Pensando un Mundo más Digno
Cuando leemos novelas históricas en las que
se relatan episodios especialmente sangrantes que han acabado marcando el
destino de la humanidad, siempre aparecen personajes que enseguida se ganan
nuestra admiración por su coraje, su determinación en la vida y, sobre todo,
por sus ideas.
Hablar de ideas casi siempre nos lleva a
pensar en revoluciones. Porque una idea, por pacífica que se nos antoje, no
puede por sí sola obrar el milagro de hacer cambiar todo lo que creemos que
podría mejorar del mundo que habitamos. Los grandes ideales que han poblado las
mentes de todos los pensadores que han vivido en los diferentes siglos que nos
han precedido, siempre se han acabado defendiendo a sangre y fuego, porque el
diálogo nunca ha bastado para solucionar los conflictos entre las posiciones
enfrentadas.
Prueba de ese fracaso diplomático han sido
las grandes guerras que se han sucedido y se siguen sucediendo por cualquier
rincón del planeta. Cambian los tiempos, pero no cambiamos las personas.
Siempre habrá idealistas que no durarán en dejarse la vida en su empeño de
cambiar las cosas. Y, a su vez, siempre habrá quienes se nieguen a abandonar su
zona de confort y sus asegurados privilegios para ceder ni siquiera un
milímetro de su espacio a esas nuevas ideas que puedan dar pie a cambiar mucho
de lo establecido.
En medio de esos dos frentes, la población
siempre es la que acaba pagando los platos rotos. Una parte de ella, decidirá
posicionarse a favor de los ideales, asumiendo el riesgo de perder afectos, de
encontrarse con barreras a su paso que antes no estaban y de sufrir las
represalias de quienes defienden la causa contraria.
Otra parte de esa
población no dudará en posicionarse al lado de quienes ostentan el poder, entre
otras cosas, porque es lo más cómodo. Arrimarse al sol que más calienta siempre
garantiza que no quedaremos desamparados. Aunque, cuando ese sol es el partido
político más corrupto de Europa o un Estado que está siendo cuestionado por la
ONU por la censura y la represión que está imponiendo últimamente a quienes no
comulgan con sus particulares credos… quizá posicionarse en ese lado de la
balanza no sea la opción más inteligente.
Al margen de estas dos posiciones
enfrentadas, siempre hay un amplio sector de esa misma población que se
mantiene al margen y se muestra comedida. Son las personas a quienes paraliza
el miedo, ésas que siempre argumentan que uno no puede arriesgarse a decir lo
que piensa y que hay que dejar que decidan los demás y no meterse en líos. Son
esas mismas personas las que, cuando les preguntamos qué piensan de los que
acaban injustamente en la cárcel, no tienen reparo en responder que ellos o
ellas se lo han buscado por mantener unas ideas que no podían llevarles a
ninguna otra salida. No quieren entender que, a veces, esa forma de pensar que
nos acompaña toda la vida y que va evolucionando con nosotros, puede llegar a
ser más importante que nuestra propia vida. Que puede llegar a estar por encima
de nuestras familias y de nuestro patrimonio, porque ya no es una cuestión de
sentirnos de un país o de otro, de abrazar un credo u otro, sino de dignidad para con lo que sentimos.
Sería muy fácil tirar la toalla, escoger el
camino menos accidentado y dejarle a otro la responsabilidad de dirigir nuestra
propia vida.
“No te gusta cómo pienso, pues dime tú cómo
debo pensar, y quedamos tan amigos.”
Pero resulta que vivir sin poder pensar por
nosotros mismos, es como pretender vivir dentro de un cuerpo que no es el
nuestro.
Si el futuro que nos espera es repetir el
escenario de después de la guerra civil española y aprender a callar, para que
nuestra propia lengua no nos delate. Aprender a reprimir nuestros sentimientos
para que nadie detecte en nuestras conductas algo sospechoso o desviado.
