Avivando el Fuego

Durante esta semana posterior a los atentados de Barcelona y Cambrils, no hemos dejado de conocer nuevos detalles de los mismos a través de los medios de comunicación y de las redes sociales. Es mucho lo que se ha dicho, lo que se ha escrito y lo que se ha visto, pero pese a toda esa avalancha de información, nos siguen quedando muchos interrogantes sin respuesta.

¿Cómo unos jóvenes perfectamente integrados en nuestro modo de vida han podido ser manipulados tan fácilmente y llegar a cometer tales atrocidades?

Estos días no han dejado de sucederse declaraciones de personas que les habían conocido y que hubiesen puesto la mano en el fuego por cualquiera de ellos. Desde una carta de una profesora al conductor de la furgoneta, hasta la exigencia de una de las madres de que se entregasen y dejasen de matar cuando aún creía vivos a sus hijos.


No han faltado quienes de inmediato han culpado a la comunidad musulmana de todo lo ocurrido, por no controlar a sus jóvenes.  Este siempre es un recurso fácil: culpar a los padres y a los profesores de todo lo que hacen sus hijos o sus alumnos. Como si un adolescente fuese tan fácil de controlar, pertenezca a la comunidad que pertenezca.

Basta observar con detenimiento los rostros de esas madres y sus dificultades para expresarse y hacerse entender, para comprender gran parte de la raíz del problema. Por muy integrados que estuviesen esos casi niños que se han dejado la vida por seguir las ideas de un fanático que, a su vez, seguía instrucciones de otros fanáticos, desde su nacimiento han vivido a caballo entre dos mundos opuestos: el de su hogar, con unas madres que no se han preocupado nunca de aprender el idioma ni de abrirse a las gentes del lugar donde vivían, y el de fuera del hogar, con una educación occidental, con unos compañeros que abrazaban otras creencias y otras costumbres, que muchas veces chocaban con que les inculcaban sus familias. Si para ningún adolescente es fácil encontrar su lugar en el mundo, para estos chicos que se han visto obligados a simultanear dos mundos tan diferentes, la dificultad ha tenido que ser mucho mayor. No es de extrañar que el primer iluminado que acertó a decirles lo que querían o necesitaban oír consiguiese que le siguieran y acabase convirtiéndoles en lo que les ha convertido. Ese lavado de cerebro, esa cruenta manipulación por parte del imán, no les exime de culpa. Fueron ellos los que atropellaron y apuñalaron a las pobres víctimas. Pero también fueron ellos los que murieron abatidos gritando el nombre de Alá, como si algún dios que se precie pudiese querer tales sacrificios de sus siervos o de sus hijos.

Ante una tragedia como la vivida estos días, los acontecimientos se suceden como en una cadena cuyos eslabones se disponen en un estricto orden. Primero vienen las muestras de solidaridad con las víctimas, después vienen la rabia, la impotencia, el dolor extremo; más tarde se le empiezan a buscar los tres pies al gato: ¿Cómo se podía haber evitado? ¿Qué falló en las familias o en los institutos? ¿Por qué no habían bolardas en las Ramblas? ¿Por qué se permitió que alguien con antecedentes penales acabase como imán en la mezquita de Ripoll, cuando en Bélgica no le habían dejado ejercer? ¿Qué falló en los protocolos de la policía nacional y autonómica? ¿Por qué no compartían información? De haberla compartido, ¿se podría haber evitado realmente algo así?

A toro pasado, la demagogia campa a sus anchas con una facilidad pasmosa.  Entonces resulta que todos sabemos muchas cosas y nos creemos que podríamos resolver y evitar muchas otras. Pero ninguno estamos en disposición de prever y evitar algo tan monstruoso.

No podemos ponerle puertas al campo. La capacidad de transformación que han demostrado estos fanáticos desde el atentado de las torres gemelas en 2001 ha sido tan brutal, que en cualquier momento pueden cambiar de táctica y atacar de la forma que menos esperemos en cualquier lugar. No podemos encerrarnos en casa, presas del pánico por lo que pueda pasarnos fuera, porque si a alguien le da por inmolarse en el piso de al lado y matarnos a todos los vecinos, ¿quién se lo va a impedir?.
La solución no es entrar en pánico. Es sembrar inteligencia, combatirles con educación.

