El Origen de la Empatía
Nuestro comportamiento viene
determinado por los genes que componen nuestro ADN, pero también por el
ambiente en el que nos desarrollamos. De esa dualidad se han ocupado durante
décadas científicos de diferentes disciplinas.
Dependiendo del paradigma que ha
imperado en cada una de las épocas pasadas o de las corrientes epistemológicas
a las que han pertenecido, algunos de esos científicos han abogado más por la
tesis biológica o se han decantado por la defensa de la tesis ambiental.
¿Nuestra mente al nacer es como una
tabula rasa o ya contiene todos los conocimientos que acabará desarrollando en
modo embrionario?
¿La sabiduría se hereda o se
construye diariamente?
Para hallar respuesta a tales
interrogantes, quizá bastaría con que nos fijásemos detenidamente en la
naturaleza y admitiésemos que los humanos, como el resto de los animales, somos
meros fenómenos de su infinita y compleja grandeza. En la naturaleza
encontramos constantemente fenómenos opuestos entre sí, pero tan estrechamente
ligados que no podrían existir los unos sin los otros. Multitud de dualidades
con las que convivimos diariamente sin apercibirnos de su importancia ni de la
influencia que causan en nuestra propia existencia: día-noche, frío-calor, nacimiento-muerte,
bosques-desiertos, cazadores-presas o infiernos-paraísos.
En la vida todo lo que
experimentamos tiene polos opuestos, como el yin y el yang.
Por un lado, nuestras células guardan los
genes que hemos heredado de nuestros antepasados, pero por otra, nuestra mente
ha conseguido potenciar lo que le han transmitido esos genes a base de impulsos
que ha recibido de nuestro entorno. El modo cómo nos han cuidado de pequeños,
las historias que nos han contado nuestros padres y abuelos, las clases
impartidas por nuestros maestros, los juegos compartidos con otros niños de
nuestra misma edad, los accidentes que sufrimos y las lecciones que aprendimos
de cada uno de ellos, las caídas, las veces que nos tuvimos que volver a
levantar, las emociones vividas, las decepciones encajadas, los primeros
éxitos, las renuncias, las apuestas arriesgadas, las lecturas escogidas para
buscarnos a nosotros mismos, las películas que nos impactaron o los
acontecimientos que nos provocaron que encaminásemos nuestro futuro en una
dirección o en la contraria. Todo eso constituye el peso que al final hace
decantar la balanza y nos convierte en las personas que somos.
También es todo eso lo que explica
que dos hermanos biológicos criados juntos puedan acabar siendo dos personas
completamente distintas. Porque somos lo que heredamos, pero sobre todo somos
lo que sentimos y creemos. Lo que vemos y oímos y el modo cómo lo
interpretamos. Es en esa interpretación que hacemos de nosotros mismos y de la
realidad en la que vivimos dónde radica la clave para encontrar las respuestas
que nos hacíamos al principio.
Si somos el resultado de la
interacción entre nuestra herencia y el ambiente que nos rodea, ¿por qué una
pareja puede tener un hijo muy sociable y otro hijo autista? ¿Qué componente
puede haber fallado si supuestamente comparten la misma genética y se les ha
dado la misma educación?
Cinco años más tarde, en 1943, el
médico Leo Kanner, del Hospital Johns Hopkins de Baltimore, estudió a 11 niños
que padecían una inhabilidad innata para establecer lazos afectivos con sus
familiares y con las personas más allegadas, introduciendo el término de “autismo
infantil temprano”.
Desde entonces se ha considerado a
Asperger y a Kanner como los precursores del estudio moderno del espectro
autista y se han aventurado todo tipo de teorías que han venido a cuestionar
desde la alimentación, el estilo relacional de los padres con sus hijos, la
educación recibida o las posibles negligencias en las que pudo incurrir la
madre durante el período de gestación.
Ninguna de estas teorías ha servido
para aclarar las causas del autismo, pero algunas de ellas han provocado mucha
angustia innecesaria a los padres de los niños afectados. Si ya ha de ser
tremendamente difícil afrontar el diagnóstico de que tu hijo padece autismo,
más difícil aún debe que cuestionen tu manera de cuidarle, de alimentarle, de
educarle o de quererle.
A veces nos olvidamos de lo
complejo que llega a ser nuestro propio organismo. Damos por hecho que, cuando
esperamos un hijo, todo tiene que salir
perfecto porque la naturaleza es sabia y no se puede equivocar. Lo cierto es
que, cuando pensamos de ese modo, no tenemos ni idea de lo fácil que es que las
cosas salgan mal. Basta que una célula no se replique correctamente, que un
invisible cromosoma pierda parte de unos de sus insignificantes brazos, para
que ese ser humano que estamos empezando a gestar padezca una discapacidad que
le marque de por vida. Y, lo más triste de todo, es cuando creemos que por
someternos a pruebas como la amniocentesis y haberlas superado con éxito,
estamos libres de problemas.
Olvidamos que hay muchos trastornos que no se
detectan tempranamente, que pueden originarse tras una complicación en el
parto, por una infección posterior o tras un período de dos o tres años en el
que no se hayan manifestado síntomas de ninguna o casi ninguna anormalidad,
como es el caso del autismo.
