Frágiles y Etéreos
Joaquín Sabina, en la canción Peces de
Ciudad, nos advierte que al lugar donde hemos sido felices no debiéramos tratar
de volver. Quizá por aquello de que “segundas partes nunca fueron buenas”. Los
hechos, los protagonistas de los momentos y los escenarios que conforman
nuestros más gratos recuerdos, por sí solos, no son capaces de convertir ese
instante o ese momento de nuestra particular historia en algo especial. Lo que
hace que lo vivido se convierta en mágico o en trágico es la emoción que todo
ello en su conjunto nos hizo sentir. De ahí se deriva la evidencia de que un
mismo hecho en un mismo momento histórico le pueda despertar a una persona una
emoción y a otra persona justamente la emoción contraria. Porque nuestra historia no la
escribimos con lo que nos pasa, sino con las interpretaciones que nos
hacemos de todo lo que nos pasa.
Volver demasiado al pasado en busca de esos
momentos que recordamos tan buenos o tan malos y que, en realidad, quizá nunca
lo fueron tanto, no resulta una práctica demasiado sana si lo que queremos es avanzar
en la vida. El pasado nos ha resultado un instrumento imprescindible para
traernos hasta donde estamos ahora, pero nada tiene que ver ya con nuestro
presente. Recrearse en la supuesta dicha
o el supuesto dolor pasados es la mejor estrategia para perdernos el presente,
que es en verdad, la única realidad que tenemos.
En la época navideña, muchas personas caen en
estas trampas que les tiende la memoria y acaban sufriendo lo indecible por las
ausencias de aquellos que tanto espacio llenaron en sus vidas. Espacios que
ahora les parecen huecos, planeando sobre ellos marañas de recuerdos
distorsionados, de lágrimas no lloradas
en su momento o de palabras silenciadas por el pudor, por el orgullo o por el
resentimiento.
Por muy fuertes que nos creamos, por muy
inmunizados que nos consideremos o por
muy de vuelta de todo que nos argumentemos, en el fondo, sabemos que pendemos
del hilo de nuestra propia biología y de su fragilidad. Concienciarnos de esa
realidad debería bastarnos para valorar mucho más nuestra vida y las vidas de
aquellos que nos importan. Para disfrutar
más y mejor de cada momento presente, porque podría ser el último. Para
acostumbrarnos a ir por la vida siempre de frente y a expresar en todo momento
aquello que de verdad sentimos, tanto si es positivo como negativo. Porque los
demonios, es mejor dejarlos salir cuando aún son pequeños. Si esperamos a que se hayan hecho gigantes,
podrán con nosotros y se negarán a ser expulsados, corrumpiéndonos y
envenenándonos contra quienes más queremos.
Un escenario de convivencia como ése sería el
ideal, pero, desgraciadamente, para muchas familias, el que se acaba imponiendo
es el escenario que marcan los calendarios. Demasiada gente sólo se acuerda de
las otras personas en Navidad, como si el resto del año no tuviesen familia ni
amigos. Como si esa madre o ese padre que viven solos, o ese abuelo que está en la residencia,
o esa pareja sin hijos que todo el año se sienten extraterrestres porque nadie
de sus familias parece tener tiempo para pasar con ellos, sólo tuviesen derecho
a sentirse arropados por Navidad.
La Navidad es todos los días, porque todos los días del año nacen personas y todas las vidas son igual de sagradas. El amor
debería ser un sentimiento de uso diario, no sólo exclusivo de los días en que
los grandes directivos del sector comercio deciden que la gente se tiene que
acordar de los suyos regalándoles algo. Porque un regalo no puede mitigar la
ausencia de todo un año, ni una cena opulenta eclipsar la soledad y el sentimiento
de abandono de tantas otras cenas apagadas y en silencio.
Recordemos que todos somos frágiles y
etéreos, porque en cualquier momento podemos rompernos y en cuestión de no
mucho tiempo, podemos pasar a vivir sólo en la memoria de quien aún se digne a
recordarnos. No esperemos a que sea demasiado tarde para recuperar aquello que
nos haga volver a creer que seguimos siendo fuertes e invencibles. Como decía
la gran Montserrat Roig: "Digues que m'estimes, encara que sigui mentida" (“Dime que me quieres, aunque sea mentira”). A veces la
voluntad de creer algo es lo que nos otorga la fuerza necesaria para conseguir
cualquier imposible.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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