Cuestionando las Propias Certezas
En la historia de la psicología, como en la
de cualquier otra ciencia, encontramos muchas fechas importantes. Oficialmente,
se acepta que su fundación como ciencia ocurrió en 1879 cuando Wilhelm Wundt
creó el primer laboratorio de psicología experimental en la Universidad de Leipzig,
en Alemania. Para Wundt, el objeto de estudio de la psicología era la
conciencia.
Con posterioridad a esa fundación, la
psicología vivió otros dos momentos fundacionales importantes. Uno tuvo lugar
gracias a Freud y al psicoanálisis, cuyo enfoque se centró también en el
estudio de la conciencia, pero especialmente en el del inconsciente. Por último,
y paralela en el tiempo, tuvo lugar la fundación de la llamada psicología
pragmática, o funcionalismo, cuyo enfoque se centraba en la conducta de la
persona, en lo que ésta era capaz de hacer con lo que le pasaba por la mente.
Esta corriente se popularizó en EEUU de la mano de psicólogos como William
James.
Las tres fundaciones tuvieron lugar
prácticamente al mismo tiempo, entre finales del siglo XIX i primeras décadas
del XX, pero antes de que eso ocurriese, la psicología ya existía, aunque no se
la distinguiese de la filosofía, igual que siguió ocurriendo hasta bien entrado
el siglo XX en muchos lugares. En España, sin ir más lejos, los planes de
estudios de psicología propiamente dicha se establecieron en 1956 en la Escuela
de Psicología San Bernardo, vinculada a la Universidad Complutense de Madrid. Para
matricularse en dichos estudios se exigía la licenciatura en cualquier otro
campo. A partir de 1974, pasó a exigirse la licenciatura en psicología para
poder acceder a dicha escuela, dado que algunas universidades ya habían
comenzado a impartirla. Se dio la circunstancia de que muchos de los primeros psicólogos
de nuestro país no estudiaron Psicología, sino Filosofía Letras.
Otro hecho destacable es que, en pleno XXI,
en España se sigue cuestionando la naturaleza sanitaria de la psicología,
siendo el número de psicólogos empleados en atención primaria y hospitalaria
muy inferior a los empleados en otros países de la Unión Europea.
La psicología siempre se ha puesto en tela de
juicio, tal vez porque las terapias psicológicas no implican gasto
farmacéutico, como sí ocurre, en cambio,
con las prescripciones psiquiátricas. Y de todos es sabido que la industria
farmacéutica tiene mucho poder a la hora de influir en el modo cómo se
gestionan los trastornos patológicos de la índole que sean en la población en
general.
Los ansiolíticos no acaban con la ansiedad,
pero pueden convertir a algunos de los pacientes que los toman en dependientes
de esos fármacos y esa dependencia les genera amplios beneficios a esos
laboratorios.
Tampoco los estimulantes solucionan el trastorno
hiperactivo en los niños, pero nadie parece estar por la labor de sustituirlos
por terapias no farmacológicas. Los efectos secundarios y la dependencia de
esos medicamentos, lejos de obligar a las autoridades médicas a poner cartas en
el asunto, lo que hacen es pasar desapercibidas ante una sociedad que parece
decidida a hacer oídos sordos a todo lo que no la afecte directamente.
Ya no hablemos del daño que llegan a causar
ciertos laboratorios que, primero lanzan un producto al mercado y luego se
inventan una enfermedad para darle salida a dicho producto. Quizá esa táctica
forme parte de lo que ellos entienden por I+D. Adelantarse a las necesidades de
la gente, venderles un remedio para atajar una enfermedad que ni siquiera saben
que padecen. ¿Cómo pueden estar seguros de que esos “pacientes” van a responder
de manera eficaz al tratamiento? ¿Acaso, antes de lanzar un medicamento, no han
de realizarse un montón de pruebas para asegurarse de que no provoca reacciones
adversas en determinados colectivos?
En el ámbito médico, como en tantos otros
ámbitos de nuestra vida cotidiana, asistimos al nacimiento del mundo al revés.
Es como ponerse la tirita antes de producirse la herida.
Volviendo a la psicología y a sus
antecedentes históricos, hemos de remontarnos al siglo IV antes de la era
cristiana para encontrarnos con un personaje llamado Alcmeón de Crotona, probablemente
el primer psicólogo de la historia.
Médico y filósofo, muchos le creen un
discípulo tardío de Pitágoras. Otros son de la opinión de que ambos pudieron
influirse mutuamente en sus planteamientos ideológicos. El caso es que Alcmeón
de Crotona fue un hombre adelantado a su tiempo. Centró su atención en el
estudio de la percepción. Le preocupaba cómo las personas podíamos captar los
estímulos visuales y auditivos. Para probar sus hipótesis, llegó a practicar
disecciones (algo totalmente prohibido en su época y muchas veces castigado con
la muerte). Para la mentalidad generalizada de la época, las personas y sus
destinos eran obra de los dioses y éstos no podían ser cuestionados por los
simples mortales. Ningún ser humano podía osar quebrar esas creencias. Pero para
Alcmeón, como para muchos otros médicos de la antigüedad que le precedieron o
vivieron muchos siglos después, la necesidad de encontrar respuestas pudo más
que el miedo a desafiar a aquellos dioses. Por ello se le conoce como el primer
anatomista del que hay evidencia en la historia.