Vista y entendida la complejidad de
todos nuestros órganos internos y en especial de nuestro sistema nervioso, se
nos debería antojar casi un milagro el hecho de estar completamente sanos.
Cuando en 1953 los científicos
Watson y Crick descubrieron el ADN y concluyeron que esta estructura de
doble hélice era responsable de la herencia, el mundo de la
biología vivió una verdadera revolución que no ha dejado de aportar continuos
avances en el estudio y el tratamiento de diferentes patologías.
Una revolución parecida empezó a
gestarse en 1996, cuando el equipo del científico Giacomo Rizzolatti, de la
Universidad de Parma (Italia) estaba estudiando el cerebro de unos monos y
descubrió un curioso grupo de neuronas que no sólo se activaban cuando el
animal hacía determinados movimientos, sino también cuando, simplemente,
contemplaba a otros haciéndolos. Las bautizaron como neuronas espejo o
especulares y, en un primer momento, dedujeron que se trataba de un caso de simple
imitación. Pero múltiples trabajos posteriores vienen a evidenciar que las
implicaciones de este descubrimiento trascienden la neurofisiología pura,
permitiéndonos considerar la comunicación y la comprensión empática como la
base de toda interacción facilitadora del desarrollo psíquico y cerebral del
ser humano.
Tal ha sido su impacto en la
comunidad científica que el neurocientífico y profesor de psicología de la
Universidad de California Vilayanur Ramachandran no duda en afirmar que “el
descubrimiento de las neuronas espejo hará por la psicología lo que el ADN hizo
por la biología”.
Si algo han demostrado las neuronas
espejo es que somos seres sociales y que todo lo aprendemos por imitación.
Imitar las conductas de nuestros iguales, de nuestros padres o de nuestros
profesores nos permite entender cómo se sienten ellos cuando realizan las
mismas acciones e incluso captar sus intenciones antes de que nos las
manifiesten y adelantarnos a sus necesidades para ofrecerles nuestro apoyo y
nuestra comprensión.
Para Rizzolatti, en los trastornos
del espectro autista hay un déficit en el sistema de neuronas espejo, que no se
desarrolla correctamente porque estos individuos acusan problemas para
organizar su propio sistema motor. Esta deficiencia les conduce a no poder
relacionar sus propios movimientos con los que ven en los demás, llevándoles a
terribles confusiones porque no son capaces de distinguir lo que sería un gesto
normal de lo que constituiría una amenaza.
Por otro lado, muchas de estas
personas que presentan trastornos del espectro autista, son capaces de
desarrollar otras habilidades que les acercan a la genialidad. Fallan en las
habilidades sociales, pero eso no las incapacita para que otras neuronas de sus
cerebros las lleven a desplegar todo su potencial en otras áreas de sus vidas.
Tal es el caso de John Elder Robison, una persona que fue diagnosticada con
síndrome de Asperger pasados los 40 años y que llevaba toda su vida soportando
que sus vecinos y el resto de personas con las que se veía obligado a
interactuar habitualmente le tachasen de sociópata y psicópata por el simple
hecho de no mirarles a los ojos cuando hablaba con ellos. Este hombre, que
tenía obsesión por los trenes y por todo tipo de mecanismos y que se ganaba la
vida arreglando altavoces, un día atrajo la atención de uno de los miembros del
grupo KISS y acabó marchándose con ellos de gira por todo el mundo, trabajando
como técnico de sonido. Hace una década publicó un libro titulado “Mírame a los
ojos”, cuya primera edición en España se ha publicado en 2017.
Robison no es el único caso de
Asperger que ha sabido darle la vuelta a su supuesta discapacidad para acabar
desarrollando un potencial extraordinario. En todos los campos podríamos
encontrar buenos ejemplos, como Bill Gates o Steven Spielberg.
Con independencia del trastorno que
padezcamos cada uno y de las limitaciones con las que tengamos que pelearnos
diariamente para conseguir llegar a dónde nos propongamos llegar, no debemos
olvidar que todos poseemos una mente maravillosa, capaz de abrirnos un montón
de ventanas nuevas por cada puerta que nos cierren la incomprensión y la
intransigencia de los demás o que decidamos cerrarnos nosotros mismos, presas de
la inseguridad o del miedo a no estar a la altura.
El descubrimiento de las neuronas
espejo como base de la empatía, es sólo una de esas ventanas que la ciencia ha
conseguido abrir en nuestras mentes aún tan inexploradas. Nos quedan muchas más
por encontrar y por abrir y buenos científicos no nos faltan. No hemos de
perder la esperanza de que lo que hoy tenemos asumidos como trastornos
incurables, mañana puedan tener tratamientos que nos puedan permitir llevar
vidas menos accidentadas y establecer conexiones más sanas con cuantos nos
rodean. No olvidemos nunca nuestra propia naturaleza: somos seres sociales y,
sólo poniéndonos en la piel del otro, lograremos comprenderle a él y
entendernos mejor a nosotros mismos.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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