Pre-humanos, Humanos o Post-humanos
La crónica de la andadura de la especie que
hemos denominado humana sobre este planeta ha tenido episodios muy oscuros que
podrían llevarnos a cuestionar esa humanidad de la que alardeamos tanto. De
hecho, en 2001, los antropológos Eduald Carbonell i Robert Sala, ya publicaron
un ensayo titulado “Encara no som humans” (“Aún no somos humanos”) en el que se
cuestionaban esa humanidad, a raíz de los atentados del 11 de septiembre contra
las torres gemelas de New York y el Pentágono.
Por fortuna, nuestra especie también ha
narrado muchas páginas que nos invitan a sentirnos de lo más orgullosos de lo
que hemos sido capaces de hacer y de lo que somos hoy, gracias a todo eso que,
en su día, aprendimos observando la naturaleza o escuchando a los más sabios de
las antiguas tribus y de las primeras sociedades. Una de esas épocas gloriosas
fue, sin duda, la del florecimiento de la cultura clásica en diferentes
rincones del mundo, que fue el origen de las artes y las ciencias, pero también
de la civilización. Atenas y Alejandría fueron dos de los lugares más
prestigiosos de la tierra conocida para enviar a estudiar a los hijos de las
familias más poderosas o empoderadas por sus buenos contactos o sus
particulares hazañas. De sus bibliotecas surgirían los grandes filósofos,
teólogos, poetas, astrónomos, ingenieros, físicos, matemáticos, historiadores,
músicos o médicos de la antigüedad, que aún hoy tomamos como referentes en la
mayoría de las disciplinas que nos disponemos a estudiar.
El empeño de todas aquellas mentes en reinventar
el mundo y sembrarlo de infinitas posibilidades nos hizo en aquellos lejanos
siglos un poco más humanos, alejándonos de nuestro lado más salvaje y
siniestro. Aunque aquel espejismo no duraría siempre. La vecina Roma, más
interesada en conquistar nuevos territorios que en cultivar el intelecto y la
creatividad, se mostraba implacable en sus campañas bélicas, llegando a
conquistar gran parte del mundo conocido hasta entonces. El gran imperio romano
se extendió sin piedad y acabó imponiendo su santa voluntad sobre los pueblos a
los que sometía. Sólo era cuestión de tiempo que el cristianismo acabase con el
mito de los dioses del Olimpo y persiguiese hasta la muerte o el destierro a
aquellos que aún osaban invocarles.
Tras la caída del Imperio romano, acaecida
hacia el 476 d.C., el mundo se quedó a oscuras durante mil años, cuando el
triste manto de la llamada Edad Media le cubrió el rostro y trató de
silenciarle la voz. Sólo los hombres de iglesia y algunos eruditos tenían
acceso a los códices antiguos y, por supuesto, sólo ellos habían aprendido a
leerlos y a interpretar sus enseñanzas. El resto de la población quedaba a
expensas de lo que podían oírle contar a otros, a comerciantes o juglares que
se hallaran de paso y quisieran relatarles lo que habían visto u oído en otros
lugares.
Pese a la pobreza de estímulos y la dureza
del día a día en medio de una realidad tan ensombrecida, no faltaron en esa
época algunos aventureros que se atrevieron a desafiar lo establecido y
consiguieron poner en marcha sus proyectos y sus ideas. No se trató sólo de
viajeros intrépidos como Marco Polo, sino de personas que llegaron a destacarse
en diferentes campos del saber y la cultura, como la ciencia, la medicina, el
arte o la arquitectura.
Entre los siglos IX y XI, los chinos
descubrieron el poder de la pólvora, siendo los mongoles los encargados de darla a conocer por el
resto de Asia y Europa y revolucionando con ello el arte de hacer la guerra.
También fueron los chinos los inventores de un instrumento muy importante para
la navegación y para los viajeros en general: la brújula.
Se inventaron también en esa época los
relojes mecánicos y se perfeccionaron los molinos de agua y viento, permitiendo
que la población se beneficiase de las energías de la naturaleza para
facilitarle el proceso de molienda de cereales.
En 1450, Gutenberg idea la imprenta moderna, marcando con ello un
antes y un después en la difusión del conocimiento, haciéndolo más accesible a
sectores de la población para los que había estado muy limitado o incluso
vetado.
Una de las salas de la Biblioteca Malatestiana, la más antigua de Italia. |
Los astrónomos árabes perfeccionaron el
cuadrante y el astrolabio, dos artilugios que se conocían desde la Antigüedad y
que acabaron convirtiéndose en imprescindibles en la astronomía, la navegación
y la topografía.
Se crearon los primeros hospitales, se
inventaron los anteojos que serían los precursores de las actuales gafas y se
abrieron las primeras farmacias.
