Traduciéndonos a Palabras
En el año 2003, Matilde Asensi publicó la
novela El origen perdido. En ella comparaba el lenguaje humano con los
lenguajes de programación informática, construyendo una magnífica historia
protagonizada por un hacker y unos cuantos antropólogos que se embarcan en la
aventura de rastrear las ruinas de una civilización antigua en busca de un
antídoto para salvar al hermano del hacker de la maldición que le ha atrapado,
dejándole en un estado vegetativo, mientras descifraba una antigua lengua.
En medio de la selva
boliviana logran descubrir a un pueblo que vive en los troncos y en las ramas de los árboles y
habla aymara, la supuesta primera lengua que aprendieron los humanos de la
diosa Oryana y que todo el mundo daba por perdida. Gracias al poder de unas
cuantas palabras en esa lengua, consiguen reprogramar el cerebro del enfermo y
recuperarle por completo, cuando regresan a España.
Aunque se trate de una obra de ficción,
Matilde Asensi plantea en ella muchas cuestiones trascendentales. No sólo
cuestiona el origen del mundo, sino que también pone en tela de juicio la
teoría de la evolución y la duración del supuesto diluvio universal que asoló
la tierra. Toda la novela gira en torno a la importancia de la palabra y al
poder que ejerce sobre nuestras mentes.
Ya al principio de la novela, nos da la
bienvenida con una cita de Arthur C. Clarke: “Cualquier tecnología
suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”.
Hablar de magia siempre despierta reticencias
entre los más escépticos y admiración entre los más susceptibles de aferrarse a
cualquier creencia para seguir adelante. En general, siempre que vemos a un
mago presentando su espectáculo, al tiempo que lo disfrutamos, nuestra mente
racional no deja de preguntarse dónde está el truco y cómo demonios ese
individuo que tenemos delante puede ser tan ágil y tan hábil a la hora de
engañarnos sin despeinarse y sin perder ni un segundo su sonrisa.
Aunque la magia no es sólo asunto de magos.
Cualquier persona, independientemente de cuál sea su oficio o su nivel de
inteligencia, puede obrar la magia para cualquier otra persona. Porque todos
conocemos y hemos aprendido a usar las palabras y, en esas palabras y en el tono
en que las pronunciamos, reside la mayor parte de nuestro poder sobre los
demás. Ese poder, ejercido con buenas intenciones, podrá obrar verdaderos
milagros. Pero si se usa de forma maquiavélica, tendrá capacidad para convertir
la vida de quienes hayan sucumbido a su influjo en un verdadero infierno.
Algunas palabras pueden resultar una
bendición, mientras otras pueden derivar en las armas más mortíferas con las
que podemos atacar o ser atacados.
Basta con fijarnos en distintas palabras que
podríamos elegir para, teóricamente, expresar lo mismo:
Ante un hecho consumado, como por ejemplo,
dejar los estudiar, la persona que protagoniza dicha acción, puede interiorizar
esa realidad de distintas maneras:
- Renuncio a seguir estudiando porque económicamente no me lo puedo
permitir.
- Decido dejar de estudiar por un tiempo hasta que, económicamente, me
lo pueda volver a permitir.
A simple vista, parecería que en los dos
casos está diciendo lo mismo, porque el hecho es el mismo: ha dejado de
estudiar. Pero lo que importa aquí no es lo que entiendan lo demás, sino la
manera cómo lo interprete esa persona. Utilizar la palabra “renuncia” implica
sentirse mal por no poder hacer o tener
lo que se quiere. En cambio, si la palabra utilizada es “decisión”, el malestar
desaparece porque la persona está cogiendo las riendas de su vida y está decidiendo,
sólo ella, lo que va a hacer o a dejar de hacer. Esa determinación, ese uso más
adecuado del lenguaje, le ayudará a sobrellevar mucho mejor la situación y
evitará la frustración.
Otros ejemplos que podríamos encontrar:
- Tengo muy mala suerte porque no consigo aprobar los exámenes. Las
asignaturas son aburridas y el profesor me tiene manía.
- He vuelto a suspender este trimestre, pero he de admitir que no he
estudiado todo lo que tenía que estudiar. Si me esfuerzo un poco, sé que puedo
conseguirlo.
Ambos enunciados hablan de lo mismo: el
suspenso de los exámenes. Pero en el primer caso suenan a excusa y hacen recaer
la responsabilidad en la suerte y en otros aspectos que se escapan al control
de la persona. Eso hace que se sienta incapaz de solucionar el problema, porque
cree que dicha solución no está en sus manos. La segunda opción, pese a que la
persona se siente obligada a reconocer que la responsabilidad es totalmente
suya, le ayuda a sentirse más aliviada al animarla a que, si pone un poco más de
interés, lo va a conseguir sin problemas.
