Hablando... no siempre se Entiende la Gente
Los entendidos en la materia no se ponen de
acuerdo a la hora de aventurar cuántas lenguas distintas se hablan a lo largo y
ancho del mundo. Hay quien afirma que podrían ser entre 3000 y 5000, mientras
que algunos se arriesgan hasta las 7000. El caso es que, sean las que sean
entre idiomas oficiales, dialectos o jergas, son demasiadas como para pretender
que nos entendamos unos y otros pueblos.
Ya en el Génesis se intentaba hallar una
explicación a esa falta de entendimiento entre los pueblos mediante el mito de
la Torre de Babel, una especie de castigo divino a los hombres por su soberbia
y su desobediencia a su creador. “Creced y multiplicaos por toda la tierra” les
había ordenado supuestamente Dios después del diluvio universal. Pero ellos
prefirieron concentrarse en una misma región y levantar allí una torre que
ascendiese hasta el cielo y les hiciese sentir importantes e invencibles.
The Tower of Babel (Viena) obra de Pieter Bruegel |
Dios se enojó ante el desafío de sus
criaturas y decidió confundirles creando las distintas lenguas para que no se
entendieran entre ellas y acabasen abandonando la construcción de la torre y
dispersándose por todo el mundo, tal como él les había ordenado de buen
principio.
Desde entonces los hombres han recelado de
los otros hombres que hablan distinto. Pero el mundo avanza y las diferentes
lenguas y culturas se acercan más las unas a las otras de lo que lo habían
hecho jamás. El acceso casi universal a la educación y al fenómeno de internet
han hecho posible no sólo ese acercamiento entre mundos y personas tan
dispares, sino también el intercambio de conocimientos y de recursos,
promoviendo el desarrollo de la globalización que ha acabado por engullirnos a
todos.
Ahora todos somos pobladores de una misma
aldea global que a menudo nos desconcierta y nos desespera cada vez que nos
muestra la mucha desigualdad social y los diversos inframundos que ha ido
levantando en las sociedades que se creían más avanzadas. El hecho de que
personas provenientes de culturas muy dispares convivan en la misma aldea,
sujetos a las mismas leyes y a las mismas obligaciones, no implica que puedan
entenderse unas a otras aun hablando el mismo idioma.
Las mismas palabras no cobran el mismo
sentido para todos quienes las pronuncian o las escuchan. Todo depende del
contexto en el que se formalicen y de la historia del uso anterior que ha hecho
cada hablante de dicha palabra o dicha frase. Y, al margen del significado que
le damos a las palabras que usamos u oímos, juega un papel determinante la
atención que le prestamos a nuestro interlocutor. A veces hablamos por hablar,
sin ser conscientes de que estamos en modo piloto automático y que, si nos
preguntasen de repente lo que acabamos de decir, nos sería del todo imposible
contestar. Muchas veces hacemos lo mismo cuando nos están hablando los demás:
nos limitamos a asentir con la cabeza, a formular palabras vagas cada dos o
tres frases del otro, más que nada para que crea que le escuchamos, pero la
realidad es que tenemos la mente en otra parte y no nos estamos enterando de
nada.
Por mucho que hablemos con los demás, si lo
hacemos de ese modo, nunca llegaremos a entendernos ni a solucionar ninguna
diferencia entre ellos y nosotros, porque cada uno está más pendiente de sí
mismo o de su móvil que del otro. A eso no se le puede llamar diálogo, sino monólogo. Los
monólogos están bien para entretener a la gente, para ayudarles a desconectar,
para que se rían un rato o para que piensen “menudo gilipollas, igual se cree
que hace gracia y todo”.
Hablar con los demás implica un ejercicio de
interés por el otro, de querer llegar de verdad a un entendimiento, de
mostrarle a esa otra persona nuestra preocupación por ella y por lo que le está
pasando. Implica escucha activa, sin prejuzgar lo que el otro trata de
explicarnos o confiarnos, sin imponer nuestro criterio como la única verdad absoluta.