Hacia 1492, con el descubrimiento del llamado
Nuevo Mundo, Europa pareció despertar de un largo sueño y resurgir con
esperanzas renovadas. Una explosión de creatividad y de talento recorrió todo su territorio, asombrando a su paso a
todos aquellos que se detenían a contemplar las obras que plasmaban en sus
lienzos o en sus esculturas o podían acceder a la lectura de su prosa o su
poesía o quedar atónitos ante sus casi mágicos inventos mecánicos.
Giovanni Pico, conde della Mirandola, fue un
filósofo, matemático y teólogo que, a los 23 años, elaboró un compendio de
novecientas proposiciones o conclusiones, al que tituló “Oratio de hominis
dignitate” (“Discurso sobre la dignidad del hombre”). Con esta obra desafió al
Papa Inocencio VIII, quien no dudó en nombrar una comisión para que examinase
aquellas teorías tan poco ortodoxas. Un año después, en 1487, cuatro de
aquellas teorías serían consideradas heréticas, tres más serían entendidas como
falsas o erróneas y a otras seis se las declaró condenables. Pico della
Mirandola respondió a tales acusaciones con una Apología en la que llegaba a
tildar a sus jueces de “bárbaros balbucientes”. El Papa Inocencio VIII prohibió
la publicación de su obra y él se vio obligado a huir a Francia, donde no
tardaron en arrestarle y confinarle en la Fortaleza de Vincennes en 1488. De
allí le sacaría Lorenzo de Médicis, quien lo trataría como a su hermano y le
llevaría a Florencia, donde el filósofo seguiría escribiendo sus obras y vería
como su “Oratio hominis dignitate” se convertiría en la bandera de un grandioso
acontecimiento espiritual que en Florencia se denominó Humanismo y en el resto
del mundo sería conocido como Renacimiento.
Puente sobre el río Arno en Lungarno, Florencia, construido en el Renacimiento |
El Renacimiento, considerado una especie de
puente entre la Edad Media y la Edad Moderna, tuvo dos facetas. Una de ellas
maravillosa y exultante por todo el arte y el conocimiento que irradiaba que
fue liderada por los artistas, los eruditos y los precursores de la ciencia.
Pero otra terrible y sanguinaria, auspiciada por los líderes políticos. Esta
ola de enfrentamientos, matanzas y despropósitos recorrió Europa y la sembró de
muerte, epidemias y mucha hambre.
Algunos de los sucesores de aquellos
escultores renacentistas serían quienes acabarían diseñando, ya en la Edad Moderna,
monumentos a las víctimas de la Peste negra, que aún podemos admirar hoy en
diferentes ciudades de Europa.
Monumento a la peste negra en Viena. La hizo construir el emperador Leopoldo I por los escultores Mattias Rauchmüller, Johann Bernhard, Fischer von Erlach, Paul Strudel i Lodovico Burnaccini. |
Superada la fiebre antropocentrista del
Renacimiento, el mundo entró en su Edad Moderna, un tiempo en el que se siguieron
agudizando el ingenio y vertiendo su conocimiento al servicio de la tecnología
y de la ciencia. Vieron la luz artilugios como el microscopio y el telescopio, el
piano, las primeras calculadoras, el estetoscopio, el termómetro, el motor de
vapor, el paraguas, el submarino, los primeros
prototipos de automóvil y armas como la granada o la antecesora de la
metralleta actual. Todos estos inventos contribuyeron a que se pudiese seguir
avanzando en todos los campos del conocimiento.
Pero esta época histórica tampoco estuvo exenta
de injusticias ni de despropósitos. Los líderes políticos y los regentes de diferentes
estados siguieron guerreando y conquistando
nuevos territorios, mirando sólo por sus propios intereses, al tiempo que muchos
de sus vecinos seguían pudriéndose en la miseria más absoluta. No es de
extrañar que, en países como Francia, el pueblo llegase a tal hartazgo que, en
1789, se rebelase contra el absolutismo de sus nobles y aristócratas en lo que
la historia se encargó de etiquetar como Revolución Francesa.
A partir de ese momento, entramos en la Edad
Contemporánea. Una edad cuyo pistoletazo de salida estuvo marcado por la
Revolución industrial, que acabaría reinventando la vida cotidiana de la
mayoría de la gente. El éxodo de la población del campo a las ciudades en busca
de mejores oportunidades laborales, los avances en medicina, el tren de vapor,
el teléfono, la luz eléctrica, las instalaciones de agua corriente en las
casas, el acceso de los niños a la educación, el nacimiento del cine o de la
radio, fueron elementos determinantes en los siglos XIX y XX. Ya bien entrado
este último, se perfeccionarían los automóviles, se diseñarían los primeros
aviones, se inventarían la mayoría de los electrodomésticos que usamos diariamente.
A partir de los años 50 del siglo XX, con el
invento de la televisión, viviríamos otra especie de revolución que nos embarcó
en una carrera de fondo cuya meta aún no hemos alcanzado porque, continuamente,
estamos asistiendo a nuevas invenciones que no paran de desarrollarse y de dar
pie a nuevos avances como los radares, los radiotelescopios, la conquista
espacial, internet, la robótica, la
nanotecnología o la biomedicina.