Lo mismo ocurre con las palabras que parece
que queremos oír cuando estamos pasando por un mal momento. Recurrimos a
refugiarnos en los brazos de nuestras madres o de nuestros amigos para
contarles nuestras pequeñas tragedias cotidianas y hacerles cómplices de unas
versiones de nuestras singulares historias demasiado sesgadas. Porque nadie
cuenta las cosas cómo realmente suceden sino cómo más le conviene a sus propios
intereses. Siempre contamos lo que supuestamente nos hacen o nos dicen y
callamos avergonzados lo que hicimos y lo que dijimos. Así, conseguimos que
nuestros pacientes pañuelos de lágrimas se identifiquen con nuestro dolor y nos
digan lo que creemos que necesitamos
oír. Pero eso, lejos de ayudarnos, en el fondo siempre nos hace sentir peor, porque
en el fondo reconocemos que no hemos sido demasiado justas ni con esas personas
ni con nosotras mismas.
Si poco tiempo después, volvemos a estar a
bien con la pareja, o en el trabajo o en el contexto en el que nos sentíamos
mal cuando decidimos confesarnos con nuestros seres queridos, no soportaremos
que nuestros recientes confidentes nos recuerden el daño que esa pareja, ese
jefe o esa amiga nos han hecho y lo tontos que somos por perdonarlo todo, por
tragar con todo. Nuestra reacción, lejos de intentar entender la razón de tales
comentarios, será ponernos en pie de guerra y atacar a aquellos que tanto bien
nos procuraron mientras teníamos su consuelo. “Es que le tienes manía” “Es que
no soportas verme bien”.
Lejos de solucionar un
conflicto, habremos creado otro.
Hay muchos tipos de palabras,
según las funciones que desempeñen en nuestra relación con los demás. Por
ejemplo, podríamos distinguir entre:
PALABRAS HUECAS- Aquellas que se dicen sin ninguna emoción,
desprovistas de propósito y de sentido. El típico hablar por hablar en el
llamado diálogo para besugos. Las conversaciones de ascensor, las preguntas
automáticas cuando te encuentras un conocido por la calle al que no te une
absolutamente nada y de las que no esperas ninguna respuesta: ¿Qué tal, cómo
vas, ya has hecho vacaciones, la familia bien, etc?
PALABRAS ROTAS- Las que se
articulan en medio de sollozos y cuyas aristas nos pueden llegar a desgarrar el
alma, aunque no conozcamos de nada a esa persona, aunque ni siquiera la
tengamos delante, sino que la estemos oyendo a través de una grabación o de un
vídeo. Pero su dolor nos traspasa y nos supera hasta el borde de las lágrimas.
PALABRAS SUCIAS- Las que nos
avergüenzan al sentirlas en nuestra boca o en las de quienes nos hablan. Porque
nos evocan demasiado explícitamente a partes del cuerpo de las que nos han
enseñado a no hablar en público o a actos que deberían quedarse en la parcela
de privacidad de cada uno. En ocasiones, pueden llegar a la perversión.
PALABRAS AGRESIVAS- Las que nos
hieren nada más rozarnos, insultando nuestra inteligencia y atacando nuestra
integridad psicológica. Surgen en forma de
insultos y de acusaciones sin fundamento alguno, pudiendo llegar a doler
más que los golpes y a cortar más que las hojas afiladas.
PALABRAS INTIMIDATORIAS- Las que se utilizan con la intención de
infundir miedo. A veces empiezan por los descalificativos, provocando que la
persona a quien van dirigidas vaya perdiendo poco a poco su autoestima y se
sienta cada vez más vulnerable e indefensa, llegando a creer que por sí misma
no vale nada ni será capaz de conseguir nada sin la ayuda de quien la está
maltratando.
PALABRAS PERSUASIVAS – Las que
persiguen un determinado fin y no cejan en su empeño hasta conseguirlo.
Intentarán convencer a la persona en cuestión de que puede lograr cualquier
cosa que se proponga y de que tiene talento para una determinada área. La
persona objeto de tales halagos se sentirá comprendida y apoyada como nunca
antes y acabará permitiendo que dirijan sus pasos hacia dónde esos otros
decidan llevarla. A veces las intenciones serán buenas y la persona obtendrá
éxito, pero otras veces serán malas y se verá frente a un precipicio.
PALABRAS CONSOLADORAS – Las que tienen el poder de hacernos sentir a
salvo, como cuando éramos niños y nuestras madres nos protegían de todo en su
regazo. Las que nos recuerdan que, pase lo que pase, siempre tendremos unos
brazos en los que apoyarnos y un hogar al que regresar, Pero también son las
palabras que nos dicen lo que queremos oír, en lugar de lo que necesitaríamos
oír para ayudarnos a cambiar el chip y empezar a solucionar de verdad el
problema.
