Temperamento, Carácter y Personalidad
En su Teoría del Inconsciente Colectivo, Carl
Gustav Jung sostiene que todas las personas presentan un sustrato común en su
estructura psíquica. Distingue en ella distintos arquetipos, que vienen a ser
elementos que permiten explicar la generación de imágenes mentales que serían
ideadas de forma similar por diferentes personas de culturas muy distantes. Los
arquetipos no se desarrollan de forma individual en cada persona, sino que se
generan a través de la influencia del contexto sociocultural que envuelve a
cada individuo. Estos esquemas de pensamiento se van transmitiendo de
generación en generación, dando origen a la creación de arquetipos comunes para
todas las personas.
Entre esos arquetipos de Jung,
nos encontramos con los de PERSONA y SOMBRA. Ambos resultan antagónicos.
Mientras que la personas hace referencia a la vertiente inconsciente de uno
mismo que se quiere compartir con los demás, la sombra representa la totalidad
del inconsciente.
Así, la persona vendría a ser
nuestra imagen pública, lo que mostramos en nuestras redes sociales sin ningún
pudor. Aquello que nos interesa o nos conviene que sepan de nosotros, aunque no
siempre se corresponda con la realidad. Podríamos asimilarlo al papel que
interpretamos ante los otros para que nos acepten o para que nos envidien. No
es extraño que también se haya asociado este arquetipo persona con una máscara.
La sombra, en cambio, sería lo
que de verdad escondemos dentro de nosotros mismos y que muchas veces somos
incapaces de reconocer como propio. Nuestras debilidades, nuestra falta de
compromiso, nuestra desidia o nuestra deslealtad para quienes lo darían todo
por nosotros. Esos pecados inconfesables que todos intentamos borrar de nuestro
disco duro, sin conseguirlo. Porque la ingeniería humana siempre resulta mucho
más complicada que la cibernética.
Esa persona y esa sombra
constituyen los pilares que sustentan nuestra personalidad. Pero, ¿qué es la
personalidad?
A veces tendemos a confundirla
con el temperamento o con el carácter. Pero no son precisamente sinónimos.
Hipócrates, en el siglo IV a. C.
ya estudió el temperamento, considerándolo como una emanación del alma por la
interrelación de los diferentes humores del cuerpo. Distinguió 4 tipos de
temperamento:
Sanguíneo- propio de las personas cuyo
humor tiende a ser muy variable.
Melancólico- propio de personas sensibles,
que tienden a dejarse llevar por la tristeza y a abandonarse a los sueños, sin
tener los pies en el suelo.
Colérico- personas de voluntad fuerte,
que se conducen de forma impulsiva y en las que predomina la bilis amarilla y
blanca.
Flemático- personas lentas a la hora de
tomar cualquier decisión. Apáticas, impasibles, capaces de mantener la sangre
fría ante situaciones que demandarían la reacción contraria.
Entre los siglos XIX y XX, el
fisiólogo ruso Ivan Pavlov vino a completar la tesis de Hipócrates, al enunciar
que las características del temperamento tienen su base en el sistema nervioso,
en el que encontramos 3 aspectos que juegan un papel determinantes en su
naturaleza:
La fuerza
El equilibrio
La velocidad de correlación
La combinación de estas 3
características originan los tipos de sistema nervioso que configuran cada
temperamento.
Así, un sistema nervioso rápido
y equilibrado deriva en un temperamento sanguíneo, con alta sensibilidad y una
moderada reactividad al medio en el que vive. La persona es extrovertida,
activa e intuitiva. Habla antes de pensar y se muestra muy flexible a los
cambios de ambiente. Hablaríamos de una persona cálida y vivaz, muy receptiva,
movida por los sentimientos más que por la reflexión y muy divertida.
Un sistema nervioso lento y
equilibrado comportaría un temperamento flemático, con baja sensibilidad y
escasa reactividad al medio en el que vive. Se trata de una persona
introvertida, poco flexible a los cambios del ambiente, y muy tranquila.
Difícilmente pierde los nervios y no se involucra en las actividades de los
demás. Estaríamos ante una persona apática, calculadora y analítica, que no
muestra sus emociones y no busca precisamente el papel de líder, aunque estaría
muy capacitado para serlo. Prefiere ir a su aire y no complicarse la vida más
de lo estrictamente necesario.
