Individuos y Grupos
A las personas nos encanta pensar
que somos íntegras y que siempre vamos de cara en todas las situaciones y en
todos los contextos en los que nos toca interactuar con otras personas.
Tratamos de convencernos a nosotras mismas de que somos lo mismo por delante
que por detrás y que nunca nos dejamos influenciar ni manipular por quienes nos
rodean.
En algunos casos, esas creencias
se ajustan bastante a la realidad porque, afortunadamente, en el mundo hay
muchas personas coherentes con sus propios argumentos y es precisamente gracias
a ellas que aún nos cabe alguna esperanza de poder gestar una sociedad mejor
para las generaciones venideras. Pero es palpable que intentar mantenerse
íntegro en medio de una sociedad saturada de estímulos que nos invitan
constantemente a actuar de la forma contraria a lo que nos dictan esos
principios y esas convicciones nuestras, muchas veces se nos acaba haciendo muy
cuesta arriba y no es extraño que mucha gente decida tirar la toalla y dejarse
arrastrar por la corriente, sin atormentarse demasiado con el interrogante de
hacia dónde las transportará ese río.
Desde la psicología social se ha
tratado de dar respuesta a por qué nos comportamos de manera diferente cuando
actuamos solos y cuando lo hacemos en grupo.
Si se trata de la misma persona,
¿por qué en casa podemos parecer un hijo o una hija adorables o un padre o
madre, un esposo o una esposa ejemplares y, en cambio, cuando estamos entre
nuestros compañeros de clase, o entre compañeros del trabajo, o en una salida
con amigos podemos llegar a parecer personas completamente diferentes?
¿Qué es lo que hace que las
personas se desinhiban cuando están en medio de un grupo o, al revés, se
sientan como anuladas, limitándose a mostrar conformidad con lo que dictaminan
los otros miembros del grupo o su líder?
¿Cómo es posible que alguien
tímido y con unas habilidades sociales tendiendo a pobres a la hora de
manejarse en sus relaciones con las chicas, en un momento dado, sea capaz de
violar a alguna si sus compañeros le incitan a que lo haga?
¿Quién es ese chico en realidad:
el buen hijo, el buen estudiante y la buena persona que todos decían conocer
hasta el día de los fatídicos hechos, o el sádico y el depravado miembro de una
manada de indeseables que se pasan por el forro el respeto por los demás y no
dudan en pisotear, usar a su antojo y abandonar a sus víctimas después de
haberlas destrozado física y psicológicamente?
Muchos y sobre todo muchas, no
dudamos en marcar la segunda opción, porque lo que han hecho estos
malnacidos no tiene justificación y el hecho de un juez pretendiese dejarles
absueltos sólo demuestra el grado de enfermedad que padece la sociedad que
sufrimos todos los días. Pero el caso es
que una misma persona puede tener tantas versiones de sí misma como personas la
conocen o han interactuado con ella alguna vez. Porque todas esas conexiones
que establecemos con las demás personas contribuyen a que se formen una idea de
nosotros, al tiempo que nos permiten a nosotros formarnos una idea de ellas.
Ideas que muchas veces pueden resultar del todo equivocadas, porque hemos de
tener en cuenta en qué situaciones, en qué contextos y en qué momento personal
se hallaba esa persona o nos hallábamos nosotros, antes de dictaminar si esa
conducta suya concreta obedece a un
arrebato puntual, o se corresponde con su forma de proceder habitualmente. Y,
aún tratándose de un arrebato puntual, antes de juzgarlo, deberíamos
preguntarnos cómo nos hemos comportado nosotros con ella en el momento del
encuentro. A veces, los otros se limitan a responder en función de cómo les
abordamos nosotros. Si una persona no se fía de otra, o percibe en ella un
intento de manipularla de alguna forma, es lógico que responda con evasivas,
tirando pelotas fuera, o yendo con pies de plomo. En cambio, si nos interpretan
como personas afables, es más fácil que nos respondan con una sonrisa, aunque
sea fingida, y que nos podamos encontrar con que sean ellas las que nos tomen
por ingenuas y traten de manipularnos a nosotras.
La negativa de uno o de una
debería bastar para que el otro o la otra entendieran a la primera que esa
persona no quiere mantener ningún tipo de relación sexual contigo. Da igual que
la chica vista un burka o vaya medio desnuda por la calle, da igual que tenga
14 años o 54, da igual que se haya mostrado amable contigo y que tú hayas
interpretado otra cosa. Las personas podemos ser amables con muchas otras
personas, pero eso no implica que tengamos que consentir acostarnos con ellas.
La libertad de cada uno debería terminar donde empieza la libertad de los
demás. Un hombre o una mujer son muy libres de insinuarse a quienes quieran,
pero sus interlocutores o interlocutoras también son muy libres de rechazarles.
Y uno no es menos hombre por aceptar el NO de una mujer o de otro hombre. Al
revés, demostraría que es un buen hombre, igual que seguramente es un buen hijo
y algún día podrá ser un buen padre porque tendrá buenos valores para
transmitirles a sus hijos.
Pero, cuando se actúa en medio de
un grupo, a veces pesa más la presión de los compañeros que los propios
principios. El miedo a quedar como un cobarde, a ser objeto de sus burlas o
incluso a perderles como amigos, puede hacer que una persona acabe cometiendo
actos de los que luego no se va a sentir precisamente orgulloso. Otra
explicación factible es que, cuando uno está acompañado, se crece y puede llegar
a creerse invencible. La responsabilidad es como si se diluyera y todo perdiese
su importancia, otorgándoles el privilegio de hacer de su capa un sayo y de
desprenderse de toda sombra de inhibición y pudor. Si en medio de esas
correrías desmedidas no faltan ni el alcohol ni otras substancias como la
cocaína, el resultado de esa juerga puede ser cualquier barbaridad, como la
acaecida en el caso de “la manada”.
Jugarse el futuro y ponerse en
boca de todo el mundo por una subida de testoterona no parece la mejor fórmula
de conducirse por la vida, y destrozarle la vida a una chica que está empezando
a vivir no es lo más recomendable en el currículum de ningún padre a la hora de
inculcar valores a sus hijos. Estos cinco individuos no deberían reproducirse,
porque ningún hijo merece tener padres así.
No hay duda de que, para sus
padres, seguirán siendo sus buenos hijos y, para sus entornos cercanos,
seguirán siendo las buenas personas que conocen. Pero hay errores y errores. Y,
cuando nos equivocamos, hemos de atenernos a las consecuencias. Uno no puede
llevar un uniforme y pensar que puede hacer lo que quiera con quien quiera y,
no sólo pretender quedar impune, sino encima culpar a la víctima de lo que él y
sus amigos le han hecho padecer.
Violar no es un delito menor y deberían
pagar en consecuencia. Que un juez considere que sólo ha habido abuso porque no
hubo violencia es tan inaceptable como lo sería no permitirle a una mujer poner
una denuncia porque, pese a los golpes reiterados, su pareja aún no la ha
matado.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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