Implica también empatía, ser capaz de olvidarnos por un momento de nuestro
propio ego y de reptar bajo la piel del otro hasta instalarnos en su mismo
centro de dolor o de alegría. Implica compartir sensaciones, miedos, lágrimas o
entusiasmo. Implica voluntad de comprender, de ser capaces de encontrar el
ángulo de visión del otro y de ver lo mismo que él ve, para darnos cuenta de
dónde viene su supuesto error al analizar esa situación que vive, o de dónde
viene el nuestro.
A veces se puede dar el caso de que dos
personas que hablan lenguas distintas se entiendan mucho mejor que otras dos
personas que lleven toda la vida juntas, con idéntico idioma o dialecto, pero
instaladas cada una en su cabezonería y en la manía de no dar su brazo a
torcer.
Los últimos avances en neurolingüística han
demostrado que las personas bilingües tienen una flexibilidad mental mucho
mayor que las que hablan un solo idioma. Son mucho más ágiles a la hora de
enfrentarse a cualquier problema, porque sus mentes son capaces de desarrollar
un ángulo de visión mucho más amplio y cuentan con más recursos a la hora de
analizar las situaciones. Dominar un idioma no es sólo poder hablar con fluidez
esa lengua, sino también ser capaz de entender el mundo como lo entiende un
nativo de ese idioma, de esa cultura, de ese contexto histórico, social,
político o económico en el que desarrolla su vida en ese país que no es el
nuestro. El idioma refleja todos esos factores y, de alguna manera, contribuye
a hacer que sus nativos sean diferentes a los nativos de otros países.
Si pensamos en el idioma inglés, estaremos de
acuerdo en que el inglés que se habla en Inglaterra es muy distinto del que se
habla en EEUU. Hay palabras que sólo se dan en un país o en otro. Incluso la
pronunciación es distinta, al igual que ocurre con el castellano de España y el
que se habla en Latinoamérica, habiendo palabras propias de cada país y
pronunciaciones muy diversas. El castellano de un argentino no tiene mucho que
ver con el de un mexicano o con el de un venezolano. La cultura también es muy
distinta.
Todas estas diversidades, añadidas a la
historia personal, la formación y las circunstancias particulares de cada uno,
hacen que nos pueda resultar más fácil entendernos por gestos con quien habla
un idioma que no dominamos que hacerlo con palabras con quienes podrían
entendernos perfectamente, si no fuese por los prejuicios, por la falta de
voluntad de llegar a acuerdos o por el mutuo desinterés.
Si nuestro cometido es entender los demás y
procurar que nos entiendan, tendremos que aventurarnos a desprendernos un poco
de nuestro propio ego y abrir nuestras mentes a lo que no conocen. Estudiar
nuevos idiomas, viajar, conocer gente nueva, atrevernos a hacer preguntas sobre
sus costumbres, sus creencias, su manera de entender la vida. Lanzarnos a
descubrir libros nuevos, en cuya lectura nuestra mente se pueda recrear y
maravillarse con ideas que nunca antes se le hubieran podido ocurrir, o métodos
que le puedan servir para hacerse más flexible, más empática, más amena, menos
cínica.
Si la evolución nos está convirtiendo a todos
en vecinos de una misma aldea, aunque inmensa, será cuestión de aprender a
entendernos poniendo en el asador todos los recursos a nuestro alcance y
destruyendo las fronteras mentales que se empeñan en mantenernos divididos,
cada uno en nuestro gueto de cristal. No cometamos el error de levantar de
nuevo aquella torre de Babel que sólo sirvió para dispersarnos y para sembrar
la guerra, el dolor y la muerte entre nuestros pueblos. Unos pueblos que, unos
cuantos milenios después, siguen enfrentados y sus calles ensangrentadas por la
necedad, la incompetencia y la irracionalidad de unos políticos que aún no han
aprendido a usar las palabras para entenderse y acaban obligando a sus pueblos
a matarse entre ellos sin saber ni por qué se matan.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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