Un sistema nervioso débil daría
lugar a un temperamento melancólico, con alta sensibilidad y baja reactividad a
los estímulos de su entorno. Persona introvertida, de tendencias
perfeccionistas y muy comprometida con las causas que decide defender.
Analítica, abnegada y predispuesta a la depresión, resulta difícil de convencer
para embarcarse en cualquier proyecto, porque siempre se debatirá entre los
pros y los contras y se mostrará incapaz de atreverse a dar el primer paso. Se
trata del temperamento más complejo de los cuatro que describió Hipócrates y
también el más relacionado con las aptitudes artísticas.
Por último, un sistema nervioso
fuerte, rápido y desequilibrado desembocaría en un temperamento colérico. Estas
personas tienen una alta sensibilidad y una alta reactividad a los estímulos
que reciben de su medio. Muestran reacciones rápidas, que pueden llegar a
resultar incluso violentas. Extrovertidas, aunque no tanto como las personas de
temperamento sanguíneo. Ambiciosas, intolerantes e incapaces de reconocer los
propios tropiezos ni de detenerse ante los obstáculos que les separan de las
metas que se han fijado. Calurosas, voluntariosas, autosuficientes,
independientes y de opiniones firmes. No tienen reparos en tratar de imponer su
voluntad sobre los demás, valiéndose de la dominación y la manipulación.
Una vez detallados estos cuatro
temperamentos, cabe apuntar que cuando hablamos de personas es muy difícil
encontrar alguna a la que podamos encasillar en un temperamento determinado,
porque los humanos somos demasiado complejos y cualquier desequilibrio de iones
en la sopa química que no deja de hervir en nuestro cerebro, podría provocar
cambios en nuestra manera de conducirnos. Por este motivo, no faltan
investigadores que hablan de un quinto temperamento, al que denominan
biotemperamental o naturalista, que iría conformando al mismo tiempo que crece y se desarrolla la
persona en el medio social. Sus características serían la afinidad por sus
habilidades y el hecho de compartir sus atributos con los demás. Tampoco faltan
quienes abogan por los temperamentos combinados, en los que una misma persona
puede tener un temperamento dominante y otro u otros secundarios, dependiendo
de cada situación o cada momento.
¿En qué se diferencia el
temperamento de la personalidad?
El temperamento tiene un origen
biológico, pues viene condicionado por la herencia genética. Se manifiesta ya
en el momento del nacimiento. La forma cómo un recién nacido llora o le cuesta
hacerlo, cómo se agarra al pecho de la madre o lo rechaza, cómo se mueve o
permanece quieto, cómo reclama sus necesidades más urgentes o parece incapaz de
hacerlo. Siempre se ha dicho que una madre puede tener varios hijos y ninguno
le resultará igual, porque ya desde el principio será capaz de detectar sus
singularidades. Hay niños enérgicos, capaces de imponer su voluntad desde el
minuto uno, mientras otros son más sensibles, más conformistas o más
dependientes. Esa fuerza o no fuerza sería la expresión de su temperamento, un
temperamento que tampoco es lo mismo que el carácter.
El carácter es el resultado de
lo que la persona va aprendiendo de su entorno a medida que va creciendo e
imitando los comportamientos de las personas que le rodean. Sus padres, sus
abuelos, sus hermanos, sus compañeros de pupitre y de juegos, sus profesores,
etc. La palabra carácter deriva de una palabra griega que significa grabado y
se utiliza para designar las características distintivas de la persona
individual. Uno no nace siendo rencoroso, ni altruista, ni bondadoso. Esos
rasgos se moldean a base de imitar lo que observamos a nuestro alrededor y de
aprender los valores, la ética y las costumbres que rigen en la sociedad de la
que somos parte integrante. La expresión “imprime carácter” cobra mucho sentido
llegados a este punto.
¿Por qué tampoco es lo mismo el carácter
que la personalidad?
La personalidad es un concepto
mucho más amplio, que de hecho acaba englobando el temperamento y el carácter
de la persona.
El desarrollo de la personalidad
está en función de la interacción compleja de factores biológicos y ambientales.
La influencia de estos factores variará considerablemente de un individuo a
otro. En algunos la herencia cobrará un peso más notorio, mientras que en otros
puede resultar menos determinante. Al margen de su ADN, las experiencias
tempranas, sobre todo cuando resultan traumáticas, pueden llegar a marcar la
vida de una persona, imprimiéndole un carácter determinado y marcando las bases
de una personalidad muy concreta que podrá considerarse dentro de la normalidad
o, por el contrario, entrar en los límites de la anormalidad.