PALABRAS MÁGICAS- Las que tienen el poder de hacernos abrir los ojos y
darnos cuenta de lo que a menudo no queremos ver. A veces estas palabras se cuelan
entre las páginas del libro que estamos leyendo, o en una conversación informal
con un amigo que, de repente, deja caer una idea, una anécdota o un recuerdo
que nos lleva a conectar con otra idea, otra anécdota u otro recuerdo propios
que, simplemente, nos llevan a gritar ¡Eureka!, la famosa palabra de
Arquímedes.
Seguro que podríamos encontrar
muchos más tipos de palabras…
Todas las expuestas tienen en
común el poder de hacernos responder a los oyentes de una manera o de otra,
según las intenciones del hablante o emisor del mensaje.
De todas ellas se ha nutrido
siempre la psicoterapia para tratar de lidiar con las mentes de las personas
que acudían y siguen acudiendo a ella para tratar de solucionar sus problemas.
Entre las corrientes más
recientes de la psicología, nos encontramos con la Terapia Breve Estratégica de
Giorgio Nardone, basada en el diálogo estratégico.
Esta terapia persigue lograr el
cambio en quienes acuden a ella. Lejos de decirle a una persona lo que quiere
oír, cualquier terapeuta, sea de la escuela que sea, lo que le transmite a su
cliente es sencillamente lo que él ve y le propone diferentes métodos para que
lo acabe viendo también él y empiece a actuar en consecuencia. Aceptar ir a
terapia nunca es una decisión fácil. No es como acudir a la madre, la amiga o
el confesor de la familia. Es atreverte a empezar a mostrarte cómo eres en
realidad, a reconocer ante un perfecto desconocido cómo te sientes de verdad,
qué te disgusta de tu vida y qué querrías cambiar de ti mismo y de esa vida,
aunque implique sufrir y hacer sufrir a otros.
La primera reacción de mucha
gente ante las primeras interrelaciones con su terapeuta es la de optar por
dejar de acudir a terapia a la primera dificultad. Hay personas que se pasan la
vida cambiando continuamente de terapeuta y afirmando que ninguno sirve para
nada porque no han sabido dar con la causa de sus problemas. No entienden que
no se trata de buscar las causas, sino de definir cuál es el verdadero problema
de esa persona y empezar a trabajarlo de cara y sin ponerle parches que lo
acaben agravando aún más.
Otros reaccionan exigiéndole al
terapeuta que les cure, pero no cambie nada en sus vidas. Eso es del todo
imposible. Porque el primer paso para solucionar un problema psicológico
siempre implica aceptar un cambio, en este caso de actitud. Ese cambio de
actitud irá llevándole poco a poco a otros cambios en sus rutinas, en sus
relaciones con los demás, en sus expectativas de futuro, en su manera de verse
a sí mismo y de ver a los demás, etc.
En todo ese proceso, las
palabras acaban jugando un papel fundamental en la que podríamos llamar una
reprogramación cerebral que nos permite encontrar luz donde antes sólo éramos
capaces de ver oscuridad y de descubrir recursos nuevos que hasta ese momento
habíamos estado ignorando.
Muchas veces hemos oído hablar
de “lavado de cerebros” cuando se aborda el escabroso tema de las sectas. Esa
circunstancia hace que lo asociemos a una práctica muy negativa de la que
deberíamos huir como del diablo. Sin embargo, en ese lavado de cerebro o esa
manipulación estratégica o esa reprogramación neurolingüística se encuentran
las claves para abrir todo un universo inmenso de nuevas posibilidades para
ayudarnos a sacarnos más partido a nosotros mismos y a nuestra capacidad de regenerarnos
y de superar todos nuestros conflictos internos.
Todo en la vida tiene una parte
negativa y una positiva. Somos obra de la naturaleza y en ella todo es dual. El
bien no podría entenderse sin el mal y viceversa.
Epicuro decía en la Grecia
Antigua: “No es necesario violentar a la naturaleza, sino persuadirla”.
Con esa cita Giorgio Nardone nos
presenta su libro El Diálogo Estratégico, una obra valiente con un lenguaje muy
claro y directo, repleta de referencias a Sócrates, Platón o Pitágoras, con el que
nos enseña cómo utilizar mejor las palabras no sólo para relacionarnos más
acertadamente con los otros, sino para entendernos mejor a nosotros mismos y
comprender lo que nos pasa y por qué nos pasa.
No en vano, el propio Freud ya
había escrito aquello de “En un origen, las palabras eran mágicas”, con la que
destacaba el poder de la palabra y del diálogo.
Esa magia nos vuelve a llevar al
principio, al Origen Perdido que tan fantásticamente supo escenificar Matilde
Asensi en su novela y a ese poder que todos tenemos de pensar diferente,
evitándonos daños innecesarios y a veces irreparables. Porque a veces las
palabras… también pueden llegar a matar. Basta pensar en la cantidad de
personas que han muerto de un infarto fulminante después de librar una discusión
o de recibir una mala noticia en el trabajo o en familia.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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