Apariencias y Resistencias
A menudo no somos conscientes de lo
afortunados que somos por poder ver todo lo que vemos cada día, por poder
deleitarnos con la música que más nos gusta, o poder saborear la comida que
ingerimos. Tampoco les damos demasiada importancia a los recursos a los que
podemos acceder continuamente gracias a las nuevas tecnologías. Nos adaptamos
tan pronto a la parte buena de la vida que llega un momento en que es como si
diéramos por hecho que las cosas son así porque no podrían ser de otra manera,
porque nosotros lo valemos y punto.
Aceptamos con tanta ligereza todos los
avances que se van sucediendo en torno a nuestras vidas, que cualquiera diría
que nada de lo que acontece en los ámbitos científico, educativo, audiovisual o político ya no nos sorprende en
absoluto. Pero esa ligereza sólo es aparente.
En el fondo, somos mucho más reacios a
aceptar los cambios de lo que nos gustaría creer.
Si fuésemos capaces de utilizar todos esos
recursos que tenemos tan al alcance de un simple clic, quizá también seríamos
más capaces de solucionar los eternos problemas enquistados de nuestra historia
más reciente, tanto a nivel personal como global.
La vida sedentaria nos ha convertido en
personas demasiado apegadas a la comodidad. Lejos de aquellos nómadas que lo
arriesgaban todo cada vez que abandonaban su rudimentario campamento, los
pobladores del siglo XXI no sabemos dar un paso sin asegurarnos de que vamos a
estar a salvo. Quizá por eso somos tan reacios a creer en lo que aún no hemos
visto y a aceptar procedimientos y técnicas que todavía no cuentan con el
beneplácito de las mayorías que se los miran de lejos, con toda la carga de
desconfianza que les permiten sus cerebros incrédulos.
Siempre es mejor que sea
otro el que se atreva a dar el primer paso, el que arriesgue su reputación, su
dinero y su tiempo. Si la aventura sale bien, después serán muchos de esos
incrédulos los que le den palmaditas en la espalda y le recuerden aquello de “ya
sabía yo que lo ibas a conseguir”. En cambio, si ese emprendedor fracasa o no consigue
los suficientes apoyos como para desarrollar su proyecto o su investigación,
serán esos mismos incrédulos quienes se le mofen en la cara: “Es que hay que
ser iluso… ¿de verdad creías que tu hipótesis era buena?”
Por suerte para la humanidad, la historia
está plagada de personas que han desafiado las voluntades inmovilistas de esas
mayorías que hubiesen preferido seguir creyendo que la tierra era plana y la
circulación de la sangre una herejía, de no ser porque los sucesivos tiempos
les han obligado a asumir que, gracias a aquellos que ellos se empeñaron en
tildar de locos o de endemoniados, el mundo ha conseguido avanzar y los humanos
hemos conseguido que nuestro día a día en la tierra sea cada vez menos penoso y
más enriquecedor en todos los sentidos.
Si comparamos ese día a día nuestro con el
día a día de las generaciones que nos han precedido, podríamos pensar que pocos
avances más cabe imaginar, pues nos parece que ya todo está inventado y que
todo está ya escrito. ¿Quién puede aspirar a crear algo que supere el impacto
que supuso en su momento internet o lo que están suponiendo las redes sociales?
Porque la tecnología y la ciencia avanzan a
un ritmo vertiginoso y las personas nos limitamos a seguirles la pista muy de
cerca, porque en cuanto nos despistamos, nos podemos quedar a años luz de muchos
de nuestros contemporáneos.
Cada aplicación que decidimos descargarnos
para que nos siga facilitando un poco más la vida implica aprender un nuevo
lenguaje que sólo hablan quienes usan esa aplicación determinada. Desconocer
ese lenguaje es quedar descolgado de esa microrealidad en la que viven sus
usuarios.
Si hasta hace unas décadas se consideraba
analfabetos a quienes no sabían leer ni escribir, ahora mismo todos somos un
poco analfabetos porque es imposible que todos podamos estar al corriente de
todas las aplicaciones y recursos que salen al mercado todos los días. Nunca
antes habíamos sido tan creativos ni ingeniosos. Pero la mayor parte de esa
creatividad se pierde por darle usos inadecuados o porque quienes se sirven de
ella no saben sacarle todo su partido.
Nuestras obras nos han superado y parece que
van por libre. Quizá porque hemos avanzado en conocimientos y en destrezas,
pero nos hemos quedado muy anclados en las limitaciones que nos marcan unas
leyes demasiado antiguas y salpicadas de excesiva burocracia. Los reglamentos
se nos han quedado obsoletos y los
jugadores de la partida queremos más libertad de movimiento para poder seguir
creando nuevos universos en los que tengan cabida más avances científicos, más
innovación en las empresas, más riqueza de contenidos en las aulas donde se
están gestando las mentes del mañana, más esperanza de calidad de vida en
nuestros centros de asistencia primaria y en nuestros hospitales.
Si los políticos son quienes han de dirigir
el destino de los países a los que representan, más les valdría dejar de reírse
de los visionarios y de resistirse tanto a los cambios. Se comprende que el
aprecio que le tienen a sus escaños o el ansia que les motiva a luchar por conseguir
el sillón de la presidencia han de ser demasiado fuertes y eso podría
justificar en parte su oposición a abandonar la zona de confort apostando por
caballos distintos a los que se da por hecho que han de ganar siempre. Pero
dejar las cosas como están nunca ha sido una estrategia que haya servido para
solucionar ningún problema.
Si en unos pocos años la revolución
tecnológica nos ha pasado la mano por la cara a todos y nos ha puesto la vida patas
arriba, ¿qué sentido tiene que sigamos dejando que unos señores decidan
nuestros destinos cada día amparándose en las normas que establecieron otros
señores hace nada menos que cuarenta años?
Si queremos ser ciudadanos del siglo XXI, no
podemos comportarnos como lo hacíamos en la era analógica. Bajémonos de una vez
una buena actualización y pongámonos las pilas. Dejemos de ponernos palos en
las ruedas, porque así no llegaremos a ninguna parte. Agilicemos los trámites,
ventilemos la absurda burocracia que nos hace insufribles y patéticos.
Apostemos por lo novedoso, por lo que aún no somos capaces de ver pero intuimos que
está ahí, esperando a que nos dignemos a descubrirlo.
La tierra fue plana para la mayoría de sus
habitantes hasta que un visionario llamado Galileo Galilei estuvo a punto de ser quemado en la hoguera por defender la
tesis de su esfericidad. Y la sangre dejó de ser un simple líquido rojo cuando
Anton Van Leeuwenhoek descubrió los glóbulos rojos y algunas bacterias a través
del microscopio.
Una bacteria vista a través del microscopio |
Gracias a sus atrevimientos y a los de muchos otros, nuestra vida hoy es mucho más placentera de lo que habría podido ser si ellos no hubiesen existido y no hubiesen influido en tantos otros.
Apostemos por los valientes, por los que no
se conforman, por los que no se apalancan en los convencionalismos
anquilosantes, por los que siempre esperan ir un poco más allá, por los que se
atreven a soñar despiertos y nunca pierden la fe ni en sí mismos ni tampoco en
los demás.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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