¿En qué nos basamos para
considerar una personalidad como normal o anormal?
Desgraciadamente, en lo que nos
basamos casi siempre para probar cualquier hipótesis, en las tablas
estadísticas, en ver dónde se concentra el grueso de la mayoría. Del mismo modo
que consideramos que una inteligencia normal está entorno a un coeficiente
intelectual de 100, aventuramos que un CI por debajo de 85 dejaría de ser
normal, pero un CI por encima de 115 también. Sin embargo, tendemos a mirar con
mejores ojos al que supera el 115 que al que no alcanza el 85. Lo mismo ocurre
con la personalidad. Todas las personas que se alejarían estadísticamente de
ese grueso que se concentra en los valores de la mediana, pasarían a ser
consideradas raras, excéntricas, problemáticas.
Cualquier persona cuya conducta
se desvía se la norma esperada o aceptada en la sociedad de la que forma parte,
corre el riesgo de ser etiquetada como persona de conducta anormal. Esta
conducta anormal se desarrolla y se construye de acuerdo a los mismos
principios y mecanismos que se involucran en la conducta normal, pero difiere
en el peso de la influencia que cobran las disposiciones biológicas y el
ambiente en el que se ha desarrollado ese individuo, pudiendo éste haber
aprendido hábitos desadaptativos a nivel cognitivo, afectivo y conductual,
mientras otros individuos, en su misma circunstancia, son capaces de aprender
hábitos adaptativos.
Podemos hablar de personalidad
sana, cuando se dan las siguientes características:
La persona muestra capacidad para relacionarse con su entorno de una
manera flexible y adaptativa.
La persona tiene una percepción constructiva se sí mismo y de su entorno
Los patrones de conducta manifiesta que predominan en la persona se
pueden considerar promotores de salud.
En cambio, hablaremos de
personalidad anormal cuando:
La persona intente afrontar sus responsabilidades y relaciones
cotidianas adoptando conductas desadaptativas (agresividad, negación de la
realidad, pasividad, negligencia)
La persona tiene una percepción de sí misma y de su entorno muy
frustrante.
Los patrones de conducta manifiesta de la persona tienen efectos
perniciosos para la salud (abuso de drogas o alcohol).
Hay 3 criterios que pueden
advertirnos de la presencia de un patrón de personalidad anormal:
Inflexibilidad adaptativa. Tendencia del individuo a relacionarse
consigo mismo y enfrentarse al ambiente con estrategias muy rígidas que, a su
vez, inhiben el desarrollo de un amplio repertorio de estrategias de
afrontamiento adecuadas. La persona llega al extremo de intentar cambiar las
condiciones ambientales, porque no se ve capaz de ampliar su limitado
repertorio de conductas.
Tendencia a fomentar los círculos viciosos. Los individuos afectados
tienden a intentar manipular su ambiente para seguir sintiéndose reforzados en
sus conductas erróneas y evitar castigos. Con esto sólo consiguen perpetuar el
problema, poniendo en marcha nuevas conductas autofrustrantes. Es el cuento de
nunca acabar, el pez que continuamente se acaba mordiendo la cola.
Estabilidad lábil. Estos individuos son característicamente frágiles y
carecen de elasticidad bajo condiciones de presión ambiental. A veces se les
etiqueta como de “ego débil”. A causa de repetidos intentos fallidos de
afrontamiento, los conflictos no resueltos tienen a volver a emerger. Es
posible que estas situaciones obliguen al individuo a adoptar formas
patológicas de afrontamiento, con un control menos adecuado sobre sus emociones
y sufriendo percepciones subjetivas y distorsiones de la realidad.
Podemos considerar la
personalidad como un patrón de rasgos cognitivos, afectivos y de conducta
manifiesta hondamente arraigados y ampliamente utilizados que persisten durante
largos períodos de tiempo.
Esa personalidad englobaría la
persona y la sombra de las que hablaba Jung, lo que mostramos a los otros, pero
también lo que nos guardamos por miedo a no ser aceptados o a que nos tilden de
anormales, sin querer darnos cuenta de que todos compartimos los mismos miedos
y acabamos cometiendo idénticos errores.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
Bibliografía consultada: La Personalidad y sus trastornos. Theodore Millon y George S. Everly, Jr. 1985