En el último tercio del siglo XX hemos
asistido al surgimiento de lo que algunos científicos ya denominan la “era del
posthumanismo”. Uno de sus cometidos es el de mejorar nuestras limitaciones
biológicas mediante la tecnología.
Todo esto, que puede sonar a ciencia ficción,
no es más que un ejemplo de lo que nos puede deparar un futuro que puede estar
más cerca de lo que creemos. De hecho, nuestro presente ya está sembrado de
métodos y procedimientos que, sólo unas décadas atrás, nos habrían parecido del
todo utópicos. La fecundación in vitro, la clonación, la donación y trasplante
de órganos reproductivos, la criogenización, la investigación con células
madre, las propiedades de las nanopartículas y sus aplicaciones en distintos
campos, la impresión en 3D, la biónica, la maternidad subrogada, internet de
las cosas o la geolocalización por medio de dispositivos móviles.
Llegados hasta este escenario, cabría pensar
que somos más humanos que nunca, porque hemos sido capaces de hacernos la vida
mucho más fácil y de inventar cosas que, en otro tiempo, se nos habrían
antojado propias de la magia. Hemos demostrado que nuestras mentes pueden obrar
verdaderos milagros cuando se lo proponen, pero también hemos de ser muy conscientes
de lo mucho que aún nos queda por explorar dentro de ellas, pues también somos
capaces de todo lo peor.
En nuestra isla del tesoro particular, en todas
las épocas históricas por las que hemos deambulado, hemos insistido en esconder
en lo más recóndito de nosotros mismos nuestra maldita caja de Pandora. Una
caja en la que guardamos lo peor de nuestra especie, ese espíritu bárbaro y
sanguinario que llevó a Eudald Carbonell y a Robert Sala a cuestionarse si
éramos o no humanos.
Francisco Javier Campos, autor del blog El arca de Dionisos, sugería hace unos días en uno de sus comentarios a este blog
que “Para que mejoren los tiempos, es necesario que mejoren las personas”.
Cualquier época histórica ha estado habitada por personas excepcionales y por
personas despreciables. A veces las hazañas de las unas han ensombrecido las
barbaridades de las otras, como sería el caso de las civilizaciones clásicas,
en las que tendemos a creer que todo en ellas fue idílico y que sus gentes
vivieron satisfechos con sus vidas y en libertad, suposición del todo falsa,
pues la historia se ha encargado de enseñarnos que sólo una minoría de personas
disfrutaron de una vida plena en aquellos antiguos escenarios.
Otras veces, son las barbaridades cometidas
por una parte de esas sociedades las que convierten las épocas en que se
sucedieron en tiempos históricos indeseables. La Edad Media sería una de esas
épocas, por los abusos del feudalismo, pero también por la Inquisición, que
llegó hasta la Edad Moderna. Aunque no podemos olvidar todos los hitos que se
alcanzaron en aquellos siglos y cómo determinaron todo lo que la humanidad
consiguió después.
Los especialistas en Prehistoria, a veces se
han cuestionado en qué época ha existido un determinado tipo de humano y si han
podido convivir en un mismo momento histórico un australopithecus con un hombre
del Cromagnon o incluso con un homo sapiens. Tal vez la respuesta sea más
simple de lo que parece. No se trata de diferenciar entre hipotéticas razas o
especies, sino de preguntarnos cómo siente y piensa un determinado ser, viva en
el período histórico que viva.
Los terroristas que estrellaron dos aviones contra
las torres gemelas, o los que colocaron las bombas en los trenes de Madrid, o
los que atropellaron a un montón de personas en Niza, en Londres o en la Rambla
de Barcelona, ¿son menos humanos de lo que lo somos los que no atentamos contra
la vida de nadie? ¿Hemos de considerarles pre-humanos, quizá un eslabón perdido
entre el australopithecus y el homo sapiens?
¿Podemos considerarnos nosotros homo sapiens
de pleno derecho?
Todos los que habitamos este tiempo
contemporáneo tenemos mucho de sapiens, pero por desgracia, también conservamos
demasiado de nuestra genética más perversa. En nuestra caja de Pandora
particular guardamos demasiados horrores, demasiado veneno, y no siempre somos
conscientes del daño que podemos estar haciéndole a otros y de lo mucho que
podemos complicar las cosas cuando nos enrocamos en no ver más allá de nuestra
propia estupidez.
No fantaseemos con la idea de llegar a ser
super humanos que estén por encima del bien y del mal, de dioses y demonios.
Mirémonos al espejo sin rehuirnos la propia mirada y seamos honestos con
nosotros mismos y con los demás. Nos queda mucho por aprender aún de nuestros
propios miedos, pero también de nuestras propias ambiciones. Quizá porque somos
el cielo al que aspiramos, pero también el infierno del que huimos.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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