Ni que decir tiene que ha sido ejemplar la actuación de los mozos de escuadra, policía local, equipos de emergencias y miles de ciudadanos que, de forma totalmente voluntaria y altruista, no han dudado en colaborar en asistir a los heridos y a los muertos, donar sangre, apoyar a las familias y arroparse unos a otros en el grito unánime de NO TENIM POR. Ante ellos, sobra toda demagogia y todo intento estúpido de tergiversar la realidad.

Una de las conclusiones a las que se ha llegado como intento de fortalecer la convivencia entre la comunidad musulmana y el resto de comunidades que conformamos España, es que la primera debería hacer un esfuerzo y condenar abiertamente las acciones del DAESH. La comunidad musulmana ha sido la primera en salir a la calle para expresar esta condena de forma rotunda. Pero, pese a ello, sigue habiendo quienes les señalan  y les culpan de muchas cosas.

Estos días, en distintos puntos de Catalunya y del resto de España, han aparecido diferentes pintadas en edificios públicos contra los musulmanes. En muchas de ellas se pide que dejen de recibir ayudas. Esto no tiene nada que ver con el terrorismo. Pero la gente, cuando los ánimos están tan encendidos, tiende a mezclarlo todo.

Pintadas contra la Comunidad Musulmana en Figueres- Fuente: Diari de Girona
La comunidad musulmana constituye uno de los sectores de la población que recibe más ayudas públicas. Esto no pasa sólo en España. Es un fenómeno que se da en buena parte de Europa. Muchos de ellos no tienen trabajo, pero la mayoría tienen más de tres hijos y se pasan los años encadenando una ayuda tras otra, recibiendo también becas de comedor, vales para canjear por comida o descuentos en los recibos de la luz o el alquiler que acaban asumiendo las concejalías de asuntos sociales de cada ayuntamiento. Si a todo esto se le suma que, de vez en cuando, aceptan trabajar en la economía sumergida o traficar con ciertas substancias, no es difícil entender cómo alguien consigue vivir en España y mantener a su numerosa familia durante cinco o diez años, sin cotizar ni un solo día. En este colectivo, hay que matizar, que también hay muchos ciudadanos españoles y de otras nacionalidades. Esta realidad, desde hace un tiempo, está resultando muy difícil de sobrellevar para el resto de ciudadanos.

La solidaridad está muy bien. Siempre hemos sido un país de acogida y no tenemos por qué dejar de serlo, pero tampoco deberíamos permitir que se nos tome el pelo. Que haya personas que emigren a España atraídas por sus derechos sociales, pero una vez aquí, no se preocupen de adoptar también las mismas obligaciones que tenemos todos los españoles.

Recibir ayudas cuando no se tiene trabajo, es un derecho que tenemos todos y que nos engrandece como país. Pero esas ayudas deberían ser algo puntual: nunca convertirse en un derecho perpetuo. También deberían condicionarse a la prestación de algún tipo de servicio a la comunidad y a la integración plena en la misma (aprender el idioma, participar en actividades locales, etc). Esto es como el dilema de regalar pescado o enseñar a pescarlo. Si les enseñamos a recibir una cantidad de dinero cada mes a cambio de no hacer nada, ¿cómo van a aceptar después que, para cobrar un salario, tendrán que trabajar?  Si esa persona, además, es mujer y madre de cuatro o cinco hijos, y tiene más que asumido que nunca va a tener que salir a trabajar para mantenerlos, ¿para qué se va a molestar en aprender el idioma o en hacer cursos de formación en el ayuntamiento? Lo más probable es que se quede en su casa, rodeada de otras mujeres como ella, encerrada en su bola de cristal, viendo cómo la vida a su alrededor se sucede día tras día y ella no entiende nada de lo que ve ni de lo que oye. Tampoco entiende a sus propios hijos, unos pobres españoles obligados a simultanear dos mundos opuestos. La realidad que viven esos niños y adolescentes es tan incongruente como pedirle a alguien que se levante en la Edad Media y trate de pasar el resto del día en el siglo XXI.

