Volando Cometas
A
veces, acostumbramos a utilizar palabras muy grandes para envolver con ellas
nuestros deseos más anhelados. Amor, Felicidad, Pasión, Voluntad,
Perseverancia, Esperanza, Resiliencia o Libertad, serían algunas de ellas.
No
contentos con ponerles nombres a las cosas, no podemos resistirnos a la
tentación de ponerle nombres a lo que sentimos y a lo que pensamos, como si
creyésemos que por darles nombre nos resultaran más asequibles, más fáciles de
ordenar y de comprender. Si, de repente,
nos prohibiesen utilizar el lenguaje hablado y escrito, la mayoría de las
personas estaríamos muy perdidas, porque no sabríamos vivir sin las palabras.
A
diferencia del resto de los animales, que se limitan a seguir su instinto y a
centrarse en la satisfacción de las necesidades que se les presentan en su
momento presente, las personas somos demasiado rebuscadas y nos lo acabamos
complicando todo en demasía. Algunos entenderán esa manía nuestra como el
precio que tenemos que pagar por haber evolucionado, por haber sido partícipes
primero de la ideación y después de la construcción del mundo
supuestamente civilizado que nos alberga a todos, aunque no en las mismas
condiciones.
Cuando
soñamos en voz alta con encontrar mejores paraísos que habitar, cometemos el
error de creer que esas playas de aguas cristalinas y palmeras salvajes serían
compatibles con nuestros hábitos de vida occidentales. No entendemos que, si
hay rincones del mundo que todavía atesoran esos paisajes idílicos es porque en
esos territorios la población que los habita es bastante más sencilla que
nosotros. Menos egoísta, menos consumista, menos interesada en hacer negocios y
bastante menos necesitada de utilizar demasiadas palabras... para no acabar
diciendo nada. Justamente esto último, es lo que parece que mejor sabemos hacer
nosotros.
Mientras
nos perdemos entre tanta palabrería barata, no les dejamos espacio a nuestras
emociones más genuinas, a los gestos, las caricias, las miradas. Una mirada,
puede llegar a decir tanto si somos capaces de interpretarla…
Las
personas más sencillas suelen ser también las personas más felices, porque
necesitan muy poco para cubrir sus necesidades más básicas. También se las
puede considerar inmensamente ricas porque disponen de más tiempo para sí
mismas, para dejar hablar a sus cuerpos y para actuar en consecuencia. Las
personas complejas, en cambio, parece que nunca tienen tiempo de hacer lo más
importante, pero en cambio, siempre lo encuentran para desperdiciarlo en
preocupaciones banales y en planificaciones absurdas de futuro que raras veces
llegan a materializarse.
¿Qué sentido tiene dedicar tanto tiempo a intentar
diseñar un mañana ideal cuando estamos dejando que el presente nos pase de
largo?
Si no somos capaces de vivir hoy, ¿quién nos garantiza que, aun en el
caso de que se cumplieran nuestros planes de futuro, seríamos capaces de
disfrutarlos con los cinco sentidos?
Nos
encantan las palabras, pero nos aterran sus significados. Por eso lo aplazamos
todo, porque quizá preferimos soñar a vivir.
Y es en
esos sueños en el único escenario donde nos atrevemos a dar saltos de alegría,
a gritar de felicidad, a reír a mandíbula batiente hasta llorar, a atacarnos de
los nervios y romper muchas cosas, a soltar lo primero que se nos pasa por la
cabeza, a desprendernos de esos zapatos que nos obligan a andar con pies de
plomo, a coger el toro por los cuernos, a enfrentarnos a cualquier Goliad sin
más arma que las propias manos, a sacar todo lo que podamos de lo que ya damos
por perdido, a romper los moldes en los que ya no queremos caber, a bailar bajo
la lluvia aunque nos quedemos empapados, a morirnos de amor y a ser capaces de
escuchar las voces del silencio.
También
es en esos sueños, donde a veces nos descubrimos a nosotros mismos volando
cometas, como en la película “Cometas en el cielo” y, al igual que sus
protagonistas, sentimos que, por primera vez en mucho tiempo, estamos rozando
la libertad con la punta de los dedos.
Ojalá
pudiéramos experimentar todo eso estando despiertos.
Estrella
Pisa
Psicóloga
col. 13749
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