
pero en ninguno de esos países se ha perseguido y represaliado a los vencidos
como en el nuestro. Esa sed de venganza, esa obsesión enfermiza por acabar con
el comunismo y esa alianza tan maquiavélica con una iglesia que no dudaba en
participar en planes tan despiadados como el robo de niños republicanos para
vendérselos a familias pudientes afines al régimen, o el uso de esos mismos
niños para emplearlos como mano de obra gratuita en sus múltiples negocios, no
tenían nada que ver con la decencia que pregonaban a los cuatro vientos ni
tampoco con la justicia. Eran, más bien, signos que delataban unas mentes muy
perversas y ciegas de ambición.
Cuando Franco murió, los artífices de la transición
hacia la democracia creyeron oportuno pasar página muy deprisa, como si
enterrando al dictador en el Valle de los Caídos que él mismo había mandado
construir, pudiesen conseguir que la historia terminase por fin y los
españoles, de uno y otro bando, olvidasen como por arte de magia sus viejas
heridas y sus respectivas ofensas.
Si
más de cuarenta años después seguimos hablando de ese monumento y seguimos
buscando a nuestros muertos en las cunetas, no podemos seguir defendiendo que
aquella transición fuera un éxito. Porque no hemos sido capaces de pasar
página, liquidando las cuentas pendientes del pasado para poder concentrarnos
con los cinco sentidos en nuestro presente y en el futuro que está por venir.
En 2013, la escritora asturiana Laura Castañón publicó
su primera novela "Dejar las cosas en sus días". Es una novela
ambientada en la guerra civil, pero a diferencia de otros autores que se
posicionan muy claramente por uno u otro bando, Laura consigue que el lector se
meta bajo la piel de los personajes y acabe experimentando sus mismas
emociones. Laura no habla de ideas ni de partidos, habla de personas que
sienten y padecen, que se equivocan, pero también son capaces de jugarse la
vida por ayudar a quienes les importan. Y, lo más importante, nos demuestra que
el rencor o la venganza nunca desembocan en nada bueno y que los muertos ya no
van a volver, pero nosotros podemos encontrarles un lugar en nuestra memoria
donde puedan descansar en paz, independientemente de donde reposen sus restos.
A todos los que proponen estos días sacar a Franco del
Valle de los Caídos y a los que siguen insistiendo en cargar a los
descendientes de aquellos fascistas que persiguieron a sus abuelos o a sus
padres o a sus tíos con unas culpas que no les corresponden, les recomendaría
la lectura de esta novela. Porque ya va siendo hora de que nos
responsabilicemos de lo que somos hoy y de que dejemos de cargar con un pasado
del que no somos responsables. Quizá así nos daremos cuenta de una vez que la
vida es más interesante cuando no nos empeñamos en vivirla en blanco o negro,
sino en toda su variedad de colores y matices.
Laura Castañón, con una prosa cuidada al detalle y una
sobrada capacidad de despertarnos los sentidos y desbordarnos las emociones,
nos enseña a pasar página y a dejar las cosas en sus días, porque sólo en el
contexto de los días en que se sucedieron pueden entenderse.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
Psicóloga col. 13749Psicóloga col. 13749
Comentarios
Publicar un comentario