Mintiendo para Convencer

Si asumimos la premisa de que somos meros pobladores de una aldea global en la que todo es susceptible de ser vendido y de ser comprado, hemos de asumirnos también a nosotros mismos como meros productos de ese inmenso mercado.

Al margen de lo que suponen las prácticas de esclavitud y tráfico de seres humanos que todas las sociedades deberían condenar enérgicamente, pero que, en la práctica, todo consienten mirando hacia otro lado, las personas podemos ser compradas y vendidas de muchas formas posibles, sin que, aparentemente, tengamos que incurrir en ilegalidades. Los problemas aparecen cuando la parte contratante no cumple con las condiciones pactadas con la parte contratada o viceversa.

A veces nos vendemos por algo tan elemental como un puesto de trabajo, acallando nuestras ideologías, ocultando nuestra propia opinión o pasando por aros por los que, en cualquier otro momento de nuestras vidas, no habríamos consentido pasar jamás.

Otras veces, nos vendemos por la supuesta tranquilidad que ganamos cuando renunciamos a discutir con quien ya hemos asumido que nunca nos va a entender. Y hay casos en que decidimos vendernos al mejor postor, a la empresa que nos pague el mejor sueldo, aunque ello suponga aprender a pasarnos por el forro cierta ética que creíamos invulnerable.

Al tiempo que nos vendemos, también compramos a otros cada vez que intentamos venderles alguna moto para que se queden con nosotros, para que apuesten por nuestros proyectos o por las marcas comerciales que representamos.
Así, no podemos negar la evidencia de que, continuamente, tejemos una red de relaciones con los demás cuya única finalidad es la de satisfacer nuestros propios intereses: conseguir comprarles algo al mejor precio o venderles algo al precio más alto posible.

A nivel macroeconómico, esas estrategias comerciales se conjugan entre ellas conformando una especie de disciplina que todos conocemos como Marketing. Todas las empresas que se consideran ambiciosas tienen o aspiran a tener un buen departamento de marketing que les ayude a multiplicar sus ventas y a potenciar su sello de identidad frente a las empresas de la competencia, aunque para ello tengan que recurrir a las mismas armas que desde la literatura los poetas y cronistas llevan utilizando desde antes incluso de que se inventase la escritura. Unas armas que no son otras que las distintas formas que puede adoptar la mentira.

Aunque nos mostremos reacios a creerlo, la verdad nunca ha sido capaz de vender nada. Ni en los tiempos que corren ni en tiempos pretéritos, porque las historias contadas tal y como sucedieron, no le convencen a nadie. Y, a la hora de vender un producto o de posicionarnos a favor de una determinada candidatura, contar simplemente la verdad, sin adornarla, sin disfrazarla o sin recurrir a las viles estrategias de criticar los defectos de otros productos u otros candidatos con los que competimos, se convierte en un ejercicio de pobreza dialéctica que acaba resultando incapaz de aumentar índices de audiencias ni de recabar votantes. Para convencer, siempre hay que reconstruir la realidad para que les resulte más creíble a quienes han de otorgarnos el premio de su confianza.


Es curioso cómo, de niños, a todos intentaron inculcarnos unos determinados valores que podrían considerarse universales, entre los que se encontraban los imperativos de no mentir, no robar o no provocar el mal ajeno. En cambio, de adultos, intentar ir por la vida siendo fieles a dichos valores se convierte casi en una odisea, porque a nuestro alrededor parece que todos mienten, roban y dañan a sus iguales sin ningún pudor y sin sentir ápice alguno de remordimiento.

A la verdad todo el mundo parece ponerla en duda, mientras que la manipulación de la información a todos los niveles vive su momento de gloria.

Qué triste que, para convencer a otros, tengamos que reinventar nuestra propia historia, convirtiéndonos en versiones más comerciales, más vendibles, más aceptables de nosotros mismos.

Luego nos llenaremos la boca reivindicando lo natural y lo auténtico. Y nos creeremos el cuento de que los cereales son más sanos que la bollería industrial porque en la caja pone en letras muy chulas que están hechos de avena o trigo integral. Pocos se molestarán en leer la parte lateral donde en letra minúscula indicará la cantidad de aditivos, conservantes, colorantes, estabilizantes y azúcares que llevan los aparentemente inofensivos cereales. También nos creeremos que el pan del supermercado es artesano, porque en la bolsa lo pone, o que las croquetas congeladas son caseras porque en la caja salen en la foto acompañadas de una abuela cocinera.

Cuando planifiquemos las vacaciones, nos dejaremos guiar por las fotos engañosas que siempre muestran unos balcones con exquisitas vistas al mar o los folletos que aseguran que ese hotel está justo en el centro histórico de la ciudad que queremos visitar. Luego resultará que el apartamento estará en tercera línea de playa y las vistas serán a las terrazas del edificio de enfrente y el hotel estará en las afueras, aunque tendrá una parada de tranvía o de metro muy cerca para que nos sea muy fácil llegar al centro.

¿No sería más simple limitarse a contar la verdad, sin más historias adicionales? ¿No agradeceríamos mucho más que no nos hicieran perder el tiempo con tanta parafernalia?

Pues parece que no, porque los primeros que no aceptaríamos esa verdad desnuda seríamos nosotros. Tan acostumbrados estamos a que a todas horas nos intenten vender humo, que cuando de repente se nos planta delante alguien normal, que no tiene ningún reparo en mostrarse sin dobleces, sin caretas y que nos suelta a bocajarro su verdad, nos desconcertamos y decidimos considerarle un freaky.

Así somos y así nos dejamos embaucar por los verdaderamente peligrosos. Esos que disfrazan la realidad maquillando sus esquinas para que sucumbamos sin remedio a sus dudosos encantos.


Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

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