Hábitos y Monjes

En una lengua tan rica como el castellano, contamos con muchos refranes populares que se han repetido hasta la saciedad por los más grandes autores de nuestra literatura, pero también por las gentes más sencillas del pueblo llano. Los refranes son considerados como una especie de sentencias que nacen del saber popular, frutos de las experiencias de las muchas generaciones que nos han precedido en nuestra historia.
Unos predicen el tiempo que va a hacer en un mes concreto del año, otros hablan de supersticiones y muchos se sustentan en prejuicios. Todos persiguen advertirnos de lo que nos puede pasar si no obramos con sentido común. Pero, curiosamente, la experiencia nos enseña todos los días que ese sentido común es, en realidad, el menos común de nuestros sentidos.

Esa misma lengua castellana, aparte de los refranes, también tiene en su haber un tipo de palabras denominadas polisémicas, porque tienen más de un significado aunque se escriban exactamente igual. Una de esas palabras es HÁBITO.

Cuando oímos el refrán “el hábito no hace al monje” entendemos que no debemos dejarnos llevar por las apariencias de las personas con las que interactuamos, porque sus ropajes pueden engañarnos.  La persona no va a ser mejor o peor simplemente por disfrazarse de personaje cándido o de personaje malvado. Al margen del uniforme que vista o de si elige ponerse unos zapatos de piel o unas deportivas de tela, la persona será la misma y su forma de pensar y de conducirse por la vida tampoco variará un ápice. Una bata de médico no te va a convertir en médico si no te has preparado concienzudamente para ejercer esa profesión. Tampoco una toga de juez ni un gorro de chef de cocina te van a permitir ni impartir justicia, ni conseguir una estrella Michelin.

Como ocurre con las palabras polisémicas, en las obras de Rob Gonsalves también encontrarmos dobles significados para una misma imagen. En esta ilustración podemos ver como el agua que baja por el torrente se transforma en diferentes monjes y el torrente a su vez en una especie de monasterio.

Pero la palabra hábito también tiene otro significado, que nada tiene que ver con los ropajes que elijamos cada uno para desempeñar nuestra particular profesión o simplemente para cubrir nuestra desnudez ante los otros. Hábito también significa costumbre. Y este hábito en concreto, sí puede hacer al monje.

Los refranes acostumbran a sentenciar con excesiva determinación, dando por hecho que las personas no pueden cambiar porque su naturaleza les condena irremediablemente a ser como son y no de otra manera. Y, aunque en muchos casos se llega a evidenciar que la insistencia en intentar implantar y consolidar esos cambios en determinadas personas es una tremenda pérdida de tiempo y de recursos, afortunadamente, siempre hay maravillosas excepciones.

Como animales sociales somos espejos unos de otros y todo lo aprendemos por imitación. También los hábitos que adquirimos desde bien pequeños. El hábito de alimentarnos, de asearnos, de levantarnos temprano para ir al colegio, de sentarnos a la mesa a desayunar, de preparar nuestros cuadernos y nuestros libros, de hacer los deberes escolares, de salir al patio a jugar, de besar a nuestros abuelos cuando vamos a visitarles, de hablarle con respeto a nuestro profesor o de estudiar cuando se acercan los exámenes. 

Podemos aprender otros hábitos como leer, tocar un determinado instrumento, escribir, practicar algún deporte, hacer teatro o cultivar alguna habilidad manual. Lo bueno de los hábitos es que, una vez instaurados en nuestras rutinas diarias, prácticamente nos salen solos, casi sin esforzarnos.

Hay otros hábitos bastante más nocivos en los que podemos caer como en una especie de trampa y quedarnos atrapados en ellos durante años o incluso de por vida. Entre ellos podríamos destacar el hábito de fumar y el hábito de beber alcohol. Sin duda, hay otras drogas bastante más peligrosas que también se pueden acabar convirtiendo en un hábito muy perjudicial para la persona que cae en ellas. Pero el principal problema del tabaco y del alcohol radica en el hecho de que sean consideradas drogas legales y vayan envueltas en la excusa de la connotación cultural.

En cualquier país mediterráneo, la cultura del vino está tan extendida que casi podría considerarse una ofensa sentarse en un restaurante y no acompañar sus platos de un buen caldo. Para un abstemio, asistir a una comida familiar o a un evento de empresa o a una fiesta puede llegar a resultar de lo más engorroso por el número de veces que se ve obligado a rechazar una bebida alcohólica, con sus consecuentes intentos de convencerle de que beba porque “por un día no pasa nada”. Pero el caso es que sí puede pasar, dependiendo de las circunstancias que han llevado a esa persona abstemia a decidir serlo. Se puede dar el caso de que esa persona simplemente no quiera beber alcohol porque no le gusta o porque quiera cuidarse. Pero a veces también se puede tratar de personas alcohólicas que han decidido dejar de serlo tras sufrir una pancreatitis, o una hepatitis, o haber perdido a su familia o un trabajo por culpa de su adicción. En esos casos, esa persona ha de demostrar una voluntad de hierro para no caer de nuevo en la tentación de beber. Lo mismo ocurre con el tabaco, aunque en los últimos años, con la prohibición de fumar en lugares públicos y en los centros de trabajo, se está consiguiendo que la cultura no tenga tanto peso en el mantenimiento de esa adicción. Si antes era normal beber y fumar al mismo tiempo, ahora parece que somos más capaces de separar ambos hábitos y no condicionarlos tanto a determinadas situaciones y momentos de nuestro día a día.

En cualquier momento de la vida se nos puede presentar una buena ocasión para plantearnos un cambio de hábitos. Que llevemos dos, tres o cuatro décadas haciendo algo cada día, no implica que no podamos dejar de hacerlo, si llegado un momento nos damos cuenta de que ese hábito nos está perjudicando de alguna manera. Algunos expertos aseguran que, para instaurar un nuevo hábito, son necesarios 21 días. Si somos capaces de empezar a hacer ejercicio físico cada día durante esas 3 semanas, es muy posible que acabemos por acostumbrarnos a ello y que se acabe convirtiendo en parte de nuestra rutina. Lo mismo ocurre si decidimos dejar de tomar algo en concreto, como el café, el azúcar, la sal, la bollería industrial, o las patatas chips. Los primeros días nos sentiremos raros y encontraremos raras e insípidas nuestras comidas o nuestras bebidas, pero pasadas esas tres primeras semanas, puede que nos hayamos acostumbrado al cambio y que ya no nos parezca tan malo. Todo es cuestión de aprender a cambiar el chip y de entrenar la voluntad. Como bien dice uno de nuestros refranes “la voluntad mueve montañas”.

Perdamos el miedo a cambiar nuestros hábitos y quizá conseguiremos cambiar al monje que vemos en nuestro espejo cada vez que nos miramos en él  y nos cuesta reconocernos. Nuestra mente y nuestro cuerpo siguen siendo igual de moldeables que cuando éramos niños y nuestros padres y abuelos no dudaban en corregirnos cada vez que osábamos poner en riesgo los buenos hábitos que ellos procuraron inculcarnos.


Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749


Entradas Populares