Si de verdad pretendemos que la comunidad musulmana se integre plenamente entre nosotros, no tiene que bastarnos que salgan en masa en una manifestación con pancartas contra el terrorismo. Los musulmanes no utilizan la palabra yijadista sino que hablan del Daesh, que en árabe significa “descabezados”. Esta diferenciación ya nos puede dar una idea de lo que la comunidad musulmana opina de ellos.

Tendríamos que empezar a cambiar algunas reglas del juego, reformando leyes o aprobando otras nuevas que promoviesen más acercamiento, menos tabúes, más apertura por su parte a la formación continua y menos burbujas suspendidas en el tiempo y envueltas en atuendos que, lejos de protegerlas, acaban exponiendo más a esas mujeres y condenándolas al ostracismo.

Demostrarles que nuestra casa seguirá siendo también su casa, siempre que se avengan a aceptar las mismas reglas que nos gobiernan a todos. Que tendrán nuestros mismos derechos, por descontado. Pero también nuestras mismas obligaciones. Y que ser padres no es sólo alimentar a los hijos y llevarlos a la escuela y al médico. Ser padres es, sobre todo, escuchar a esos hijos, aprender lo que nos enseñan cada día, crecer con ellos, entender sus anhelos aunque los nuestros sean otros y demostrarles seguridad, haciendo que se sientan orgullosos de sus padres y no unos extraños en medio de otros extraños.

Todos los que una vez fuimos adolescentes recordamos una de las frases que más utilizamos en los enfrentamientos con nuestros padres: “Es que tú no me entiendes”.
Si esa frase es tan común en condiciones normales, ¿por qué hemos de extrañarnos tanto cuando se trata de jóvenes musulmanes que también son españoles?.  Razón de más para no sentirse comprendidos y para sentirse más vulnerables a la hora de ser captados por indeseables que han acabado arruinándoles la vida y destrozando a sus pobres familias.

Si en todos estos días alguien ha tratado todo este asunto de la peor forma posible, éstos han sido, sin duda, muchos medios de comunicación que han analizado los atentados en clave política, utilizándolos para atacar a determinados partidos y cargos políticos. Otros que se han cubierto de gloria han sido algunos reputados periodistas que han incendiado las redes sociales con sus “meadas fuera del tiesto”.

Aunque lo que ha acabado de ensuciarlo todo han sido la cantidad de fotos no autorizadas de los atentados y de los terroristas abatidos que se han difundido vía teléfonos móviles. Estos lamentables comportamientos, este morbo enfermizo y denunciable, deberían avergonzarnos a todos. Las víctimas y sus familias, al igual que los terroristas y sus familias, son ante todo PERSONAS, que tienen derecho a guardar su propia intimidad y la de sus muertos. Nadie merece que alguien le envíe un mensaje con la imagen de su hijo destrozado, sea una víctima del atentado o el terrorista abatido. Porque la madre que recibe el mensaje es igual de madre en los dos casos y su dolor es el mismo. La sociedad de la información no debería otorgarnos el poder de jugar con ella de un modo tan vil y tan despreciable.

Estos días tampoco han faltado los oportunistas que no han dudado en posar para todas las fotos oficiales, dejando incluso escapar algunas lágrimas. Muchos de ellos volverán a aparecer en las fotos de esta tarde en la manifestación de Barcelona. Se atreverán a gritar no al terrorismo, pero luego seguirán con su agenda habitual. Una agenda en la que figuran visitas a sus homólogos de Arabia Saudí para seguir negociando la venta de armas. Unas armas que acabarán en manos de Estado Islámico, utilizadas contra la población civil de Siria, de Irak y de Yemen. Unas armas que segarán las vidas de un montón de niños tan inocentes como los que perdieron la vida en las Ramblas. 

Pero, ¿esas vidas segadas qué les pueden importar a estos mandatarios que, tan fácilmente, derraman lágrimas de cocodrilo? En sus agendas y en sus hojas de ruta, estas víctimas de Oriente Medio, como las de Barcelona y las de Cambrils… , sólo son daños colaterales que no van a interferir en sus negocios ni en sus personales lazos de amistad  con quienes tan alegremente avivan el fuego en lugar de apagarlo.



Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

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