Aprender a mirar para otro lado cada vez que seamos testigos de un abuso de
poder. Aprender a olvidarnos de nuestra propia lengua para no incomodar a
gobernantes y regentes de mentes estrechas y corazones helados y a mantenernos
impasibles ante todo tipo de abusos, atropellos y despropósitos, permitiendo que
por dentro nos vayan minando la moral y nos acaben convirtiendo en los
personajes grises de la novela histórica que nuestro silencio cómplice irá
escribiendo día a día hasta hacernos desaparecer. Si el futuro que hemos de
aceptar es ése, no podemos reprocharle a nadie que decida poner tierra de por
medio e irse a vivir al exilio. Porque muchos de nosotros haríamos lo mismo.
Sobrevivir silenciado no es lo mismo que
vivir pudiendo pensar libremente.
En una verdadera democracia, el pensamiento y
las palabras no pueden considerarse delitos. Los votos de la mitad de la población
de un territorio tampoco. Sería muy distinto si ese pensamiento y esos votos se
intentasen imponer por la fuerza, amenizados con música de metralletas y con
bombas. Pero no es el caso. Nunca ha sido el caso.
Sentir que una persona acaba en la cárcel por
pensar lo mismo que tú, por defender las mismas ideas y por atreverse a soñar
con un mundo más digno para todos, es lo peor que podemos sentir. Ser
republicano y catalán estos días es considerado de mayor gravedad que ser terrorista.
¿Tanto miedo puede inspirarnos el pensamiento
diferente? ¿No sería más fácil acercarnos todos un poco más e interesarnos por
cómo piensan los demás en lugar de levantar murallas y prepararnos para
lanzarnos mutuamente flechas envenenadas?
Con amenazas de cárcel, de inhabilitación o
de artículos constitucionales que se saquen de la manga, nunca conseguirán que ningún pueblo
destierre sus ideas ni su dignidad. Al contrario, provocarán más
manifestaciones de protesta en las calles, más huelgas, más malestar. Y Europa,
aunque se mantenga al margen, estará expectante y un día puede reaccionar con
decisiones que nadie espera.
El pensamiento no se puede criminalizar.
Todos somos libres de ejercitarlo porque tenemos derecho a cuidar nuestras
mentes y a decidir tanto lo que entra como lo que sale de ellas. Si nos quitan
el derecho a pensar, nos quitan nuestra esencia, el motor que nos mueve cada
día.
Porque una persona sin propio criterio, sin
propios objetivos, sin propios sueños, no se diferenciaría demasiado de una
fría máquina. Quizá ahí esté la clave, en que nos quieren a todos como seres
mecanizados, programados para producir al máximo por el sueldo mínimo y sin
causarles el mínimo problema. Mentes silenciadas, apagadas, fuera de cobertura.
Pero se han olvidado de que esa táctica les funcionaba en el siglo XIX, pero
nunca les valdrá en el siglo XXI. No les faltarán adoctrinados que no tengan
ningún problema en besar por donde pisen y en rendirles pleitesía, pero el
grueso de la población no podrá seguirles el juego sucio por mucho más tiempo.
Son demasiados los frentes abiertos que tiene
el gobierno central en estos momentos, aunque pretendan limitarlos al conflicto
catalán. Los escándalos de corrupción, la precariedad de las pensiones
públicas, de la sanidad o de la educación, las dificultades para aprobar los
presupuestos, las deficiencias en infraestructuras o las disputas con sus
socios de gobierno son sólo puntas de iceberg que esconden embrollos mucho más
vergonzosos.
Pensar que otra clase de mundo es posible, en
el que la corrupción pueda ser una excepción, pero nunca la regla, en el que
las personas puedan expresarse libremente sin tener que acabar en la cárcel por
ello, en el que tengamos la percepción de que nuestros impuestos se
corresponden con la atención recibida en nuestros hospitales, con pensiones de
jubilación decentes para nuestros jubilados o con el buen funcionamiento de
nuestras infraestructuras, y en el que los niños no tengan que ver nunca más
que los policías revientan a golpes las puertas de sus escuelas o les abren
brechas en la cabeza a sus dulces abuelas sólo por querer votar.
Mantener vivas esas ideas y mantenernos vivos
gracias a ellas, no debería convertirnos en delincuentes ni en carne de
prisión. Cualquier ser humano de cualquier rincón del mundo, anhela lo mismo,
independientemente de cuál sea el color político que abrace o la bandera que
enarbole.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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