Nadando contra Corriente
Existe un tipo de peces, denominados “diadromos”, que
necesitan alternar la vida en el río y en el mar para completar su ciclo vital.
Entre ellos se encuentra el salmón del Atlántico, que nace en el río, migra
hasta el océano y, llegada la hora de procrear, vuelve a remontar el río para
recibir a su descendencia en las mismas aguas que le vieron nacer a él.
A estos peces les toca nadar contra corriente, jugándose la
vida en su empeño, pues sus depredadores están siempre al acecho. Para los osos
y los humanos, atrapar a un salmón en plena remontada del río resulta una
actividad de lo más estimulante. A los primeros les satisface el hambre después
de su letargo invernal; a los segundos les dora el ego, al permitirles que se
midan con sus compañeros de pesca y creerse mejores que ellos porque su pieza
es la más grande.
En 2011 se estrenó una película con sello británico
protagonizada por estos salmones. Esta historia, basada en la novela Salmon
Fishing in the Yemen de Paul Torday, intentaba ir más allá en la idea de nadar
contra corriente. Clasificada como comedia, sus disparatadas escenas y sus
interesantes diálogos daban mucho qué pensar y nos enfrentaban a muchas
cuestiones que tal vez deberíamos replantearnos.
Salmon Fishing in the Yemen ( La pesca del salmón en Yemen),
pese a haber recibido alguna nominación a los oscars y haber sido bautizada
como comedia del año en Reino Unido, pasó muy desapercibida entre otros
estrenos mucho más comerciales y con campañas de marketing bastante más
agresivas. Quizá no se la podría tildar de buena película, porque presenta una
trama muy exagerada y extravagante, que da la impresión de alejarse mucho de la
vida real de cualquiera. Sin embargo, en esa extravagancia es donde reside
precisamente su magia, su encanto.
Es curioso cómo acostumbramos a quejarnos de la vida tan
supuestamente aburrida que llevamos, tan previsible, tan reiterativa, tan
superficial. Pero, en cuanto vemos que alguien a nuestro alrededor se atreve a
gestar sus propios sueños y decide salir corriendo tras ellos, aunque eso le
suponga tener que darse la vuelta y empezar a abrirse paso en dirección
contraria a la del resto, optamos por darle la espalda y tildarle de loco o de
inconsciente. Y seguimos quejándonos de nuestra vida sin substancia, pero
protegidos en nuestro mundo de cristal, en nuestra zona de confort que no nos
obliga a navegar contra corriente, pero en cambio nos mina las ilusiones y nos
adormece los sentidos.
Decidir ser uno mismo, gestar los propios sueños, atreverse a
intentar hacerlos realidad, navegar contra corriente, abrir puertas donde todos
ven sólo altos muros, descubrir lejanas estrellas donde parece que sólo hay negra
noche o levantarse cada día pese al dolor físico, pese a las emociones rotas
que se nos clavan en el alma y pese a las muchas caídas y desengaños que se nos
han quedado marcados en el cuerpo y en la mente… no es fácil ni tampoco
sencillo.
Como para los salmones que remontan el río en busca de su
destino, para los humanos que deciden escuchar su propia voz y sus propias
necesidades, el camino siempre se hace muy cuesta arriba. Al esfuerzo de correr
o nadar hacia los propósitos que nos marcamos, hemos de sumar las decepciones
que nos encontramos por el camino. A veces, las personas en las que más
confiamos y por quienes más hemos dado la cara en nuestra vida, son las
primeras en desertar de nuestra causa y de nuestra amistad. Temen que su apoyo
hacia nuestras “extravagancias” les convierta en personas no políticamente
correctas a los ojos de quienes llevan la misma vida gris y rutinaria que
acarrean ellas. En parte es lógico, porque la zona de confort que habitan es
muy adictiva y el miedo a las consecuencias de desengancharse de ella
acostumbra a ser más fuerte que el deseo de ser libres.
Fantaseamos mucho con la libertad, pero la verdadera LIBERTAD
nunca se alcanza tras recorrer un camino de rosas. Más bien todo lo contrario.
Para ser libre, primero hay que atreverse a ser valiente. Olvidarse del miedo a
ser quienes somos de verdad y a que los demás nos vean tal cual somos. Muchos
son de la opinión de que desnudarse ante los demás es un acto kamikaze porque
entonces les estamos sirviendo en bandeja nuestras debilidades y sabrán cómo
derribarnos. Es una opinión tan aceptable como cualquier otra. Pero
afortunadamente, no todo el mundo la comparte.
Mostrarnos como somos, a veces puede convertirse en nuestra
mejor arma para abrirnos paso por el camino que decidimos transitar. La gente
está tan acostumbrada a las respuestas políticamente correctas, a los
cumplidos, a las sonrisas forzadas y a la falsa modestia, que cuando se
encuentran ante alguien que no siente la necesidad de expresar lo que no
siente, simplemente se queda descolocada. Hay quienes sentirán rechazo por esa
persona rara que no les dora la píldora ni les ríe esos chistes baratos que, en
verdad, no tienen ninguna gracia. Otros, en cambio, se sentirán fascinados.
Es lo que le ocurre a los espectadores de series televisivas
con personajes como House o el Dr. Vilches de Hospital Central. Las personas
auténticas tienen esa doble capacidad: lo mismo pueden despertar amor que odio.
Pero lo que está claro es que no dejan a nadie indiferente.
Dejando los casos extremos a un lado, podemos ser nosotros
mismos sin renunciar a ser amables con los demás, pero sin caer en las trampas
de los cumplidos innecesarios. Mantener una conversación cordial con alguien no
tiene porqué implicar que comulguemos con sus credos ni esa persona con los
nuestros. Tampoco que la tengamos que invitar a nuestro terreno personal ni
aceptar que ella nos invite al suyo. Podemos limitarnos a guardar las formas,
pero sin modificar ni un ápice nuestros propios contenidos.
Podemos seguir viviendo en medio de mucha gente que se empeña
en ir en la misma dirección a través de las mismas rutinas y de repetir los
mismos rituales año tras año, su vida entera. Pero no tenemos por qué sucumbir
a la fuerza de esa corriente ni dejar que nos arrastre. Si abrimos bien los
ojos y miramos en positivo, seguro que podremos detectar, entre tanta gente
bailando al unísono de la música que toca nadie sabe quién, a muchas otras
personas que, como nosotros, habrán perdido el miedo a soñar, a darse la vuelta
las veces que haga falta y a cambiar de rumbo, a buscar otras oportunidades y a
seguir creyendo en sí mismas.
Hagamos cómo el jeque de “La pesca del salmón en Yemen”:
persigamos esos sueños que tenemos por disparatados que sean. El mundo no avanza
gracias a los que se quedan sentados y en modo stand by, sino gracias a los que
se atreven a arriesgar, a nadar contra corriente como los salmones o como el
ratón del libro “Quién se ha llevado mi queso”, que siempre tenía preparadas
las zapatillas de correr por si la cosa se complicaba de un momento a otro y
tenía que abandonar su zona de confort para ir en busca de otra mejor.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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