Diseccionó el órgano visual y siguió el
trayecto del nervio óptico hasta el cerebro. Esta intervención que tanto nos
cuesta imaginar para la época de la que estamos hablando, le permitió
convencerse de que sus intuiciones sobre la percepción visual eran acertadas,
pues dio con la evidencia que defendemos 25 siglos después: no vemos con los
ojos, sino con el cerebro.
Alcmeón de Crotona concluyó que el cerebro es
el centro del entendimiento, de las sensaciones, del pensamiento y de la
memoria. También que sólo el cerebro y el corazón estaban conectados con el
resto del organismo. Centrándose en el origen y el proceso de las sensaciones,
creó la tabla pitagórica de las oposiciones (dulce/amarga, blanco/negro,
grande/pequeño) que ponía en relación sensaciones, colores y magnitudes.
Elaboró una teoría sobre la inmortalidad del
alma y su continuo movimiento circular, atribuyéndoles alma no sólo a los
hombres, sino también a los astros.
También trató de formular una hipótesis sobre
el sueño o hipótesis vascular, por considerar que el sueño era el resultado de
un aumento de la cantidad de sangre.
Curiosamente, ese primer psicólogo de la
historia que lo fue sin saberlo, muchos siglos después, acabó influyendo de
manera decisiva en Wilhelm Wundt, Williams James y el propio Sigmund Freud, los
artífices de las tres fundaciones oficiales de la psicología como ciencia.
También es curioso cómo el paso del tiempo no
ha impedido que sus tesis sigan resultando válidas en un mundo tan cambiante y
frenético como el que nos envuelve a todos. Tal vez porque cambian los
instrumentos que utilizamos, pero en esencia, las personas seguimos siendo las
mismas y pecamos de los mismos errores y de las mismas debilidades.
Wundt estudiaba los fenómenos de la
conciencia en el laboratorio, intentado medir lo que no siempre puede ser
medido y replicar lo que a veces es imposible replicar.
Freud prefería
centrarse en lo que reprimimos por falta de valor para enfrentarnos a ello,
encontrándose con la resistencia de muchos pacientes a adentrarse en terrenos
que a veces resultaban de lo más siniestros.
William James, en cambio, optó por
desarrollar una psicología más funcional, que pudiese resultarnos más útil aquí
y ahora, sin necesidad de embarcarnos en un proceso que conllevase
interminables años de terapia en busca de la causa de nuestros supuestos
conflictos internos.
James no sólo fue psicólogo, también fue
filósofo y pedagogo.
Defendía la tesis de que, al margen de la
vida cotidiana de cada uno, las personas nos formamos una vida mental,
construida a base de nuestras sensaciones, nuestros recuerdos, las atribuciones
que hacemos a todo lo que nos pasa o no nos pasa y sobre todo de nuestras
creencias, sean las que sean. Para James la veracidad de esas creencias es lo
de menos. Lo que cuenta de verdad es que a las personas que las sostienen les
resulten útiles y les ayuden a seguir adelante con sus vidas sin perder el
juicio por el camino.
Si creemos en algo, sea en un dios, sea en
una fuerza natural o en los sentimientos que nos inspira otro ser humano,
independientemente de que esas creencias se correspondan con la realidad, si
para nosotros son certezas y nos hacen sentir a gusto dentro de nuestra propia
piel, ¿para qué vamos a cambiarlas?
Mientras nosotros nos sintamos bien creyendo
lo que creemos y sintiendo como sentimos, no tiene sentido que nos preocupemos
porque otras personas no crean lo mismo que nosotros. A ellas les funcionarán
otras cosas y serán felices a su propia manera.
El problema viene cuando esas creencias nos
llevan a la decepción porque sucede algo inesperado que nos hace ver otra
realidad distinta a aquella en la que parecíamos vivir tan a gusto. Esos
inconvenientes que ahora dibujan horizontes distintos a los esperados, acaban
cuestionando esos pilares sobre los que nos habíamos empeñado en edificar toda
nuestra existencia. Esas personas que creíamos tan imprescindibles y que, de un
tiempo a esta parte, se han vuelto tan invisibles que nos cuesta hasta
reconocerlas. Esas verdades que creíamos inquebrantables y que ahora parecen
tan frágiles que se nos antoja que se nos podrían deshacer en los dedos si
pudiésemos tocarlas.
En esos momentos de crisis, en los que nos
parece que nos hayamos pasado la vida encerrados en una burbuja de cristal o en
una mentira permanente, es muy fácil que nos sintamos derrotados y que sólo nos
quede espacio en nuestra mente para la desconfianza y para el miedo a volver a
equivocarnos. Pero todas las crisis son pasajeras y nos tienen que servir para
hacernos más fuertes.
Si las viejas convicciones ya no nos sirven,
busquemos otras nuevas. Si los viejos amigos ya no nos entienden, quizá haya llegado
el momento de dejarlos partir o de partir nosotros. Todos tenemos derecho a
encontrar nuestros propios caminos y a explorarlos sin miedo, aunque a los ojos
de otros sean caminos equivocados.
Sin lamentos, sin dramas inútiles, sin buscar
culpables que no existen. Liberemos nuestras mentes de todos aquellos
contenidos que ya se le han quedado obsoletos y poblémoslas de nuevos momentos,
de nuevas personas que nos aporten lo que necesitamos hoy, que es muy distinto
de lo que necesitábamos ayer y también de lo que precisaremos mañana. Fluyamos
con la vida y con lo que sentimos hoy y ahora. Porque tenemos la inmensa suerte
de estar vivos y sólo en nuestras manos y en nuestras mentes reside la
determinación de sacarnos el mejor partido posible y de no perder nunca la
ilusión ni la esperanza.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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