Flores o Floreros con flores
En el siglo XXI, ser mujer sigue siendo mucho
más complicado de lo que debería. Aunque hemos de admitir qué, al menos en el
mundo occidental, nuestras condiciones de vida han mejorado muy
considerablemente respecto a las de las generaciones que nos precedieron, el
caso es que aún nos queda un larguísimo recorrido por explorar antes de
alcanzar la ansiada igualdad de trato respecto al que reciben los hombres.
Nacer mujer, en muchos momentos históricos y
en muchas latitudes aún hoy en día, para algunas personas ha significado nacer marcadas de por vida
por la desgracia y la decepción. Porque, ya de entrada, algunos padres nunca
las esperan a ellas sino al deseado varón que prolongue su apellido y las
miserias de su particular estirpe.
Volviendo a occidente, nuestras vidas no
tienen nada que ver con esos infiernos, pero a veces tenemos que lidiar con
algunos demonios que parecen haberse confundido de época y se vanaglorian de
ser portadores de unos valores que han entendido al revés. Son esos personajes
que, a priori, nos parecerían hasta entrañables porque siempre llevan puesta la
“sonrisa profidén” adornada con palabras que saben regalarle los oídos a las
féminas, pero llevan inoculada en sus instintos una letra pequeña capaz de
destrozarle la vida a cualquier incauta que cometa la torpeza de enamorarse de
ellos. Son hombres que no han aprendido a serlo y que lo han acabado
confundiendo todo. Bien porque hayan estado expuestos desde la cuna a estímulos
equivocados o porque, simplemente, tienen tanto miedo al abandono y se sienten
tan inseguros de sí mismos que acaban haciendo de sus parejas sus prisioneras.
Esos hombres para quienes las mujeres son un
simple objeto que tienen que acabar siendo de su exclusiva propiedad se llegan
a creer los mejores amantes y se ciegan de celos cada vez que sus compañeras
hacen algún gesto que ellos consideran impropio. Desgraciadamente, en ocasiones
esa ceguera enfermiza les lleva tan lejos que les acaba convirtiendo en
asesinos.
¿Cuántas mujeres mueren cada año en el mundo a manos de sus maridos o
amantes?
¿Cuántos casos no conocemos al
cabo del año de mujeres que no permiten que sus exparejas vean a los hijos que
tienen en común?
¿Cuántos casos de alienación parental no se descubren en las
consultas de los psicólogos o en los despachos de los mediadores?
Influidos por la rumorología y por los
prejuicios en los que nos hace sucumbir tan fácilmente nuestra cultura
patriarcal, no son pocas las ocasiones en que decidimos de antemano quién es el
malo de la película sin haber acabado de verla; pero, en cuestiones de género, a veces resulta
que las malas son ellas.
Perseguir la plena igualdad entre los géneros
no deja de ser un poco como perseguir una utopía, porque de entrada, nuestra
biología nos hace diferentes. Pero en este tema, como en tantos otros, no
podemos caer en la trampa de la generalización. Cada persona es un mundo
distinto independientemente de que sea o se sienta hombre o mujer. Y tendríamos
que empezar a centrarnos en la persona, no en su género. Porque, por encima de
todo, somos personas y todas deberíamos ser tratadas y tratar a las demás con
idéntico respeto y empatía.
El primer error que cometen muchos padres
cuando nacen sus hijos es dispensarles un trato diferente en función del género
con el que aparentemente han nacido. Esas diferencias en los colores de la ropa
con la que les empiezan a vestir, en los juguetes que les regalan, en las
historias que les explican y en los roles que les enseñan a desempeñar en casa,
sientan las bases de lo que esa personita acabará siendo en el futuro.
Dejemos de vestir a las niñas de rosa y a los
niños de azul, dejemos de educarlas a ellas para ser princesas y a ellos para
ser príncipes de reinos que no existen, ni queremos que existan. Atrevámonos a
empezar a educar para que conozcan el terreno que pisan, para que sean
consecuentes con los tiempos en que les ha tocado vivir y para que se creen
expectativas realistas del futuro que van a poder alcanzar.
Eduquemos para que los niños y las niñas quieran ser bellas flores, pero que crezcan libres y a su propio ritmo, floreciendo desde dentro y bebiendo de todas las fuentes posibles para dar siempre lo mejor de sí mismas a los demás.
No permitamos que nadie las siga cortando
para embellecer con ellas sus modestos o sofisticados floreros de cristal.
Dejemos de permitir que nadie nos considere un objeto más de su propiedad y de aspirar a considerar a nadie como un objeto de la nuestra.
Amar no tiene nada que ver con cortarle las alas
a nadie. La vida de las personas es efímera, pero tenemos derecho a madurar a
nuestro propio ritmo, sin soportar las presiones de quienes dicen querernos
tanto. Que sea nuestra propia biología la que marque los tiempos de nuestro
inevitable deterioro y no la torpeza de alguien enfermo o enferma de celos o de
miedo.
No dejemos que nos corten de nuestro propio campo para acabar encorsetados en un frío jarrón, condenados a dejar de ser nosotros para simular ser quienes los otros desean que seamos.
Sintámonos libres de seguir siendo el tipo de
flores que nos dé la gana ser y dejemos que los otros disfruten del mismo
derecho. Da igual si somos simples amapolas o sofisticadas orquídeas, lo importante
es que no dejemos que nos corten y nos condenen a una vida que no hayamos
decidido nosotros, por muy privilegiada que parezca.
Más allá de respetar los derechos de las mujeres
o de los hombres, lo que debería primar es el cultivo del respeto hacia las
personas en general. Permitir que nazcan, crezcan y maduren libres para tomar
sus propias decisiones y para brillar con su propia luz, sean quienes sean,
vengan de donde vengan y vayan hacia donde vayan.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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